miércoles, 13 de julio de 2016

Pizzicato polka



José Ramón Muñiz Álvarez
“LOS CHARCOS DE LA NIÑEZ O EL ROMANCERO DE LA LLUVIA
(Impresiones melancólicas de días
remotos en que un  joven,
casi un niño, miraba, desde el ventanal, la lluvia
repentina)



Eine kleine “Pizzicato polka”


       La lluvia, aunque cuando llueva no se pueda salir a jugar a la calle, y aunque las madres no dejen nunca a sus hijos jugar con los charcos, es siempre alegre para los niños, que la reciben con la misma dicha con la que ven el crepitar de las llamas en el interior de la chimenea y el vuelo de las mariposas nocturnas que se han colado en la cocina de la casa de la abuela.
Los adultos, en cambio, parecen odiar esas tardes de lluvia que se prolongan y que nos hablan de nuestros sentimientos, de nuestras melancolías y de las diversas subjetividades que tantas veces se nos antojan, y yo, que soy adulto, recupero algunas horas de niñez, algunas horas de aquellas tardes en que salía a jugar a la calle con el chubasquero.
–¡Dichosa lluvia –dice Aurora, que viene de la misa, a la que acude siempre tarde–, si parece que va a ser el diluvio universal!
–¡Habráse visto –exclama Marcos, que sigue camino con su paraguas abierto–, si el agua arroya por encima de la acera!
La lluvia resulta hermosa y prometedora a la mirada a través del cristal y es ritual ver la lluvia incluso en los días de verano, cuando, a causa del mal tiempo, uno se amarga más de la cuenta, enfadándose casi, porque no es posible ir a asar salchichas a la fuente del pequeño bosquezuelo ni se puede bajar a los pedreros, saltando de roca en roca, a mariscar, como otras veces.
Esos días de lluvia, días tristes, desde luego, para los mayores, tienen su gracia sugerente que nos lleva a la poesía y a la reflexión:


La lluvia vino en silencio,
y, en su descenso, sin gracia,
herir pudo los cristales
de los colores del alba.
La lluvia en silencio vino,
que, sin gracia, descendía
jugando a herir las ventanas
de los colores del día.


La lluvia, aunque cuando llegue el otoño los árboles se desprendan del follaje, y aunque las horas de playa se resuman en un eco de nostalgia, es hermosa para los escolares, que la sienten con la misma veneración con la que, en primavera, escuchan el canto del cuco y el sonido de los grillos en los campos y en las colinas, acompasándose bajo la luna amarillenta.
Los mayores, sin embargo, detestan esos momentos lluviosos que se alargan y que nos recuerdan lo que somos en esencia, nuestros sentimientos y, quizás, las más extrañas impresiones que hemos experimentado, y, justamente ahora, ya mayor, siento que la infancia revive, recuerdo el misterio de las gotas de lluvia, como una polca en “pizzicati”.
–¡Quién lo dijera –se sorprende Pedro, que se entretiene arreglando muebles en el desván–, si parece que se hunde el techo!
–¡No me lo creo –dice la carnicera, que ve a los clientes asustados con la que cae–, si a alguna le tendré que dejar el paraguas!
La lluvia se hace bella y nos hechiza si vemos como corre, alegre, por esos ventanales, convirtiéndose en granizo sin falta de que sea invierno, para permitir ese ritual mágico y pagano de mirarla con cierto enojo, en el estío, porque uno quería un día de playa o poder subir, como otros días, a los abrevaderos que están más allá de la estación.
Los días lluviosos, de alguna forma, prometen, por más que no gusten a los viejos, pero permiten que los jóvenes discurran líricamente:


La lluvia vino en silencio,
y, en su descenso, callada,
romper los colores quiso
que abrazaba la mañana.
La lluvia en silencio vino,
al tiempo que repetía
sus cantos, callados siempre
donde el alba se encendía.


La lluvia, aunque resulte fastidiosa una tarde de sábado, y aunque no se pueda ir a jugar al balón a la explanada, es siempre poesía para los muchachos del barrio, que la bendicen con ese mismo afecto con el que ven las espumas de las olas en los días de temporal y las primeras floraciones cuando, ya en abril, las malezas se ven inundadas de las flores más diversas.
Los viejos, al contrario, lamentan el milagro de la lluvia que se desploma sobre nosotros y que nos deja una caricia, un beso en el rostro, si no son las sensaciones más dulces con las que puede seducirnos, y, tras los años que se fueron, siento de nuevo esos días, viene a mi mente el espíritu de tardes que corrieron como las hojas de los árboles al suelo.
–¡Qué chubasco –se asusta Eusebio el del kiosco, que va ya para los ochenta–, si nunca vi llover de este modo!
–¡Imposible –se indigna Laurita, que se asoma al balcón pintado de verde de la vieja casona–, si parecía que iba a estar bueno!
Y parece que va a ser el diluvio universal, que se va a hundir el techo, que la gente necesita paraguas, que los viejos nunca vieron llover de ese modo y que, de mañana, el cielo estaba despejado, pero son estas las cosas que se dicen siempre, porque, llueva más o menos, siempre se dice que nunca se vio llover así, siempre se sorprende uno de la misma lluvia.
Lo cierto es que esa lluvia constante que no quiere cesar y que nos habla de nosotros nos lleva siempre a los bellos pasajes del romancero:


La lluvia vino sin voces,
y, en su descenso, cuajaban
los caprichos del granizo
que, dichoso, madrugaba.
La lluvia en silencio vino,
y, escuchándola, moría
la llama del alba clara
que con la brisa suspira.


