miércoles, 13 de julio de 2016

“Los grises de los negros nubarrones”


 

José Ramón Muñiz Álvarez
“LOS GRISES DE LOS DENSOS NUBARRONES
QUE LLEGAN CON LA LLUVIA
REPENTINA”
(relato breve y sin
anécdota)
 

El gris de los densos nubarrones que galopan la altura algunas veces, ese gris amenazante que nos habla de la lluvia repentina que nos hace guarecernos, un gris que se refleja en el agua de los charcos y los regueros que, como un espejo, miran las alturas y saben que ese gris es un gris doliente, nos habla también de nosotros mismos. Y parece que somos nosotros ese otoño que se ha ido y ese invierno que ha pasado dejando nieves en las cumbres de las montañas, en unas cimas lejanas que, desde la ventana, se ofrecen como un paisaje bello, delicioso a la vista, que quisiera también azul el color del cielo malherido, un cielo en el que podemos intuir en ocasiones nuestra propia desazón. Desazón, sí esa es la palabra, porque hay desazón en nosotros cuando el día gris nos habla de nuestras miserias, de nuestras carencias y de nuestras propias mezquindades, embarrando los estados de ánimo que, si bien deberían alzarse, en los días de la primavera (pongamos por caso que fuera abril), se hunden, con el mal tiempo y con las lluvias. ¿Y quién no quiere regalarse un poquito de sol? Pero no eran estas las desazones de don Bartolomé, que, desde la llegada del nuevo otoño, sufría y se deprimía, tanto si el aguacero lo obligaba a quedarse en casa como si la luz de un sol radiante le permitía salir.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Y es que, desde que Marta ya no se asomaba, con los primeros resplandores de aquella primavera clara, a la ventana del salón, enseñando, por debajo de la falda, el color translúcido de sus braguitas, oscuras y ajustadas como la llamada del pecado, los meses del verano se hicieron lentos y, para los días finales de septiembre, la melancolía de su ausencia había llenado los rincones de la casa parroquial, donde don Bartolomé, hombre distanciado de las pasiones carnales hasta el inicio de aquel abril infausto, lamentaba la marcha de la muchacha, que, durante el tiempo compartido, le había devuelto una sed de vida que el bueno del cura, quizás por los requerimientos del oficio, había olvidado incluso antes de conocer la palabra “pubertad”.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Y es que, desde la marcha de la joven, unos días después de San Juan, el hombre que había despertado bajo los faldones oscuros de la sotana, privado de aquel amor, de aquella pasión o de aquella lujuria, entendía por vez primera que la vida de los sacerdotes suponía un inmenso sacrificio y un desagradable despilfarro de horas felices, porque, para alcanzar un Cielo dudoso del que hasta los curitas dudan razonablemente, por decisión de las rancias jerarquías eclesiásticas y la cabezonada de su madre de tener un hijo seminarista, se sentía solo, abatido, a ratos derrotado y a ratos culpable, llevando una cruz que no había pedido a un Gólgota que, si bien era suyo, no había pedido tampoco, un Gólgota que se hacía insoportable, un ascenso tortuoso y doliente.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Porque sabía perfectamente de la felicidad de esa feligresía suya, con sus pequeños vicios y sus imperfecciones mínimas, cuya maldad era menor y perdonable, pero que en su caso constituía algo que iba más allá del pecado, porque, como ministro de Dios, como hombre de Iglesia, no era correcto que mantuviera cualquier clase de relación con jovencitas, y menos con esas jovencitas tiernas que vienen pidiendo ayuda al cura párroco, tal vez porque su padre no las comprende, porque su madre las condena, porque la sociedad las mira con reproche, sin perdonarles los delitos y faltas que en otros más pudientes no se pueden decir, porque, a lo que parece, hay en quienes el pecado deja la mancha y también en quienes la piel es impermeable para todo lo malo.

