I
Detrás
de los polígonos,
las
luces del crepúsculo
contemplan
a los coches que discurren
por
viejas autovías, que se escapan,
que
buscan las ciudades dormitorio,
perdiéndose,
alejándose
por
esas avenidas
que
sueñan, entre luces de farolas,
los
brillos del aliento malherido
de
escarchas que bordaron las heladas.
Detrás
de los polígonos,
las
luces del crepúsculo
subrayan
la miseria de las urbes,
también
las zonas bellas, esas calles
hermosas,
cuyos parques y arboledas
se
esconden, tras el muro,
al
tiempo que los cielos
enseñan
las estrellas que, en la altura,
contemplan
el asfalto ennegrecido
que
pisan, sin respeto, los neumáticos.
Detrás
de los polígonos,
las
luces del crepúsculo
compiten
con los brillos de las luces
de
tanta propaganda como quieren
las
gentes dedicadas al comercio,
pues
todos los negocios
parecen
empeñados
en
blancas navidades que no existen,
en esa
espiritualidad artificiosa
que
poco tiene ya de religiosa.
Detrás
de los polígonos,
las
luces del crepúsculo
esperan,
entre gritos y bullicio,
las
horas de descanso en que esa vida
que
sigue con las prisas y alborotos
se
torne en el sosiego
que
piden esas horas
profundas
de la noche, si es que el mundo
descansa,
cuando todos se recogen
y
tornan a la paz de sus hogares.
Detrás
de los polígonos,
las
luces del crepúsculo
verán
al camarero, un hombre joven
que
deja la jornada fatigado,
y al
viejo oficinista, cuyo traje
esconde
en el abrigo,
al
tiempo que camina
con
calma por la acera hasta el vehículo,
cubriéndose,
tal vez, con el paraguas,
si
acaso es que la lluvia lo sorprende.
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