Dejadme que os agradezca, si es que vuestro espíritu es sensible al canto del agua, cuando quiere llover, y que entendáis lo que ya en la infancia albergaba el pecho de un mozuelo que sabía deleitarse con lo poco, o lo mucho, que puede darnos la naturaleza, si las gotas, atrevidas, casi a la conquista, en forma de granizo a veces, rompen sobre el asfalto.
Pero no todos los días son días de lluvia, que los hay de sol y de tardes calurosas, esos días secos que lucen un cielo azul y despejado como lo es el cielo de las dos Castillas, que son lugares secos y que, durante el verano, saben poco de las aguas que caen de la altura, y, precisamente porque no todos los días son de lluvia, es momento de aprovechar este.
–¡Pues no para! –se lamenta el párroco, porque ya salen de la misa, después de vestir de paisano, que es lo que hacen ahora.
–¡Menudo día! –escucho decir a mi madre, que pasa justo ahora, después de que oyera yo la llave en la cerradura.
El caer del agua tiene algo de poético, tiene algo de poético la queja absurda de la gente que se queja, tiene algo de poético el absurdo de quejarse porque no deje de llover, y hay un encanto grato en la contemplación de la mañana gris, de la tarde gris, del cristal empapado y los paraguas abiertos vistos desde la altura, desde un cuarto piso.
La lluvia se ha hecho señora, se ha adueñado y gobierna ya nuestros adentros, que, al compás, siguen su romance:


La lluvia vino sin prisas,
y, en su descenso, callaba
la voz del agua en el suelo
que en los cristales sonaba.
La lluvia alcanzó los suelos
y, lentamente, decía
el color de los ocasos,
porque la tarde moría.


La lluvia es espadera muchas veces, juega con sonidos extraños, metálicos, hace sus torneos en las contraventanas de las casas y enreda en las persianas durante la noche, como el caballero valiente que quiere salvar a la princesa de los doscientos dragones que cierran el paso de esa gruta inhóspita del sueño que no quiere alcanzarnos, mientras abrazamos la almohada.
Y queda poco para la noche, una noche sin cielos despejados, una noche oscura y sin estrellas, o, por mejor decir, visto desde la ventana a la que me asomo, de brillos y claridades, porque la lluvia refleja el color de las farolas de la calle y todo, a pesar de las nubes que esconden los astros, al amor de una luz artificial, toma más color dentro de la localidad.
–¡El camión de la basura! –dice Paco, que saca del bar al contenedor todo lo que no quiere dentro del local.
–¡El patatero! –se le oía decir a su padre en aquellos tiempos posteriores a la guerra, antes de que la familia prosperase.
Pero, con el pijama ya puesto, acabo de acostarme, y recuerdo los días de fumador en que no solía irme a la cama sin ese placentero cigarro que despide el día, mientras, moviendo las hojas de una novela, de pronto, en una línea, el autor, tal vez un insolvente literario, describe el gesto de un marinero con su pipa de manera absurda.
Leer es buena cosa para dormir, para entretenerse, para olvidar la televisión, pero también es bello escuchar la lluvia:


La lluvia canta romances
cuando, a la espera del alba,
viste, mezquina, la noche
el misterio de su capa.
La lluvia canta romances
y, esperando el nuevo día,
lleva ceñida la noche
su más oscura camisa.


La lluvia invita a quedarse en casa por las tardes y por las noches, a pasar las mañanas en las cafeterías, conversando con conocidos a medias, porque, siendo enseñante, todavía tiene uno los sábados y domingos de descanso, además del verano, las navidades y la Semana Santa, por lo que uno está ocioso desde el comienzo del día.
La lluvia invita a encerrarse en casa por el día y por la noche, y, aunque apetece ponerla más alta y molesta a los vecinos, es agradable la música vienesa para pasar esos ratos de pavoroso tedio en que no tiene uno un libro decente ni algo que pueda ser útil, y así, descubro alegremente, de casualidad, la comunión de una polca de Strauss y el sonido de la lluvia.
–¡Siempre tienes las mismas ocurrencias! –me ha de reprochar algún amigo porque me conoce.
–¡Todo lo tuyo va por ahí! –me dirá también alguno que no es amigo y precisamente porque no me conoce.
En efecto, la cuerda pellizcada del violín, eso que los italianos llaman un “pizzicato”, recuerda la caída de las gotas de lluvia en los cristales, a veces en el agua callada y misteriosa de un estanque, porque yo he visto llover en los estanques y he soñado, como Mahler, melodías que lo describen, aunque no sepa anotarlo en una partitura.
De niño me entretenía con la lluvia y leía romances como el del conde Olinos, pero el romancero sigue:


Quiere la lluvia cantarme,
puesto que la lluvia canta,
sus preciosos romanceros
con los sonidos del agua.
Quiere cantarme la lluvia,
puesto que la lluvia afina,
sus preciosos romancero
desde la ventana fría.


