I
No lejos del concejo
No lejos del concejo
tenemos una
charca,
y es fácil
acercarse
por esas
carreteras
que cruzan, entre
montes, los rincones
que pueblan viejos
árboles callados
en ese sueño
triste del otoño.
La charca nos
hechiza
por ser el
santuario
que suelen
visitar,
en viajes
migratorios,
las garzas y
azulones, cuando corren
alegres los
espacios de los cielos
y buscan los
lugares más extraños.
La charca
silenciosa
nos deja ver sus
aguas,
calladas a la
orilla,
donde los altos
juncos
ocultan la visión,
en ciertos tramos,
y donde el alga
verde va extendiendo
su feudo y su
poder sobre las aguas.
Las gentes de la
zona,
queriendo darle
vida,
probaron a echar
carpas,
y el reino
solitario
de ranas y de
sapos vagabundos
dejó que se
adueñaran los cangrejos
de todo el
territorio del estanque.
La pesca no es
difícil:
un trozo de pan
duro,
la miga, si es el
caso,
parece suficiente,
y, echando sobre
el agua los reteles,
hundimos cada miga
en lo profundo,
dejando que los
peces se confíen.
Tampoco es complicado
pescarlos con la
caña,
dejándolos nadar
en un caldero
grande,
pues suelen
precisar de mucho oxígeno,
y es bueno
mantenerlos, de regreso,
para admirar su
nado en la pecera.
También quiere el
verano
que muere
melancólico
hacernos el regalo
de hallar entre la
hierba
las más hermosas
muestras de la vida
que suele haber a
veces en los prados
(cigarras,
saltamontes y otros bichos).
Los grillos ya no
cantan,
como hacen, cuando
toca,
si enciende sus
colores
la primavera clara
y escucha la
arboleda a los cuclillos
que saben
encender, con cantos bellos,
pasiones amorosas
en el campo.
La mantis
religiosa
se esconde en el
arbusto,
sabiendo que es
prudente
pasar inadvertida,
pues puede darle
caza a los insectos
que mata en esas
tardes del otoño
que esperan aguaceros
repentinos.
Y, viendo la
libélula
que corre por el
aire,
acaso me imagino
que llega un
helicóptero
que vuela la
callada superficie
del agua de la
charca y las orillas
que saben del
silencio de los juncos.
Por eso, cada
viernes,
es siempre divertido
volver en
bicicleta,
perderse en el
sendero,
dejando, de
momento, los dictados,
las duras
matemáticas, la historia,
los mapas y
lecciones aburridas.
Pues este es el
lugar
donde hallan los
tritones
y alguna
salamandra
reposo, cada
noche,
si buscan las más
densas humedades
que forma, con el
alba, la neblina
o deja, tras su
furia, el aguacero.
II
Se extinguen ya
las voces del verano.
Agosto queda atrás
con su bullicio,
su fuerza, sus
rigores, su alegría,
y, al tiempo que
admiramos el otoño,
las tardes van
menguando ante la noche.
Las playas son ya
cosa del olvido.
Un baño a media
tarde no apetece
si el agua está ya
fría, pero el monte
nos abre sus
paisajes y misterios,
la vida natural
con su hermosura.
Es tiempo de
pedradas y gomeros.
Los niños de otros
barrios quieren guerra,
y acaso la
tendrán, porque nosotros
sabemos
enfrentarnos sin temores,
y, al cabo, solo
son unos gallitos.
Los niños más
pequeños nunca vienen.
Es lógico, pues,
siendo ya mayores,
hacemos nuestras
lanzas con los palos
que hallamos a lo
largo de las sendas
y siempre puede
haber una pedrada.
Por eso las
hermanas siempre sobran.
Ya tienen las
muñecas y las cunas,
y pueden
divertirse con los trastos
y viejos
cacharritos donde ponen
las cosas que
cocinan en sus juegos.
Octubre ve nacer
los champiñones.
Las lluvias del
otoño nunca faltan,
y suelen regar
todos los caminos
que lloran los
dorados del helecho
que muere bajo el
sol de tardes buenas.
Entonces nacen
níscalos hermosos.
