miércoles, 13 de julio de 2016

Memoria de los jueves de tormenta


 

José Ramón Muñiz Álvarez
MEMORIAS DE LOS JUEVES DE TORMENTA
(soneto arropado por una
prosa alegórica sobre el misterio
terrible de la
muerte)

Después de las tormentas, la humedad queda sobre las briznas de hierba, en las que el sol dibuja, caprichoso, destellos llenos de colorido, los mismos destellos que apreciamos en esos cuadros barrocos de Bruegel el Viejo (me refiero a Jan, que no a Peter), en los que los molinos de viento reciben el saludo de un sol lejano, nórdico y distante, todavía capaz de dar calidez a la paleta del pintor, que dibuja gentes bajo un cielo suficientemente azul, algo dudoso.
Y es que, después de las tormentas, con el arco-iris en la altura, mirando los campos brillantes a las últimas horas de la tarde –pongamos que es un jueves de los años ochenta, durante el curso–, de regreso a casa, hay un muchacho que camina, mirando los destellos del sol moribundo en los verdes diversos del monte Fuxa, en cuya altura, como un penacho glorioso, apunta vertical el viejo eucalipto que un día tiraron para poner una antena.
Las tormentas tienen siempre algo emocionante, con el relámpago y el trueno que retumba, justo antes de que, con violencia, descienda el aguacero, a veces precipitación en forma de granizo, y el muchacho se ve sorprendido en plena calle, buscando guarecerse en uno de los portales de la pequeña población, para después, pisando charcos con las nuevas botas de agua, llegar a tiempo al cuarto piso donde vive su familia.
Es jueves y los jueves tienen algo jovial, pero no por lo que suele decirse, que hay quien dice que es día de enamorados, sino que es víspera del viernes, y el viernes, lindando con el sábado, por preceder a dos días seguidos de descanso, pues sábado y domingo no son lectivos, casi le es preferido, porque es bello salir de las clases, a las cuatro y media, justamente, corriendo por las escaleras hasta la explanada, para luego subir a casa por la merienda.
Los otros días son, para un estudiante, distintos, días mediocres, qué duda cabe, días grises y tediosos que, poco a poco, dan paso a esa antesala de una felicidad efímera, la del fin de semana, que rompe la monotonía y que es felicidad al fin y al cabo, porque se permite lo que en otros casos no está permitido: que si ver la televisión hasta altas horas de la noche, no tener que madrugar, poder enredar por las calles del pueblo a sus anchas…
Habréis adivinado quién puede ser el muchacho de imaginación desbordada que corre entre los charcos y que los pisa alegremente, cosa prohibida por los padres, lo cual no es problema porque no andan cerca. Es un tiempo de inocencia en que, con el chubasquero puesto y la capucha sobre la cabeza, era un placer ponerse bajo el canalón, en días de lluvia, y recibir una extraña ducha sin mojarse. Los chicos se peleaban por ver a quién le tocaba.
La alegría del jueves y la emoción de un cielo nublado solo por la parte del este, dejando que el sol se filtre de una manera extraña, cuando comienza a declinar, además de sus brillos en el monte de San Esteban, al que nadie llama así, puesto que todos lo llaman el Fuxa, acompañan al niñato que camina ya para casa, no muy lejos de las antiguas escuelas, que entonces no eran antiguas, que comenzaron a ser antiguas más tarde, cuando hubo que tirarlas.
Y, de pronto, sin que por ello se sienta uno viejo y desanimado –pero queda claro que todo llegará–, abro los ojos, abro los ojos y no está el muchacho que llevaba el gomero escondido en el bolso de la zamarra, pero tampoco están las escuelas, que las han cambiado de sitio, y no está el viejo eucalipto, aquel enorme eucalipto que coronaba el monte Fuxa y que podía ver desde la ventana de casa en tardes como la de aquel jueves (si fue jueves) de tormenta.
Y, ahora, justo ahora, después de que, con las tormentas queden sobre las briznas de hierba esas humedades que reflejan los destellos de sol, que podrían recordar también el prado de la “Adoración del Cordero Místico” de los hermanos Van Eyck, encaro también una tarde moribunda, una noche que se acerca, la paleta del pintor que se hace rica con ese sol lejano, y un hombre que se empeña en escribir poemas, sin saber muy bien por qué lo hace:

La lluvia que desciende con empeño,
que salta en cada charco, repentina,
la luz de un sol lejano que declina
esconde con su llanto y con su sueño.
Y brilla sobre el prado de Carreño
la llama que, encendida en la colina,
vencida, tras la lluvia mortecina,
encuentra su crepúsculo por dueño.
Del cárabo se escucha al fin el grito,
cargado con afán, donde querría
su fuego luminoso alguna estrella.
La magia del lugar en un escrito
prometen, al morir el viejo día,
los vientos, cuando gritan su querella.

Queda escrita, verso sobre verso, la densa melancolía que tiene la luz del sol lejano, su tristeza optimista en la tarde de abril, si es abril, de un jueves cualquiera, su nostalgia y la manera de reclamar la inocencia de otras edades que tardarán una eternidad en regresar, pero que quedan sugeridos en otros jueves, pasados y por venir, en los que uno mira, tras la lluvia, bajo el cielo cargado y amenazante, la luz de un sol crepuscular que se agota en el horizonte.
Tal vez vosotros, que también os abrasáis en la extraña incertidumbre de caminar sin rumbo a la deriva de la vida, puesto que sabéis leer los designios y descifrarlos, halláis comprendido que todo nos anuncia ese final, no sabemos cuándo, que llegará, indudablemente, para darnos descanso, tras esta larga andadura, feliz y dolorosa, en parte, toda vez que, entre granizos y lluvias, el correr del tiempo se apesadumbra y el ánimo se fatiga.
Por lo pronto, decíamos que el muchacho se iba a su casa, por cierto, y no vemos que se desvíe gran cosa, porque ya ha llegado al portal y está subiendo las escaleras, de la que canturrea y esconde su gomero, porque hubo una época en la que todos teníamos un gomero, un gomero hecho con un rulo de plástico y un globo de los de diez pesetas –cuando había la peseta, claro–, porque los globos de diez pesetas eran más resistentes a la hora de lanzar piedrecillas y dátiles.
Pero unas botas de agua y un impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho más que el mejor de los libros, para un muchacho que, en su juventud, necesita madurar para leer a los grandes, aprendiendo con Segismundo “que toda la vida es sueño” y que, entre tantas calamidades como hay en la vida, existen también los oasis de la amistad verdadera, estrechando relación siempre con la mejor gente.
Unas botas de agua y un impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho más que el mejor de los libros, para ese adulto que ha madurado, que ha aprendido, que ve en Calderón una alegoría del drama de la libertad y en el drama de la libertad una poesía que compartir en las orillas relajantes del torrente de esa amistad verdadera entre los que saben hablar de versos y no aburrirse nunca de repetir lo mismo.
Y sabed que, aunque no lo parezca, unas botas de agua y un impermeable bien impermeable son el mejor juguete para un día de lluvia, mucho más que el mejor de los libros, para todos los que aman la inspiración y buscan inspirar su pluma en la contemplación del paisaje y su derrota, en la lejanía del sol, en la tristeza del ocaso y en esos oros que nos hablan de la muerte, que nos explican, con su belleza hechicera, que pronto nos envolverá el sueño de la nada.

2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de los jueves de tormenta”
“SONETO ARROPADO POR UNA PROSA”

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