La lluvia impregnaba con  su tristeza los cristales porque había pasado ya ese verano dichoso, ese momento que, en la edad otoñal del anciano, significaba ese último rayo de sol que asoma, al comienzo del otoño, con el veranillo de San Miguel, momento triste y semejante a una despedida, un adiós y una aceptación de lo que parece inevitable y, de hecho, es inevitable, porque el cabello del cura ya hacía décadas que había ido clareando, perdiendo ese negro intenso que solamente lucía todavía en su sotana nueva. Y por esa razón quizás se sentía como un árbol plantado en medio del desierto inhóspito en el que la desolación y la desesperanza, sustituyendo a la fe, lo hacían enfrentarse con Dios, con ese Dios al que culpaba, porque, de todas formas, cuando se tiene un Dios y se le adora, ese Dios puede ser alguien a quien culpar. Porque ella ya no estaba, se había ido, había dejado aquella concupiscencia aventurera que, como una locura, había encendido la mecha en la población, donde, a pesar de la desaprobación del obispo, don Bartolomé, mintiendo cuando hizo falta, juró y perjuró que todo era falso, en el intento de mantener cerca de aquella criatura que, en sus manos, parecía perder una inocencia que no tenía. Y don Bartolomé, en la soledad de su abandono, solo, sin la compañía de la muchacha, sin la pureza de su juventud, miraba la lluvia y sentía la amargura de su vejez prematura con la expectativa de una vida sin amor.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Y fue quizás porque sabía, en el fondo, que estaba en pecado, que no había cumplido con su deber, que estaba lejos del bien que desearía para sí mismo y para el ejemplo que debía a los demás, pero, sobre todo, porque, estando obligado más que nadie a amar a Dios y a Cristo, sentía hacia ellos la aversión culpabilizadora de su fracaso, cuando él, precisamente él, si hubiese querido, hubiese podido apartar, no como Jesús, el amargo cáliz que se impone, ese sacrificio que no pedía ni su vida ni un valor sobrehumano, pero sí una firme determinación y un  coraje capaz de decidirse a no experimentar los placeres que a un cura le están vetados, pues nunca se condenó en los buenos sacerdotes ese venial gusto por la gula y aquel morapio de lo más suavecillo.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Tal vez porque, en definitiva, primero le había mandado un ángel para quitárselo después, llevándolo a aquellos extremos de soledad y de tristeza en que, sumido, ni gozaba del oficio ni era capaz de rehacerse, porque le faltaba la alegría y la juventud de la mozuela con la que había compartido cama, con la que había compartido caricias y besos, en un concubinato que había sido supremo, pues era mucho, muchísimo más que una mera pasión carnal, llegando así a dudar, mientras pecaban contra Dios y contra la fe al alcanzar ese glorioso éxtasis, esa pasión elevada que no pueden disfrutar sino los que verdaderamente aman, porque, más que la carne, gozaba el espíritu, y quizás tanto que habría que temer que esos goces del alma fuesen por ello todavía más pecaminosos.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Pero lamentarse le serviría de bastante poco, si, a la pérdida de la muchacha, reconciliada ya con su antiguo novio, se sumaba la vergüenza de que todo el pueblo tuviera perfecto conocimiento de su falta, porque era para él algo tortuoso, qué duda cabe, que, después de haber convencido a todos de su santidad y su vocación verdadera, la tentación de aquella carne joven lo hubiese arrastrado y lo hubiese comprometido: en realidad, todo el mundo lo sabía, era de dominio general, por más que ella nunca había dicho nada en la calle a las cotorras del pueblo, por más que ella nunca había levantado palabra contra él, por más que nadie podía decir que había visto nada, ni tan siquiera Paciana, que venía a limpiar los martes y los sábados.

En el pueblo, donde la picardía era mucha, su nombre danzaba en la boca de casi todo el vecindario, cuando se cantaban, en las romerías, las fiestas y las verbenas, los romances y las coplillas propias de los aldeanos, que, lejos de entretenerse con algo útil, daban en inventar poemas de mal gusto en los que se pregonaba a las claras que el cura era un hombre pecaminoso como pocos, que gustaba de las carnes de las jovencitas y que su doblez le permitía practicar todo aquello que, según la doctrina, decía condenar desde las alturas del púlpito. Porque ya se sabe que las gentes son cantarinas y que no falta nunca el gusto por los romances de nuevo cuño, no los nobles y hermosos testimonios venidos de la tradición oral y que tal vez fueron otrora deleite de hombres honestos y oficio de juglares, sino composiciones sucias y perversas que rebuscaban entre las miserias de quien había de ser por fuerza un hombre de fe, de amor y caridad hacia los más pobres, pero se había llenado de lujuria:

 

porque, si del señor cura

me han contado la verdad,

quiere mucho a su querida,

que no tiene mucha edad.

 

Así decían las coplillas que cantaban al mundo la desvergüenza de un cura que había dicho al obispo que la muchacha estaba en la casa parroquial por una necesidad impuesta por la caridad que manda la religión, si bien la caridad bien entendida comienza por uno mismo,

 

que, si acaso del buen cura

no me dicen la mentira,

porque la muchacha es moza,

quiere mucho a la chiquilla.

