martes, 2 de agosto de 2016

“OTOÑOS EN LOS VIEJOS CASTAÑARES”



I

No lejos del concejo
tenemos una charca,
y es fácil acercarse
por esas carreteras
que cruzan, entre montes, los rincones
que pueblan viejos árboles callados
en ese sueño triste del otoño.
La charca nos hechiza
por ser el santuario
que suelen visitar,
en viajes migratorios,
las garzas y azulones, cuando corren
alegres los espacios de los cielos
y buscan los lugares más extraños.

La charca silenciosa
nos deja ver sus aguas,
calladas a la orilla,
donde los altos juncos
ocultan la visión, en ciertos tramos,
y donde el alga verde va extendiendo
su feudo y su poder sobre las aguas.
Las gentes de la zona,
queriendo darle vida,
probaron a echar carpas,
y el reino solitario
de ranas y de sapos vagabundos
dejó que se adueñaran los cangrejos
de todo el territorio del estanque.

La pesca no es difícil:
un trozo de pan duro,
la miga, si es el caso,
parece suficiente,
y, echando sobre el agua los reteles,
hundimos cada miga en lo profundo,
dejando que los peces se confíen.
Tampoco es complicado
pescarlos con la caña,
dejándolos nadar
en un caldero grande,
pues suelen precisar de mucho oxígeno,
y es bueno mantenerlos, de regreso,
para admirar su nado en la pecera.

También quiere el verano
que muere melancólico
hacernos el regalo
de hallar entre la hierba
las más hermosas muestras de la vida
que suele haber a veces en los prados
(cigarras, saltamontes y otros bichos).
Los grillos ya no cantan,
como hacen, cuando toca,
si enciende sus colores
la primavera clara
y escucha la arboleda a los cuclillos
que saben encender, con cantos bellos,
pasiones amorosas en el campo.

La mantis religiosa
se esconde en el arbusto,
sabiendo que es prudente
pasar inadvertida,
pues puede darle caza a los insectos
que mata en esas tardes del otoño
que esperan aguaceros repentinos.
Y, viendo la libélula
que corre por el aire,
acaso me imagino
que llega un helicóptero
que vuela la callada superficie
del agua de la charca y las orillas
que saben del silencio de los juncos.

Por eso, cada viernes,
es siempre divertido
volver en bicicleta,
perderse en el sendero,
dejando, de momento, los dictados,
las duras matemáticas, la historia,
los mapas y lecciones aburridas.
Pues este es el lugar
donde hallan los tritones
y alguna salamandra
reposo, cada noche,
si buscan las más densas humedades
que forma, con el alba, la neblina
o deja, tras su furia, el aguacero.

II

Se extinguen ya las voces del verano.
Agosto queda atrás con su bullicio,
su fuerza, sus rigores, su alegría,
y, al tiempo que admiramos el otoño,
las tardes van menguando ante la noche.
Las playas son ya cosa del olvido.
Un baño a media tarde no apetece
si el agua está ya fría, pero el monte
nos abre sus paisajes y misterios,
la vida natural con su hermosura.

Es tiempo de pedradas y gomeros.
Los niños de otros barrios quieren guerra,
y acaso la tendrán, porque nosotros
sabemos enfrentarnos sin temores,
y, al cabo, solo son unos gallitos.
Los niños más pequeños nunca vienen.
Es lógico, pues, siendo ya mayores,
hacemos nuestras lanzas con los palos
que hallamos a lo largo de las sendas
y siempre puede haber una pedrada.

Por eso las hermanas siempre sobran.
Ya tienen las muñecas y las cunas,
y pueden divertirse con los trastos
y viejos cacharritos donde ponen
las cosas que cocinan en sus juegos.
Octubre ve nacer los champiñones.
Las lluvias del otoño nunca faltan,
y suelen regar todos los caminos
que lloran los dorados del helecho
que muere bajo el sol de tardes buenas.

Entonces nacen níscalos hermosos.
También es este tiempo el del “boletus”,
y salen los coprinos y lepiotas
entre las hierbas verdes y malezas
que crecen junto al bosque de eucaliptos.
A veces, las ardillas son visibles.
Se pasan escondidas todo el año,
mas el invierno obliga y el otoño
las fuerza a recoger, en abundancia,
los frutos que les sirven de alimento.

Aquí podemos ver a los milanos.
Sus vuelos, siempre vivos, nos cautivan
con esa agilidad que corta el aire,
cruzando cielos llenos de belleza
que cubren con sus nubes estos bosques.
Yo pienso que es dichoso ese paisaje.
Los juegos se hacen siempre, entretenidos
hasta que el sol se pierde entre arboledas,
dejándose llevar a un horizonte
que sabe que también nos retiramos.