He apagado la luz y no sé tampoco en lo que pensar, si bien todo el que busca descanso tarda en hallarlo, porque es normal, antes de quedarse dormido, que el cerebro, que no puede frenar sus inquietudes, se lance a la aventura y se pierda por lo profundo, como le ocurrió, por ejemplo, a Jaspers, al expresar cómo lo racional no lo alcanza todo.
Jaspers no es un autor que me interese especialmente, pero he llegado, tal vez sin quererlo, a pensar mucho en él y en sus ideas, y, mientras llueve, mientras la oscuridad toma la alcoba donde intento dormir, porque no duermo, pienso en este escritor al que no leo, y me río de la circunstancia de que lo llamasen en alemán bueno, porque Heidegger no era como él.
–Hay ocasiones en que se acude a la religión porque el raciocinio se agota y no es viable –enseña Jaspers.
–¡Pero este sabio, en la soledad del bosque, no se ha enterado de que Dios ha muerto! –oigo a Zarathustra en mi cabeza.
Resulta muy extraño buscar el sueño y encontrarse con imágenes de lo que uno estudia y lee por el día, pero a la luz de una nueva realidad, como si de golpe los símbolos y las metáforas se vivificasen, como si de repente fuese posible caminar por las calles de Viena y acudir a la consulta del doctor Sigmund Freud y codearse con sus locos.
Y es que queda mucha noche, y, a la espera de que madrugue Olinos la mañana de San Juan (no es víspera), la lluvia canta:


Quiere la lluvia encenderse,
y los romances declama,
recitando en el cristal
y llamando a la ventana.
Quiere la lluvia ser bella,
y los romances recita,
que en el cristal da sus golpes
mientras entona sus rimas.


Y, porque el ánimo es de poeta, y cuando lo que a uno le gusta es escribir lo que debe hacer es aprovechar los momentos de inspiración, sin saber si estoy despierto o estoy soñando, ya voy anotando esto que lees en unas cuartillas blancas que tenía en el cajón del escritorio de mi habitación, pues no conviene encender el ordenador a estas horas.
Después de haber releído algunas líneas dudo si tendrá valor, porque eso del valor y de los númenes literarios es una cosa muy elástica y el que se mete a escritor se sumerge también en un baño de dudas, no ya al tener que elegir una palabra, sino ante la responsabilidad de decidir si un texto es digno (si fuéramos muy responsables no habría literatura).
–Un poco de humildad nos vendría bien a todos –querrá decirme, y con razón, alguno de los que lean esto.
–Un poco de humildad nos vendría muy bien a todos, pero solo un poco, a decir verdad –he de responderos.
La modestia es un tópico literario del que se vale mucho Cervantes, y los que no somos tan grandes no podemos permitirnos el lujo de ser tan modestos, porque el tuvo oficio más digno al escribir las aventuras de su célebre hidalgo y otros somos tan intrascendentes que llenamos páginas hablando simplemente de la lluvia y los deleites que propone.
Entre tanto, porque parece que ha dejado de llover, quiero afinar el oído y suenan algunas gotas que caen del tendal de arriba:


Quiere la lluvia callarse,
y, pues lo quiere, se calla,
que no ha de hablar a la fuerza
esa lluvia que se apaga.
Quiere la lluvia callarse,
y, pues olvida sus rimas,
de la lluvia queda un eco
por las calladas esquinas.


Entre tanto, llega el momento de despedirnos, porque el descanso es necesario y ahora sí que quiero reconciliarme con la almohada y perderme en un mundo de sueños, dejándome llevar qué sé yo a qué lugares escondidos en lo profundo, en el mundo de los sueños, donde están esos paisajes de los que se forma la poesía y donde está la clave de todo.
O tal vez no, porque lo profundo y los sueños no son reflejo de nada concreto, y hasta la poesía y las emociones humanas de nuestra vida consciente tienen mayor entidad, mayor exactitud y mayor previsibilidad que ese extraño mundo caótico de imágenes alocadas y desordenadas entre las que se siente uno perdido, dejado hacia la nada, arrojado al desorden
–Eso es porque hay que ordenar los pensamientos de vez en cuando, para higienizar la mente –se me dice.
–Tal vez debieras ir a un psicoanalista, o mejor comprar la guía de CAMPSA –querrá burlarse algún listillo.
Por mi parte, a punto de acostarme ya, espero que me dejéis retirarme a los aposentos oníricos en desorden y que sepáis también respetar el descanso que merezco, aunque no sea por las líneas que os dedico, y que no me sacarán de pobre, porque escribir no da dinero y porque esto se hace por un gusto personal o, simplemente, no se hace.
Ahora es cuando vosotros tenéis la palabra para continuar con el romance de la lluvia y con su polca melódica.


2016 © José Ramón Muñiz Álvarez

No hay comentarios:

Publicar un comentario