I
“No puede retrasarse
la luz de la mañana
–le oyeron murmurar en la cubierta
los viejos marineros del pesquero,
cansados de los días de trabajo–,
pues ya parecen verse
los brillos encendidos
que rompen donde calla el horizonte
miserias de los buques de otros siglos
que yacen en el fondo del océano.
II
Ni pueden demorarse
sus brillos, sus colores
–les dijo a sus amigos en la popa,
al ver sus rostros, llenos de cansancio,
rendidos de fatiga, tras los días–,
pues ya se ven las luces
que quiebran, con sus rayos,
los besos mortecinos de la noche
que tiene que acabar, que ya se muere,
dejando despejado el cielo puro.
III
Al fin se ve la llama
que corre las alturas
–les vino a repetir, sintiendo el aire
helado del invierno sobre el rostro,
su gesto endurecido con el hombre–,
pues ya se nos antojan
sus llamas y sus brasas
como un regalo hermoso que la vida
nos hace, cuando rompe, en lo lejano,
venciendo los castillos de la nada.
IV
Y vuelan las gaviotas
que corren por el cielo
–se dijo para sí, como en voz baja,
subiendo al puente, rápido y alegre,
igual que los muchachos de otras
épocas–,
pues miran sus colores,
sus oros, sus azules,
acaso los destellos que dibujan,
cruzando el aire todo, bellas yeguas
que encienden, con su paso, la mañana.
V
Y pueden observarse
reflejos en los mares,
–le dijo al capitán, hombre de barba
con gesto de hombre rudo y peligroso,
igual que los corsarios de los libros–,
pues suelen distinguirse
a veces los destellos
que el sol quiere, formando su camino,
hiriendo el dorso claro de las olas
que mueren en las playas alejadas.”
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
"El niño que compró una bicicleta"
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