También es este
tiempo el del “boletus”,
y salen los
coprinos y lepiotas
entre las hierbas
verdes y malezas
que crecen junto
al bosque de eucaliptos.
A veces, las
ardillas son visibles.
Se pasan
escondidas todo el año,
mas el invierno
obliga y el otoño
las fuerza a
recoger, en abundancia,
los frutos que les
sirven de alimento.
Aquí podemos ver a
los milanos.
Sus vuelos,
siempre vivos, nos cautivan
con esa agilidad
que corta el aire,
cruzando cielos
llenos de belleza
que cubren con sus
nubes estos bosques.
Yo pienso que es
dichoso ese paisaje.
Los juegos se
hacen siempre, entretenidos
hasta que el sol
se pierde entre arboledas,
dejándose llevar a
un horizonte
que sabe que
también nos retiramos.
III
Los
viejos castañares
que
esperan, tras la lluvia,
las
brisas repentinas
que
llegan en otoño,
son
presa del cansancio de los árboles
que
sueñan, sometidos al letargo,
los
sueños del otoño que ya viene.
Sus
densas hojarascas,
caerán,
sin mucha prisa,
perdidas
en la hierba,
dejadas
en el barro
que
ve nacer al fin los champiñones
y
al níscalo, que brota, silencioso,
tal
vez donde también vive el coprino.
Y
suelta sus pinceles
el
eco de la aurora,
que
juega con el lienzo
del
alba que bosteza,
pues
gime temerosa al derramarse,
perdiéndose
en un cielo silencioso
que
quiere confundirla con la noche.
Los
bosques no la miran,
no
advierten su llegada,
como
los valles tristes
que
viven enterrados,
cerrados
por las altas cordilleras
que
muestran en sus cumbres los colores
hermosos,
siempre puros, de las nieves.
El
aire corre libre,
cansado,
pero libre,
con
esa parsimonia
que
quiere la mañana,
pues
tiempo es de volver, desde los pueblos,
por
un sendero gris, a los lugares
que
pide cada oficio en cada pueblo.
Los
viejos pescadores
ya
están en los pesqueros,
buscando
calamares
desde
la madrugada,
y,
al despuntar el alba, sin apuro,
caminan
a la tierra el aldeano
y
al monte los pastores con sus cabras.
Las
zonas solitarias
que
ven los cazadores
que
vienen de visita
las
tardes de domingo,
también
tienen su magia, pues los montes,
los
bosques y los altos son lugares
idóneos
para tales menesteres.
Son
zonas donde es fácil
matar
algún conejo,
y
a veces es posible,
si
aciertan los disparos,
dar
fin al jabalí, que en esas zonas
es
rey, entre los árboles y fauna
que
habitan los rincones escondidos.
También
está la torre,
la
vieja torre gris,
cubierta
por la hiedra,
como
si fuese un árbol
que
aguarda, resignado, su destino,
llegada
la otoñada, pues su aliento
destiñe
el verde hermoso del follaje.
La
torre es el lugar
que
habitan las lechuzas,
desde
donde sus voces
convocan
a fantasmas,
a
brujas y demonios que, violentos,
se
apuran a llegar al aquelarre,
después
de hallar el sol otro crepúsculo.
Y,
hablando de la torre,
las
ruinas de la torre,
las
voces del ocaso,
y
el beso del otoño,
sospecho
que la infancia se irá al aire,
como
esa voz, acaso inadvertida,
que
no perciben muchos cuando suena.
Y
quiero recordar
los
juegos transcurridos,
los
años que se escapan
por
entre las ranuras
que
existen en la mano, entre los dedos,
y
pienso algunas veces que me niega
la
voz de la memoria aquellos días.
IV
Los viernes son
los días más dichosos:
es duro levantarse
tan temprano,
dejando atrás la
sábanas y mantas,
pero es alegre ver
que, en unas horas,
podrá uno verse
libre de deberes.
Septiembre corre
siempre con tristeza.
Después de todo,
llegan esos días,
si no de cielos
grises y de lluvias,
al menos de
silencios y de calmas
que no tuvo el
verano moribundo.