III

Los viejos castañares
que esperan, tras la lluvia,
las brisas repentinas
que llegan en otoño,
son presa del cansancio de los árboles
que sueñan, sometidos al letargo,
los sueños del otoño que ya viene.
Sus densas hojarascas,
caerán, sin mucha prisa,
perdidas en la hierba,
dejadas en el barro
que ve nacer al fin los champiñones
y al níscalo, que brota, silencioso,
tal vez donde también vive el coprino.

Y suelta sus pinceles
el eco de la aurora,
que juega con el lienzo
del alba que bosteza,
pues gime temerosa al derramarse,
perdiéndose en un cielo silencioso
que quiere confundirla con la noche.
Los bosques no la miran,
no advierten su llegada,
como los valles tristes
que viven enterrados,
cerrados por las altas cordilleras
que muestran en sus cumbres los colores
hermosos, siempre puros, de las nieves.

El aire corre libre,
cansado, pero libre,
con esa parsimonia
que quiere la mañana,
pues tiempo es de volver, desde los pueblos,
por un sendero gris, a los lugares
que pide cada oficio en cada pueblo.
Los viejos pescadores
ya están en los pesqueros,
buscando calamares
desde la madrugada,
y, al despuntar el alba, sin apuro,
caminan a la tierra el aldeano
y al monte los pastores con sus cabras.

Las zonas solitarias
que ven los cazadores
que vienen de visita
las tardes de domingo,
también tienen su magia, pues los montes,
los bosques y los altos son lugares
idóneos para tales menesteres.
Son zonas donde es fácil
matar algún conejo,
y a veces es posible,
si aciertan los disparos,
dar fin al jabalí, que en esas zonas
es rey, entre los árboles y fauna
que habitan los rincones escondidos.

También está la torre,
la vieja torre gris,
cubierta por la hiedra,
como si fuese un árbol
que aguarda, resignado, su destino,
llegada la otoñada, pues su aliento
destiñe el verde hermoso del follaje.
La torre es el lugar
que habitan las lechuzas,
desde donde sus voces
convocan a fantasmas,
a brujas y demonios que, violentos,
se apuran a llegar al aquelarre,
después de hallar el sol otro crepúsculo.

Y, hablando de la torre,
las ruinas de la torre,
las voces del ocaso,
y el beso del otoño,
sospecho que la infancia se irá al aire,
como esa voz, acaso inadvertida,
que no perciben muchos cuando suena.
Y quiero recordar
los juegos transcurridos,
los años que se escapan
por entre las ranuras
que existen en la mano, entre los dedos,
y pienso algunas veces que me niega
la voz de la memoria aquellos días.

IV

Los viernes son los días más dichosos:
es duro levantarse tan temprano,
dejando atrás la sábanas y mantas,
pero es alegre ver que, en unas horas,
podrá uno verse libre de deberes.
Septiembre corre siempre con tristeza.
Después de todo, llegan esos días,
si no de cielos grises y de lluvias,
al menos de silencios y de calmas
que no tuvo el verano moribundo.

Y empieza, con septiembre, la rutina:
los niños, poco amantes del colegio,
quisieran, tras los meses de verano,
tener más vacaciones, verse libres
de riñas, de lecciones y de libros.
La brisa corre lenta por las calles.
En ellas hay más niños que caminan
con aire de cansancio hacia el colegio,
y, al ir en avanzada, se ve el patio,
y en él toda una tropa de chiquillos.

Algunos cambian cromos en el parque.
Los otros van formando largas filas,
y esperan que el conserje abra la puerta,
para lanzarse pronto a los pasillos
de un golpe repentino, con apuro.
Es tiempo de plumieres y bolígrafos.
Cuadernos y libretas, diccionarios,
problemas aritméticos, lecciones,
dictados y maldades semejantes
valdrán para amargarnos la semana.

Los “profes” tienen reglas para todo.
Nos hacen escribir y nos gobiernan,
haciéndonos sentarnos en las sillas
y redactar trabajos en pupitres,
con letra bella y buena ortografía.
Pero esta tarde es todo diferente:
es viernes y los viernes son distintos,
pues dejan paso al juego, al tiempo libre,
al goce de mirar, desde la “bici”,
los campos solitarios del paisaje.

Los viernes otoñales son más bellos.
Después de hacer deberes en el aula,
podremos ir a casa, donde, alegres,
los niños, acabada la comida,
nos vamos a la fuente de la senda.
Y hacer una caseta es cosa fácil,
pero es preciso hacerla con cuidado,
buscando camuflarla entre los árboles,
no sea que lo sepa el enemigo,
que puede echarla abajo, si es que ataca.

