VI
Y
vuelan las palomas
no
lejos de las torres
que
ascienden, ante el pórtico de piedra,
que
luce la basílica, intentando
rozar
el cielo mismo, el alto cielo,
el
cielo que nos mira
comprando
los periódicos,
los
casos más extraños, esos casos
que
traen los titulares atractivos
que no
creyó la gente inteligente.
Diciembre llegó triste.
Diciembre llegó triste
y fue tiempo de heladas y de
escarchas
que suelen, con el soplo de la brisa,
hacernos más difícil el camino,
camino del trabajo,
un lunes gris, un lunes
de llantos celestiales, de lloviznas
que suelen hacer triste cada calle,
llenando de amargura los rincones.
Entonces recordamos
los días de colegio,
los días en que, yendo al instituto,
la lluvia nos mojaba, nos rozaba
con esa suavidad que tienen siempre
las gotas que descienden
del cielo encapotado,
manchado por el negro de las nubes
que vienen preludiando la tormenta,
quizás ese momento de granizo
que llena de alegría a los más
jóvenes.
Pues hay romanticismo
en esas tempestades
que dejan el granizo en las aceras
y llenan cada calle con las nieves
que dejan la ilusión en los adentros
callados del espíritu,
pues sabe que esa magia
llegada de la altura de los cielos
es un regalo digno para el niño
que vive en lo interior de nuestra
esencia.
Y, sin matar al niño
que vive con nosotros,
el niño que ya fuimos otras veces
y que seguimos siendo, sin saberlo,
nos gusta ver la nieve por las
calles,
nos gusta ese granizo
que se derrite rápido,
que muere repentino donde mueren
la voz de la mañana y de la tarde,
acaso la quimera del crepúsculo.
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