Y empieza, con
septiembre, la rutina:
los niños, poco
amantes del colegio,
quisieran, tras
los meses de verano,
tener más
vacaciones, verse libres
de riñas, de
lecciones y de libros.
La brisa corre
lenta por las calles.
En ellas hay más
niños que caminan
con aire de
cansancio hacia el colegio,
y, al ir en
avanzada, se ve el patio,
y en él toda una
tropa de chiquillos.
Algunos cambian
cromos en el parque.
Los otros van
formando largas filas,
y esperan que el
conserje abra la puerta,
para lanzarse
pronto a los pasillos
de un golpe
repentino, con apuro.
Es tiempo de
plumieres y bolígrafos.
Cuadernos y
libretas, diccionarios,
problemas
aritméticos, lecciones,
dictados y
maldades semejantes
valdrán para
amargarnos la semana.
Los “profes”
tienen reglas para todo.
Nos hacen escribir
y nos gobiernan,
haciéndonos
sentarnos en las sillas
y redactar
trabajos en pupitres,
con letra bella y
buena ortografía.
Pero esta tarde es
todo diferente:
es viernes y los
viernes son distintos,
pues dejan paso al
juego, al tiempo libre,
al goce de mirar,
desde la “bici”,
los campos
solitarios del paisaje.
Los viernes
otoñales son más bellos.
Después de hacer
deberes en el aula,
podremos ir a
casa, donde, alegres,
los niños, acabada
la comida,
nos vamos a la
fuente de la senda.
Y hacer una caseta
es cosa fácil,
pero es preciso
hacerla con cuidado,
buscando
camuflarla entre los árboles,
no sea que lo sepa
el enemigo,
que puede echarla abajo,
si es que ataca.
V
Sabed que los
domingos
carecen de
belleza:
primero está la
misa,
después esos
paseos
que siempre se
prolongan con los padres,
los primos y
parientes, y es preciso
callar y no decir
ni una palabra.
Las dicen los
adultos:
son ellos los que
saben
de cosas de
política
que no nos
interesan,
porque nosotros
somos diferentes
y nadie, a nuestra
edad, pierde su tiempo
con cosas que
aparecen en los diarios.
Y no es quizás la
cosa
más triste del
domingo,
sino esas tardes
largas,
sentados en el
cine,
mirando esas
películas ya viejas
que no queremos
ver y, sin embargo,
parecen ser escape
de ese tedio.
Y el lunes,
nuevamente,
terrible y
miserable,
nos deja en la
rutina
de libro y de
bolígrafo,
de goma y
lapicero, cuando usamos
cuadernos y libretas,
o la tiza
si llama el
profesor a la pizarra.
Por eso yo
prefiero
los viernes y los
sábados,
que son la
libertad
para irse por los
montes,
que son la
libertad para perderse
en bosques donde
brotan los helechos
callados de la
tarde solitaria.
Y hay zonas donde
algunos
sugieren que aun
existen
vestigios de un
pasado
que suena
interesante,
pues quedan
enterrados en las fincas
los restos de los
castros de los celtas
y dólmenes que
encierran sus secretos.
Las torres
medievales
son ruinas del
ayer
que viven el
presente
del modo en que
los boques
disfrutan de ese
sueño que el otoño
les brinda,
desnudándolos, hiriéndolos
con esas
suavidades casi amables.
Y es bello ver las
piedras
que cubren,
lentamente,
las hiedras
empeñadas
en enterrar acaso
las bellas estructuras
que, sin vida,
se brindan como
hogar de la lechuza
y como la guarida
de los zorros.
Existen mil
lugares
que puede uno
explorar
sin apartarse
mucho,
buscando los
rincones
que tengan interés
para los juegos,
pues la
imaginación de los más jóvenes
no deja de
inventar, en estos casos.
Quizás en los
cantiles
no quieren
nuestros padres
que hagamos las
casetas
y chozas que
solemos:
son zonas
peligrosas y es posible
tener un accidente
o un patinazo
en zonas tan
agrestes como abruptas.
