José Ramón Muñiz Álvarez
“MEMORIAS DE LOS
JUEVES DE TORMENTA”
(soneto arropado por una
prosa alegórica sobre el
misterio
terrible de la
muerte)
Después de las tormentas, la humedad
queda sobre las briznas de hierba, en las que el sol dibuja, caprichoso,
destellos llenos de colorido, los mismos destellos que apreciamos en esos
cuadros barrocos de Bruegel el Viejo (me refiero a Jan, que no a Peter), en los
que los molinos de viento reciben el saludo de un sol lejano, nórdico y
distante, todavía capaz de dar calidez a la paleta del pintor, que dibuja
gentes bajo un cielo suficientemente azul, algo dudoso.
Y es que, después de las tormentas, con
el arco-iris en la altura, mirando los campos brillantes a las últimas horas de
la tarde –pongamos que es un jueves de los años ochenta, durante el curso–, de
regreso a casa, hay un muchacho que camina, mirando los destellos del sol moribundo
en los verdes diversos del monte Fuxa, en cuya altura, como un penacho
glorioso, apunta vertical el viejo eucalipto que un día tiraron para poner una
antena.
Las tormentas tienen siempre algo
emocionante, con el relámpago y el trueno que retumba, justo antes de que, con
violencia, descienda el aguacero, a veces precipitación en forma de granizo, y
el muchacho se ve sorprendido en plena calle, buscando guarecerse en uno de los
portales de la pequeña población, para después, pisando charcos con las nuevas
botas de agua, llegar a tiempo al cuarto piso donde vive su familia.
Es jueves y los jueves tienen algo
jovial, pero no por lo que suele decirse, que hay quien dice que es día de
enamorados, sino que es víspera del viernes, y el viernes, lindando con el
sábado, por preceder a dos días seguidos de descanso, pues sábado y domingo no
son lectivos, casi le es preferido, porque es bello salir de las clases, a las
cuatro y media, justamente, corriendo por las escaleras hasta la explanada,
para luego subir a casa por la merienda.
Los otros días son, para un estudiante,
distintos, días mediocres, qué duda cabe, días grises y tediosos que, poco a
poco, dan paso a esa antesala de una felicidad efímera, la del fin de semana,
que rompe la monotonía y que es felicidad al fin y al cabo, porque se permite
lo que en otros casos no está permitido: que si ver la televisión hasta altas
horas de la noche, no tener que madrugar, poder enredar por las calles del
pueblo a sus anchas…
Habréis adivinado quién puede ser el
muchacho de imaginación desbordada que corre entre los charcos y que los pisa
alegremente, cosa prohibida por los padres, lo cual no es problema porque no
andan cerca. Es un tiempo de inocencia en que, con el chubasquero puesto y la
capucha sobre la cabeza, era un placer ponerse bajo el canalón, en días de
lluvia, y recibir una extraña ducha sin mojarse. Los chicos se peleaban por ver
a quién le tocaba.
La alegría del jueves y la emoción de
un cielo nublado solo por la parte del este, dejando que el sol se filtre de
una manera extraña, cuando comienza a declinar, además de sus brillos en el
monte de San Esteban, al que nadie llama así, puesto que todos lo llaman el
Fuxa, acompañan al niñato que camina ya para casa, no muy lejos de las antiguas
escuelas, que entonces no eran antiguas, que comenzaron a ser antiguas más
tarde, cuando hubo que tirarlas.
Y, de pronto, sin que por ello se
sienta uno viejo y desanimado –pero queda claro que todo llegará–, abro los
ojos, abro los ojos y no está el muchacho que llevaba el gomero escondido en el
bolso de la zamarra, pero tampoco están las escuelas, que las han cambiado de
sitio, y no está el viejo eucalipto, aquel enorme eucalipto que coronaba el
monte Fuxa y que podía ver desde la ventana de casa en tardes como la de aquel
jueves (si fue jueves) de tormenta.
Y, ahora, justo ahora, después de que,
con las tormentas queden sobre las briznas de hierba esas humedades que
reflejan los destellos de sol, que podrían recordar también el prado de la
“Adoración del Cordero Místico” de los hermanos Van Eyck, encaro también una
tarde moribunda, una noche que se acerca, la paleta del pintor que se hace rica
con ese sol lejano, y un hombre que se empeña en escribir poemas, sin saber muy
bien por qué lo hace:
La lluvia que desciende con empeño,
que
salta en cada charco, repentina,
la
luz de un sol lejano que declina
esconde
con su llanto y con su sueño.
Y brilla sobre el prado de Carreño
la
llama que, encendida en la colina,
vencida,
tras la lluvia mortecina,
encuentra
su crepúsculo por dueño.
Del cárabo se escucha al fin el grito,
cargado
con afán, donde querría
su
fuego luminoso alguna estrella.
La magia del lugar en un escrito
prometen,
al morir el viejo día,
los
vientos, cuando gritan su querella.
Queda escrita, verso sobre verso, la
densa melancolía que tiene la luz del sol lejano, su tristeza optimista en la
tarde de abril, si es abril, de un jueves cualquiera, su nostalgia y la manera
de reclamar la inocencia de otras edades que tardarán una eternidad en regresar,
pero que quedan sugeridos en otros jueves, pasados y por venir, en los que uno
mira, tras la lluvia, bajo el cielo cargado y amenazante, la luz de un sol
crepuscular que se agota en el horizonte.
Tal vez vosotros, que también os
abrasáis en la extraña incertidumbre de caminar sin rumbo a la deriva de la
vida, puesto que sabéis leer los designios y descifrarlos, halláis comprendido
que todo nos anuncia ese final, no sabemos cuándo, que llegará, indudablemente,
para darnos descanso, tras esta larga andadura, feliz y dolorosa, en parte,
toda vez que, entre granizos y lluvias, el correr del tiempo se apesadumbra y
el ánimo se fatiga.
Por lo pronto, decíamos que el muchacho
se iba a su casa, por cierto, y no vemos que se desvíe gran cosa, porque ya ha
llegado al portal y está subiendo las escaleras, de la que canturrea y esconde
su gomero, porque hubo una época en la que todos teníamos un gomero, un gomero
hecho con un rulo de plástico y un globo de los de diez pesetas –cuando había
la peseta, claro–, porque los globos de diez pesetas eran más resistentes a la
hora de lanzar piedrecillas y dátiles.
Pero unas botas de agua y un
impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho
más que el mejor de los libros, para un muchacho que, en su juventud, necesita
madurar para leer a los grandes, aprendiendo con Segismundo “que toda la vida
es sueño” y que, entre tantas calamidades como hay en la vida, existen también
los oasis de la amistad verdadera, estrechando relación siempre con la mejor
gente.
Unas botas de agua y un impermeable
bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho más que el
mejor de los libros, para ese adulto que ha madurado, que ha aprendido, que ve
en Calderón una alegoría del drama de la libertad y en el drama de la libertad una
poesía que compartir en las orillas relajantes del torrente de esa amistad
verdadera entre los que saben hablar de versos y no aburrirse nunca de repetir
lo mismo.
Y sabed que, aunque no lo parezca, unas
botas de agua y un impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un
día de lluvia, mucho más que el mejor de los libros, para todos los que aman la
inspiración y buscan inspirar su pluma en la contemplación del paisaje y su
derrota, en la lejanía del sol, en la tristeza del ocaso y en esos oros que nos
hablan de la muerte, que nos explican, con su belleza hechicera, que pronto nos
envolverá el sueño de la nada.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de los jueves de tormenta”
“SONETO ARROPADO POR UNA PROSA”
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