 

En suma, que todos sabían lo que no era una sospecha, si bien sobre el caso había una verdad oficial que no se creía ninguno, consistente en que la muchacha había sido recogida por el sacerdote para evitar que se perdiera.

–Ella –comentó alguno en el mesón–, ya era una perdida, y el obispo se calló la boca para no airear el asunto más de lo que se airea.

–¡Ay de mí, Señor –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo–, porque esto que me ha ocurrido es precisamente lo que me merezco!

Porque, en el fondo, aunque sea fácil querer echarle la culpa a Dios, en conciencia, no podía ocultar ante sí mismo la evidencia terrible de que sabía lo que iba a ocurrir, pues, antes o después, era evidente lo que tenía que suceder,

 

que dicen que el señor cura,

que es un hombre muy cumplido,

pues es un buen religioso,

sigue bien la fe de Cristo.

Y, pues Dios nos manda amar,

por dar amor ha venido

a regalarlo  a las mozas

de los villares vecinos.

 

Don Bartolomé, llegado a una situación semejante, no necesitaba del cilicio ni del flagelo para mortificar un alma doliente que no hallaba ni el placer de la tentación perdida ni la paz del arrepentimiento,

 

que cantan en las aldeas

que cura tan atrevido,

por engañar a la gente

miente también al obispo.

 

En efecto, no había arrepentimiento en él, o no de una forma sincera, porque, si bien lamentaba lo sucedido, sentía que, si ella regresase, querría volver a gozar de esas bienaventuranzas que poco tenían que ver con la doctrina que él tenía que enseñar a los suyos. Y eso no es arrepentirse.

También los anticlericales, como Venancio, que, además de ser bebedor de pro, era furtivo, solían decir que los curas sacaban información de la vida de las familias los sábados, cuando las mujeres, por la tarde, iban a confesarse para comulgar al día siguiente, pero ya Dolores, desde detrás de su mostrador, en la tienda de ultramarinos, había explicado que la cosa no era tan allá y que, en efecto, aunque los sacerdotes solían saber mucho de lo que pasaba en las poblaciones, también se sabía mucho de las vidas ajenas en las tascas y en las vinaterías, por no hablar también de las tiendas. De esta manera, había que creer al taxista cuando decía que, además de buena conversación, había que medir mucho lo que se decía, puesto que no ser persona discreta podía tener consecuencias, ya que, en suma, tanto los taxistas como los barberos y los peluqueros, los camareros y los tenderos, conocían la vida del prójimo al dedillo.

Todo eran rumores: que si dicen que se casa doña Pepita, que, además de ser una chica bien rancia, es de familia con dinerillo; que si cuentan que se divorcia la hija del Cipriano, porque su marido la trae a malvivir y no se soportan; que si la niña de la Carmen se ha quedado embarazada y los padres no la quieren en la casa porque es una vergüenza quedar encinta sin estar casada… Y todos esos rumores formaban parte de un repertorio amplio donde, desde luego, no todo era verdad, aunque, conociendo bien a la gente, tampoco era difícil diferenciar cuándo se contaba un chisme o cuando algo había ocurrido, porque, a decir verdad, muchas veces la verdad estaba desfigurada y se contaba con adornos, con exageraciones, pero, en muchos casos bien valía decir, como el refrán, que “cuando el río suena, agua lleva”. Ahora se hablaba también del señor cura, pero sin respeto, sin la veneración de otras veces:

 

porque tiene picardía,

el buen cura, como digo,

cuando a la niña la mira

por debajo del ombligo.

 

Hasta Dimas pensó que no siempre tiene por qué ser una buena retórica la forma pretenciosa de expresarse que tienen los intelectuales ni los políticos que salen por el televisor, contando muchas veces cosas que, realmente, no interesan a nadie, después de despedir al barbero y seguir rumbo a casa. Es más, había oficios que requerían de un buen discurso y que nada tenían que ver con las técnicas empleadas por abogados, políticos y conferenciantes, pues, en este caso, se trata de entretener con la mera conversación, de ser ameno, de lograr que el tiempo pase rápido y de manera entretenida, como lo sabían hacer Luís, el dueño de la barbería, y Jorge, que, desde hacía años, mantenía la plaza de taxista en la población. Porque, muchas veces, vale más la charla distendida y alegre que esos discursos sentenciosos que se prolongan hasta llevarnos al aburrimiento. Seguro que ellos sabían mejor que nadie quién era el autor de las coplillas, aunque, por lo pronto, don Bartolomé, que no era persona malintencionada, prefería no entrar en suposiciones.

