II
Y
suenan, en las calles,
acaso
las sirenas,
pues
llega, con apuro, la ambulancia,
y
miran los curiosos que, acercándose,
se
enteran, motivados por el morbo,
de
gente accidentada,
de
raros atropellos
que
exigen la presencia de un agente
que
calma a todo el mundo y los dispersa,
que
pide que circulen, que prosigan.
Y
miles de indigentes
que encuentran
callejones
en que
esquivar el beso de la helada
que
llega con la noche a los jardines
donde
las flores mueren por el frío,
y
buscan los periódicos
que
puedan abrigarlos
allí
donde las sábanas y mantas
no
existen y la cama está en un suelo
formado
de cemento en plena acera.
Y
algunas protitutas
que
esperan a la entrada
del
cine, pues los bares van cerrando,
y
cierran los casinos y los bingos,
y
gentes con instinto insatisfecho
pretenden
esa dicha
que no
alcanzarán nunca,
si no
tienen amor en sus hogares
y no
son suficientes, en sus ánimos,
para
esa soledad en que se pierden.
Y el
velo de las sombras
que
llena de artificio
las calles
alumbradas por anuncios
y el
brillo de carteles luminosos,
al
tiempo que los últimos tenderos,
quizás
un restaurante,
apagan
esas luces
y van
a descansar tras la jornada,
pues
es agotador tanto trabajo,
llegando
ya a rozar la medianoche.
Y el
beso de la aurora
que
habrá de retornar,
que
habrá de despertarse en lo lejano,
mostrando
los colores levemente
en esa
ciudad gris y de tristezas
que
vive sin consuelo
las
horas aburridas
que
escapan de su mano, que se fugan
en tardes
semejantes, en instantes
que
mueren sin tener mayor poesía.
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