IX
Y el pueblo es esa ruina
dejada al abandono,
dejada, abandonada a la condena
que pudo, traicionero, nuestro
instinto,
dejar sobre las casas del pasado,
los muros que contienen
la infancia que tuvimos,
la infancia que nos dieron, aunque
pobre,
quizás esa niñez que recordamos,
perdida para siempre y para nunca.
Y sé que en esa ruina
dejada al abandono,
aguardan los recuerdos de otros
tiempos,
pues quieren revivir en la memoria
los frutos descarnados de un pasado
que fue feliz sin duda,
que puso ser dichoso,
que fue dichoso y grande, pues, con
todo,
gozamos de la suerte que no tienen
las gentes enterradas en las urbes.
Y pienso que las urbes
parecen, muchas veces,
extraños termiteros donde el hombre
parece reducido de tamaño,
tal vez el hormiguero en el que
siempre
se ve la actividad
alegre y repentina
de gentes que se van, gentes que
corren,
buscando algo que hacer en su
incesante
buscar y producir nuevos inventos.
Y miro en lo lejano
del tiempo que nos toca,
y siento que ese mundo de las urbes
es grande pero falso, es inauténtico,
carente de verdad, falto de vida
que pueda bendecirse,
decirse deliciosa,
pues falta la poesía de los fresnos,
del roble y del aliso, del castaño
que ofrece el fruto bello cada otoño.
Después de todo, vivo
en urbes donde siempre
los coches se aceleran y las calles
las llenan esas masas que, decrépitas,
se lanzan con apuro a ese vacío
que no tiene remedio,
que no tiene razón,
carente de sentido, pues la lógica
no dijo que tomásemos el aire
como si se agotara nuestro mundo.
2015 © José Ramón Muñiz Álvarez
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