Me gusta ver
los altos precipicios que miran hacia el puerto y que descubren las olas
moribundas que se acercan. Acaso las gaviotas alborotan, dichosas en el aire,
y, en los muelles las lanchas buscan un embarcadero. No siempre los pesqueros
se distinguen en ese ponto lleno de fiereza, si el viento quiere acaso
despeinarlo.
Me gusta ver
la luz de los ocasos filtrarse de lo lejos, despidiéndose, diciendo en un
lenguaje melancólico que todo ha de acabarse cuando toca. Y quiero ver los
brillos que desprenden los campos que mojaron viejas lluvias en horas de
tristezas y nostalgias. La luz de los crepúsculos en ellas es algo que tal vez
nos purifica, mientras la noche envuelve los cordales.
Me gusta describir
las alboradas que nacen lentamente en lo lejano, dejando sus colores en el
aire: las luces, que desbordan en el cielo la línea que dibuja el horizonte, me
llena muchas veces de alegría; a veces sueño que un pincel bermejo dirige la
manada de los brillos, con un aliento limpio en el vacío.
Me gusta
acariciar también los pechos de la mujer que, abierta ya la blusa, contempla el
cielo azul y ve las nubes, cargadas otras veces con tormentas. El tacto de sus
senos es hermoso, tumbados en la hierba y a la orilla del cauce del arrollo que
murmura. Querrá el otoño darnos sus imperios, como hizo la pasada primavera,
bordando un lecho mágico de flores.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
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