–De todos modos –todavía se atrevía a decir alguno, sin acogerse a cobardías del anonimato, que para estos casos es lo más frecuente–, tampoco es tan grave, si se tiene en cuenta quién es la chiquilla, que se las trae, pero lo cierto es que nos había engañado a todos con esa santidad, esas maneras y esa forma de vender una virtud y una devoción que no son posibles.

Y estas palabras no podían ser justas, de ninguna manera, no ya porque don Bartolomé, en su rectitud, hubiese sido siempre hombre tolerante con los pecados probados ante todos, que, si bien cumplía con su deber al perdonar, jamás lo hizo a regañadientes, sino que las acusaciones que se hacían contra la muchacha y contra el párroco eran algo no demostrado. Cosa distinta es, desde luego, que cada cura, en su dialógica interna (todo monólogo es, en realidad, un diálogo con uno mismo), discute con Dios a través de su conciencia (si se parte del hecho dudoso de que Dios exista, como es natural), y, en este punto, lo que uno quiera esconder ante Dios, como mínimo, no lo puede esconder de manera fácil ante sí mismo: sabía que había obrado mal,

 

porque el cura picantón,

como canta el estribillo,

enseñándole el colgajo,

se mostraba decidido.

 

Y, porque la madre de todos los vicios es, más que la ociosidad, el deseo, don Bartolomé dejó de escudarse en el exceso de trabajo que existe en todas las parroquias y sucumbió a la extraña y perversa caridad de consolar a una joven desterrada de su ámbito por el novio y la familia, secreto que ninguno de ellos, amantes a deshora, contaron nunca a nadie, pero que suponía una mancha que jamás podrían esconder ante su propio espíritu. De hecho, los sentimientos cristianos son retorcidos en lo que se supone una religión del perdón, una fe de perdón hacia lo externo que, de manera más compleja, supone la tortuosa senda de alcanzar a perdonarse a uno mismo donde a uno mismo todavía Dios, si existiera (don Bartolomé seguramente creería que sí) ya nos habría perdonado de antemano, precisamente, porque

 

como Dios nos manda amar,

por dar amor ha venido

el cura a las buenas  mozas

de los villares vecinos.

 

Es más, necesitado de perdón, el espíritu cristiano cae en todas las contradicciones posibles, queriendo un arrepentimiento que no llega, buscando un arrepentimiento tan falso como esperar ese perdón que se imagina imposible y al mismo tiempo seguir aspirando a los deleites más pecaminosos, como cuando Marta, la joven Marta, con toda su salud y su frescura se asomaba, con los primeros resplandores de aquella primavera clara, a la ventana del salón, enseñando, por debajo de la falda, el color translúcido de sus braguitas, oscuras y ajustadas como la llamada del pecado, un pecado que suponía el dolor de una condena terrible y al tiempo una condena irrenunciable.

En efecto, don Bartolomé miraba el gris de los densos nubarrones que galopan la altura algunas veces, ese gris amenazante que nos habla de la lluvia repentina que nos hace guarecernos, un gris que se refleja en el agua de los charcos y los regueros que, como un espejo, miran las alturas y saben que ese gris es un gris doliente, un gris que nos habla también de nosotros mismos, de nuestros pecados, abriendo la puerta de todas las perdiciones y de todas las condenas, el deseo de expiación, el eterno martirio de quienes no alcanzarían nunca una redención, porque no hay redención que se ofrezca si el hombre no está conciliado con sus deseos y sucumbe a la desazón de amar, contrariando un deber impensable, insoportable y terrible en la desazón de estar perdido, soñando aquellos senos soberanos que las yemas de sus dedos pudieron palpar, imaginando aquellas caderas ofrecidas y el pórtico abierto del sagrado templo que se regaló al gran protector de la bayadera abandonada por el mundo.

–¡Ay de mí, Señor! –se dijo, no sin cierto aire de resignación, mirando en lo alto el crucifijo donde estaba representado un Cristo de mirar severo. Porque, en su voluntad de arrepentirse, nacía otra vez el deseo de amasarla en sus brazos, de acariciarla y volver a conocerla como ya la había conocido.

Extraños sentimientos para un ministro de la Santa Madre Iglesia.

 

2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Los grises de los negros nubarrones”
“RELATOS SIN ANÉCDOTA”

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