martes, 2 de agosto de 2016

VIII




VIII

El ruido de la lluvia
que llega a los cristales,
quizás como un regalo que esperábamos,
nos trae, tras el otoño, la esperanza
que habrá de devolvernos a las villas
que vieron nuestra marcha,
y, entonces, de regreso,
no somos los que fuimos otras veces,
y aquello que fue causa de alegría
nos llena de nostalgias melancólicas.

Volvemos al villorrio
querido y denostado
por gentes que se fueron a otras zonas,
buscando los dineros del empleo
que nace en las ciudades y nos llena
de dichas aparentes,
distintas a ese espíritu
feliz de aquellas gentes del antaño,
labriegos, campesinos y pastores
que no tuvieron grandes ambiciones.

Volvemos al villorrio,
la tierra prometida
en estos meses tristes en que fuimos
amantes de las urbes y sus voces,
el raro griterío de sus calles,
dejándonos matar
por esas suciedades
que siempre se respiran donde anida
un aire de hospital, un aire enfermo
por esa polución que nos maldice.

Un algo se ha perdido,
dejando, para siempre,
estampas de los años que se fugan
y no retornarán a nuestra vida,
quedando siempre atrás, como el aroma,
o acaso los sabores
del pan hecho en el horno
que nunca comeremos, pues el horno
no existe ya en la casa de la abuela
que supo hacer el pan en esos años.

Un algo se ha perdido,
y, entonces, ese hielo
parece ser más fuerte, más terrible,
llenando cada noche, en esa casa,
de raras sensaciones, pues el frío,
su hielo, se apodera
del cuarto en el que duermen
los raros visitantes que regresan
sin ser los que solían, pues sus nombres
esconden que son gente que ha cambiado.



2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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