José Ramón Muñiz Álvarez
“MEMORIAS DE LA SANTA COMPAÑA ”
(relato breve y sin
anécdota)
Hallar en los paisajes imágenes curiosas, imágenes que explican que la vida renueva sus alientos con los ciclos, es algo que nos gusta a los poetas, pues siempre nuestros versos esconden sensaciones cuajadas por la lluvia del orbayu que cae sobre el helecho, que desciende sobre los castañares silenciosos. Las lluvias son hermosas si llegan los otoños con esa suavidad, con ese pulso que hiere el aire triste levemente, con un cuidado fino, con un gesto febril y melancólico que busca, por los prados, las hierbas del sendero, los arbustos que callan las miserias de la noche que siente los puñales de la helada. Y, yendo de camino, cruzando junto al bosque, se vuelven como versos los colores, las llamas del crepúsculo que llora la luz de su derrota tras la tarde, y entonces con la sombra, parece que regresan del mundo más lejano los fantasmas, las sombras de las gentes que vivieron, sus voces, los alientos de otro tiempo. Y el caso es que la noche desciende lentamente, se acerca silenciosa a nuestros ojos, igual que una cortina, esa cortina que quiere hacerse dueña del palacio del cielo, al envolverlo, si juega con las nubes y goza al atraparlas, pues, oscuras, esconden a la luna, muchas veces, cegando el claro de los castañares.
Habláis de la estantigua, nombráis a la
estadea, decís a vuestros hijos que en las noches los muertos procesionan por
caminos, quejándose en su duelo, llorando sus pecados, pues han de purgar todos
esos crímenes que sabe el cielo azul, el del ocaso que mira su avanzar entre
eucaliptos. La Güestia
la llamamos en tierras asturianas, compaña santa dicen los gallegos, y es
triste contemplar ese espectáculo de espíritus que portan largas velas. La
vieron caminando por mil lugares siempre portando su tristeza, el duelo amargo
de los que van cumpliendo la condena por faltas y pecados de la vida. Y sale
cada noche, y corre los caminos, amiga de lechuzas y de cárabos, de vuelos
sigilosos que el mochuelo levanta como el beso de la muerte, pues esos bosques
llenos de grato bucolismo también son un lugar para los muertos que lloran las
miserias de la vida, que viven arrastrados a la muerte. Y no es solo la Güestia. Antaño ,
los mayores hablaron de los trasgos, de los diaños, acaso de “les xanes” y los
cuélebres, extraños pero hermosos y gigantes, dragones de la tierra que cuidan
los tesoros, que saben lo que ofrecen esas cuevas en las que guarecerse con el
alba, callando la verdad de sus misterios.
El miedo nos somete, nos daña, nos
embarga, y el caso es que la luna, desde el cielo, también vio la arboleda
silenciosa y supo de los viejos castañares, del roble deshojado, si acaso fue
perdiendo las densas hojarascas en otoño, pues el otoño llena todos los
rincones para admirar desnudos a los árboles. Y el alba nos descubre la luz de
la mañana, que llega, tras la lluvia y la neblina, jugando, derramando el claro
brillo que vino a reflejarse entre la hierba, y, viendo sus colores, mirando
sus colores, nos llena de emoción y nos promete la vida y la belleza de esos
bosques que fueron algo lúgubre y sombrío. El mundo se hace bello si llega la
mañana, borrando cada sombra de la noche, hiriendo cada sombra de la noche,
callando cada sombra de la noche, la noche que nos trajo memorias de la muerte
después de ese crepúsculo maldito que se hace como un símbolo terrible: el beso
de la muerte que nos busca. La luz de la mañana podrá mirar su júbilo por estos
arroyuelos de la zona que saltan vivarachos a su gusto, sabiendo que la luz los
ilumina, mas ellos vieron antes el séquito de muertos que vino con antorchas
por los bosques, que anduvo por los densos castañares, que sabe de los viejos
eucaliptos.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de la Santa Compaña ”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”
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