V
El
nuevo amanecer
revela
su tristeza
en
esas caras serias y aburridas
de
gentes que, acudiendo a su trabajo,
parecen
tensionadas, estresadas,
pues
viven temerosas,
quizás
esclavizadas
por
jefes exigentes que manejan
lenguajes
inhumanos que destrozan
al
hombre, convirtiéndolo en un número.
Son
gentes que no ignoran
que
existe la poesía,
que
vive la poesía en los jardines,
que
habita en cada flor, en cada hayedo,
tal
vez en esas piedras de la iglesia
que
lleva contemplando
la
vida varios siglos,
quizás
una decena, si es que pudo
fundarla
algún monarca en esos tiempos
de
guerras a caballo con espada.
Son
gentes que amarían
quizás
el suelo urbano,
la
vida pueblerina en que nacieron,
el
pueblo del abuelo y de los padres
que
quedan en el pueblo para siempre,
unidos
a su mundo,
pegados
a sus ritmos,
acaso
a las costumbres ancestrales
que
pueden conocer los que han vivido
ajenos
al afán y a los bullicios.
Son gentes
que suspiran
al ver
que los inviernos
discurren
lentamente, sin apuro,
negando
el sol, la luz y la belleza
que
encienden corazones y que animan
la
vida en cada pecho
pues
siempre son capaces
de
darle pinceladas de alegría
al
mundo triste y gris en que vivimos,
dejados
a rutinas horrorosas.
Son
gentes que comprenden
que el
brillo en las alturas
quizás
es un pretexto indiscutible
que
ordena la asistencia a ese trabajo
que
quieren todos y odian en el fondo,
pues
nadie quiere hallarse
sumido
en ese tedio
de la
ciudad violenta en que los coches
encienden
ese tráfico agitado
que
nunca desemboca en parte alguna.
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