V

Sabed que los domingos
carecen de belleza:
primero está la misa,
después esos paseos
que siempre se prolongan con los padres,
los primos y parientes, y es preciso
callar y no decir ni una palabra.
Las dicen los adultos:
son ellos los que saben
de cosas de política
que no nos interesan,
porque nosotros somos diferentes
y nadie, a nuestra edad, pierde su tiempo
con cosas que aparecen en los diarios.

Y no es quizás la cosa
más triste del domingo,
sino esas tardes largas,
sentados en el cine,
mirando esas películas ya viejas
que no queremos ver y, sin embargo,
parecen ser escape de ese tedio.
Y el lunes, nuevamente,
terrible y miserable,
nos deja en la rutina
de libro y de bolígrafo,
de goma y lapicero, cuando usamos
cuadernos y libretas, o la tiza
si llama el profesor a la pizarra.

Por eso yo prefiero
los viernes y los sábados,
que son la libertad
para irse por los montes,
que son la libertad para perderse
en bosques donde brotan los helechos
callados de la tarde solitaria.
Y hay zonas donde algunos
sugieren que aun existen
vestigios de un pasado
que suena interesante,
pues quedan enterrados en las fincas
los restos de los castros de los celtas
y dólmenes que encierran sus secretos.

Las torres medievales
son ruinas del ayer
que viven el presente
del modo en que los boques
disfrutan de ese sueño que el otoño
les brinda, desnudándolos, hiriéndolos
con esas suavidades casi amables.
Y es bello ver las piedras
que cubren, lentamente,
las hiedras empeñadas
en enterrar acaso
las bellas estructuras que, sin vida,
se brindan como hogar de la lechuza
y como la guarida de los zorros.

Existen mil lugares
que puede uno explorar
sin apartarse mucho,
buscando los rincones
que tengan interés para los juegos,
pues la imaginación de los más jóvenes
no deja de inventar, en estos casos.
Quizás en los cantiles
no quieren nuestros padres
que hagamos las casetas
y chozas que solemos:
son zonas peligrosas y es posible
tener un accidente o un patinazo
en zonas tan agrestes como abruptas.

La playa, sin embargo,
no es algo apetecible
cuando la luz del sol
se pierde en lo difuso,
pues no parece el baño de esos días
pasados del verano que se esfuma
lo propio, si es que corre el viento fresco.
En todo caso, existen
las fuentes y hontanares
donde, en la primavera,
cazábamos, a veces, renacuajos,
tritones, salamandras y babosas,
libélulas de tonos azulados…

VI

Las olas que se rinden,
si llegan, de lo lejos,
buscando las arenas
que duermen, entre espumas y corales,
en playas de silencios y rumores,
dirán al viejo faro
verdades del lugar en que el albatros
estira, con valor, su envergadura.

Las aves migratorias
se van buscando climas
más óptimos, pues buscan
lugares apropiados donde sientan
más cálidos los vientos y los fríos
no hielen su plumaje
en mares que se entregan a los vientos
y saben de tormentas repentinas.

Atrás queda el verano,
los meses encendidos
de sol y de alegría
que vieron nuestros juegos y que oyeron
los gritos y las voces, en las calas,
y a veces en el muelle,
lanzándonos al agua, deleitándonos
en esos mares llenos de frescura.

Y ya murió ese brillo
que trajo al horizonte
la llama del verano,
la llama de la vida en cuyo fuego
ardió el color febril que nos dio goces
que no tendremos ya,
después de que las clases se reanuden
y empiece el nuevo curso en las escuelas.

Dejemos los pesqueros
callados, amarrados,
dormidos en la calma
de un mar que sabe, a veces, ser bravura,
mostrando indignamente su violencia,
brutal como las iras
que puede desatar con cada golpe,
si viene la galerna a nuestras costas.

VII

No habrán de sorprenderse los arroyos
si, armamos alboroto en la arboleda
y escuchan nuestras voces, nuestros gritos,
pues saben nuestros nombres de memoria,
y están acostumbrados al escándalo.
Tenemos esparcidos por el bosque,
por todos los lugares, entre helechos,
soldados y vigías aguerridos
que saben avisarnos, si es el caso,
cuidando nuestra zona de invasores.

Sabemos que se irán los estorninos,
llenando el cielo azul con sus colores
oscuros como un brillo de azabache,
espejo de tristeza melancólica
que sabe de las tardes silenciosas.
Y el viento arrancará los ricos frutos
que nacen de la rama del castaño,
y hallamos esparcidos por el suelo,
guardados en erizos cuyas púas
parecen proteger su contenido.

