martes, 2 de agosto de 2016

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Detrás de los polígonos,
las luces del crepúsculo
ignoran la verdad de lo que somos,
ignoran la verdad de lo que fuimos
y aquello que nos trajo a las ciudades,
echados con violencia
por raras ambiciones
que quieren que lloremos la miseria
de ver atrás los años más idílicos,
dejados en los montes y colinas.

Detrás de los polígonos,
las luces del crepúsculo
nos hacen comprender que somos poco,
que no tenemos más de lo que siempre
tuvimos en las villas y los pueblos,
pues siempre se hace triste
vivir en las ciudades,
dejando los rincones entrañables
que saben del recuerdo de esos días
de dicha abandonada en otro tiempo.

Detrás de los polígonos,
las luces del crepúsculo
nos dictan esas órdenes tremendas,
gritadas como voces de un sargento,
un cabo, un coronel de gesto extraño,
que mira con enojo,
que sabe reprimirnos
e impone los horarios y las prisas
a las que nos ataron, con dureza,
igual que a los esclavos de un imperio.

Detrás de los polígonos,
las luces del crepúsculo
nos dicen que paguemos, resignados,
el precio por la vida en las ciudades,
los altos alquileres, hipotecas
y deudas sorprendentes
por antros tan incómodos
que no lo entiende nadie, pero todos
cayeron en la trampa y se lanzaron
igual que caen los ciegos a una fosa.

Detrás de los polígonos,
las luces del crepúsculo
nos hablan de la vida transcurrida
y saben advertirnos que la muerte
espera por igual en las ciudades,
pues siempre los ocasos
nos hablan del destino,
y no puede pedirse a los crepúsculos
que traen la noche triste a las ciudades
que olviden que son sombra de la muerte.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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