La playa, sin
embargo,
no es algo
apetecible
cuando la luz del
sol
se pierde en lo
difuso,
pues no parece el
baño de esos días
pasados del verano
que se esfuma
lo propio, si es
que corre el viento fresco.
En todo caso,
existen
las fuentes y
hontanares
donde, en la
primavera,
cazábamos, a
veces, renacuajos,
tritones,
salamandras y babosas,
libélulas de tonos
azulados…
VI
Las olas que se
rinden,
si llegan, de lo
lejos,
buscando las
arenas
que duermen, entre
espumas y corales,
en playas de
silencios y rumores,
dirán al viejo faro
verdades del lugar
en que el albatros
estira, con valor,
su envergadura.
Las aves
migratorias
se van buscando
climas
más óptimos, pues
buscan
lugares apropiados
donde sientan
más cálidos los
vientos y los fríos
no hielen su
plumaje
en mares que se
entregan a los vientos
y saben de
tormentas repentinas.
Atrás queda el
verano,
los meses
encendidos
de sol y de
alegría
que vieron
nuestros juegos y que oyeron
los gritos y las
voces, en las calas,
y a veces en el
muelle,
lanzándonos al
agua, deleitándonos
en esos mares
llenos de frescura.
Y ya murió ese
brillo
que trajo al
horizonte
la llama del
verano,
la llama de la
vida en cuyo fuego
ardió el color
febril que nos dio goces
que no tendremos
ya,
después de que las
clases se reanuden
y empiece el nuevo
curso en las escuelas.
Dejemos los
pesqueros
callados,
amarrados,
dormidos en la
calma
de un mar que
sabe, a veces, ser bravura,
mostrando
indignamente su violencia,
brutal como las
iras
que puede desatar
con cada golpe,
si viene la
galerna a nuestras costas.
VII
No habrán de
sorprenderse los arroyos
si, armamos
alboroto en la arboleda
y escuchan
nuestras voces, nuestros gritos,
pues saben
nuestros nombres de memoria,
y están
acostumbrados al escándalo.
Tenemos esparcidos
por el bosque,
por todos los
lugares, entre helechos,
soldados y vigías
aguerridos
que saben
avisarnos, si es el caso,
cuidando nuestra
zona de invasores.
Sabemos que se
irán los estorninos,
llenando el cielo
azul con sus colores
oscuros como un
brillo de azabache,
espejo de tristeza
melancólica
que sabe de las
tardes silenciosas.
Y el viento
arrancará los ricos frutos
que nacen de la
rama del castaño,
y hallamos
esparcidos por el suelo,
guardados en
erizos cuyas púas
parecen proteger
su contenido.
La brisa fresca
besa los manzanos
y sabe que los
pomos van perdiendo
sus verdes y se
tornan en los oros
que habrán de
tomar brillos y colores
para cuando esté
lista la manzana.
Y es bello
deleitarse en los paisajes,
perderse
nuevamente en las aldeas,
robar el champiñón
a los caminos
y ver, tras el cristal
de la ventana,
las lluvias que
descienden sin descanso.
Pues hay tardes de
lluvia que no cesan,
que quieren
retenernos, sin remedio,
dejarnos sin
salida, como ocurre
cuando nos cae de
golpe ese castigo
por algo que no
hicimos, las más veces.
Y es triste estar
en casa, pero hay días
que vienen con el
frío repentino
que quiere los
granizos bulliciosos
que saben dar
contento a las ventanas,
jugando en el
cristal con desenfado.
Y hay tardes
despejadas que ya avisan
los ecos de otra
helada, porque a veces
parece que la
helada se adelanta
y quiere que la
escarcha cubra el prado,
llenándolo de
tonos blanquecinos.
Y saben a
tristezas invernales
los tonos
blanquecinos que reposan
en la maleza
herida por alientos
que forman su
cristal donde las aguas
calladas de los
charcos silenciosos.
VII
Las ocho de la
tarde
encienden los
colores
callados del
crepúsculo
que ardió en la
lejanía,
matando, con sus
fuegos y dorados,
la gracia de las
llamas de los viernes,
que tienen, en
septiembre, raro hechizo:
la sombra silenciosa
cayó sobre los
robles,
hiriendo
castañares
y masas arbustivas
en las que los
helechos moribundos
tomaban, con un
algo de adelanto,
los brillos del
otoño perezoso.
