martes, 2 de agosto de 2016

VII




VII

La llama del crepúsculo
y el alba que regresa
nos hablan, con el oro entre las manos,
mirándonos tal vez desde la altura
del ancho firmamento del invierno,
y entiendo que diciembre
se torna melancólico,
gritando su tristeza y su penuria,
exento de ese brillo de alegría
que tiene el aguacero algunas veces.

La leche y el café
comienzan la mañana
sabiendo de las cumbres que se advierten
nevadas tras las grandes cristaleras
que miran el paisaje en la oficina,
pues pueden enseñarnos,
con algo de cinismo,
el brillo encantador de los jardines,
la nieve en esas cumbres alejadas,
el beso de la lluvia en el asfalto.

El mundo, en todo caso,
promete el amorío
que nunca alcanzaremos más que en sueños,
si vemos que las nubes corren siempre
siguiendo el mismo rumbo, pues su rumbo
las hace ir a lugares
extraños y azarosos
en los que, peregrinas, se deshacen,
si no es que mueren ya, cuando desaguan
sus aguas agitadas en torrente.

Pues suele ser la lluvia
amiga de los campos,
amiga de los montes y los bosques,
amiga de las calles solitarias
que esperan que la voz de la llovizna
las diga la poesía
que vuelve melancólicos
a todos los que siguen su camino,
a todos los que sirven su rutina,
a todos los que vuelven a sus casas.

Y lluvias y tristezas,
escarchas y granizos,
susurran los secretos que ignoramos,
aquellos que hacen bellos los inviernos,
dejando atrás el frío insoportable,
el soplo insoportable
del aire insoportable
que hiela un viento cruel que, insoportable,
se torna insoportable con las gentes,
volando, insoportable, las alturas.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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