La luz del sol es
débil,
tan débil como el
brillo
que alienta ese
verano
que deja que sus
bríos
se apaguen, como
el sol cuando se pone
detrás del
horizonte, como dicen,
con gran acierto
siempre, los poetas:
los versos
machadianos
del libro de
lecturas,
con sus
reminiscencias
de tiempos ya
pasados,
describen ese
parque, donde un ángel,
quizás un
cupidillo modernista,
contempla
anocheceres a lo lejos.
La noche llega
siempre
con esa
impertinencia
que nunca quiere
nadie,
y llega
fastidiándonos,
rompiendo esos
momentos cuyo júbilo
nos brinda sus
sabores, pues la vida
parece más hermosa
en estas tardes.
Es tiempo de
volver,
pues cierto es que
las madres
se muestran
preocupadas
cuando tardamos
mucho,
y toca, al fin,
seguir por el sendero,
dejando atrás las
horas de aventura,
echados por el
campo, como liebres.
Nos vamos y
dejamos
atrás al caballero
que agita, con
violencia,
la espada
amenazante,
sabiendo que se
escapan los corsarios
que, raudos,
embarcaron en su buque,
buscando las
espumas del Caribe.
Y quedan en
suspenso
los raros
personajes
que llenan el
descanso
las tardes de los
viernes,
a veces las de un
sábado, aunque nunca
lo suelen ser las
tardes de domingo,
pues hemos de
vestir la mejor ropa.
Las noches de los
viernes
también tienen su
encanto,
pues puede uno
quedarse
con toda la
familia,
oyendo las
historias de la abuela,
que suele hablar
del tiempo en que, en su pueblo,
bajaban, arrojados
por el hambre,
los lobos de las
sierras más cercanas.
La anciana es muy
capaz
contando estas
historias
que saben a
leyenda,
y mientras ellas
dice
las cosas que
ocurrieron en la guerra,
yo miro el fuego
que, en la chimenea,
dibuja sus colores
caprichosos.
Por cierto, que
las gentes
no cuentan, como
antaño,
la historia de los
seres
que vagan por la
noche,
los duendes y las
brujas, los fantasmas
que saben de
doncellas cuyo hechizo
las suele retener
junto al arroyo.
En cambio, yo
imagino
la bruja, cuyo
vuelo
levanta en esa
escoba
que lleva al
aquelarre,
pues algo en ese
fuego que se apaga
me dice que las
viejas narraciones
esconden la verdad
de sus misterios.
IX
La
luz de la mañana
dejó,
con sus dorados,
al
despertar tranquila,
que
ardieran los follajes
callados
del hayedo silencioso,
del
fresno y del castaño que morían
envueltos
en el oro de la muerte.
Pues
ya los estorninos
cruzaron,
por el cielo,
cortando,
con sus alas,
los
tonos más azules
que
luce, cuando quiere, el firmamento,
desnudo
del ropaje de las nubes
que
vienen con las lluvias y granizos.
Salieron
los pesqueros
buscando
los paisajes
del
mar, cuya belleza
besaban,
en la altura,
la
luna y las estrellas delirantes,
calladas,
cadenciosas en sus brillos,
queriendo
reflejarse entre las olas.
Tú
estabas en el lecho,
soñando,
deleitándote,
gozando
de la calma
que
tienen los otoños
que
viven en alcobas y se acuestan
en
camas cuyas sábanas son finas
y
mantas que no saben de los hielos.
Quisieron
las escarchas
morir
sin grandes voces,
filtrándose
en la tierra,
dejando
deshacerse incalculable
cristales
de valor ,
si
hablamos del valor de la belleza
que
muere cuando brilla el sol hermoso.
Acaso
los arroyos
hablaban
de la vida,
del
brillo de humedades
que
quedan en las hojas
que
el viento dejó tristes sobre el suelo,
rompiendo
los follajes, la hojarasca
de
la que se desnudan hoy los robles.
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