La brisa fresca besa los manzanos
y sabe que los pomos van perdiendo
sus verdes y se tornan en los oros
que habrán de tomar brillos y colores
para cuando esté lista la manzana.
Y es bello deleitarse en los paisajes,
perderse nuevamente en las aldeas,
robar el champiñón a los caminos
y ver, tras el cristal de la ventana,
las lluvias que descienden sin descanso.

Pues hay tardes de lluvia que no cesan,
que quieren retenernos, sin remedio,
dejarnos sin salida, como ocurre
cuando nos cae de golpe ese castigo
por algo que no hicimos, las más veces.
Y es triste estar en casa, pero hay días
que vienen con el frío repentino
que quiere los granizos bulliciosos
que saben dar contento a las ventanas,
jugando en el cristal con desenfado.

Y hay tardes despejadas que ya avisan
los ecos de otra helada, porque a veces
parece que la helada se adelanta
y quiere que la escarcha cubra el prado,
llenándolo de tonos blanquecinos.
Y saben a tristezas invernales
los tonos blanquecinos que reposan
en la maleza herida por alientos
que forman su cristal donde las aguas
calladas de los charcos silenciosos.

VII

Las ocho de la tarde
encienden los colores
callados del crepúsculo
que ardió en la lejanía,
matando, con sus fuegos y dorados,
la gracia de las llamas de los viernes,
que tienen, en septiembre, raro hechizo:
la sombra silenciosa
cayó sobre los robles,
hiriendo castañares
y masas arbustivas
en las que los helechos moribundos
tomaban, con un algo de adelanto,
los brillos del otoño perezoso.

La luz del sol es débil,
tan débil como el brillo
que alienta ese verano
que deja que sus bríos
se apaguen, como el sol cuando se pone
detrás del horizonte, como dicen,
con gran acierto siempre, los poetas:
los versos machadianos
del libro de lecturas,
con sus reminiscencias
de tiempos ya pasados,
describen ese parque, donde un ángel,
quizás un cupidillo modernista,
contempla anocheceres a lo lejos.

La noche llega siempre
con esa impertinencia
que nunca quiere nadie,
y llega fastidiándonos,
rompiendo esos momentos cuyo júbilo
nos brinda sus sabores, pues la vida
parece más hermosa en estas tardes.
Es tiempo de volver,
pues cierto es que las madres
se muestran preocupadas
cuando tardamos mucho,
y toca, al fin, seguir por el sendero,
dejando atrás las horas de aventura,
echados por el campo, como liebres.

Nos vamos y dejamos
atrás al caballero
que agita, con violencia,
la espada amenazante,
sabiendo que se escapan los corsarios
que, raudos, embarcaron en su buque,
buscando las espumas del Caribe.
Y quedan en suspenso
los raros personajes
que llenan el descanso
las tardes de los viernes,
a veces las de un sábado, aunque nunca
lo suelen ser las tardes de domingo,
pues hemos de vestir la mejor ropa.

Las noches de los viernes
también tienen su encanto,
pues puede uno quedarse
con toda la familia,
oyendo las historias de la abuela,
que suele hablar del tiempo en que, en su pueblo,
bajaban, arrojados por el hambre,
los lobos de las sierras más cercanas.
La anciana es muy capaz
contando estas historias
que saben a leyenda,
y mientras ellas dice
las cosas que ocurrieron en la guerra,
yo miro el fuego que, en la chimenea,
dibuja sus colores caprichosos.

Por cierto, que las gentes
no cuentan, como antaño,
la historia de los seres
que vagan por la noche,
los duendes y las brujas, los fantasmas
que saben de doncellas cuyo hechizo
las suele retener junto al arroyo.
En cambio, yo imagino
la bruja, cuyo vuelo
levanta en esa escoba
que lleva al aquelarre,
pues algo en ese fuego que se apaga
me dice que las viejas narraciones
esconden la verdad de sus misterios.

IX

La luz de la mañana
dejó, con sus dorados,
al despertar tranquila,
que ardieran los follajes
callados del hayedo silencioso,
del fresno y del castaño que morían
envueltos en el oro de la muerte.
Pues ya los estorninos
cruzaron, por el cielo,
cortando, con sus alas,
los tonos más azules
que luce, cuando quiere, el firmamento,
desnudo del ropaje de las nubes
que vienen con las lluvias y granizos.

Salieron los pesqueros
buscando los paisajes
del mar, cuya belleza
besaban, en la altura,
la luna y las estrellas delirantes,
calladas, cadenciosas en sus brillos,
queriendo reflejarse entre las olas.
Tú estabas en el lecho,
soñando, deleitándote,
gozando de la calma
que tienen los otoños
que viven en alcobas y se acuestan
en camas cuyas sábanas son finas
y mantas que no saben de los hielos.

Quisieron las escarchas
morir sin grandes voces,
filtrándose en la tierra,
dejando deshacerse incalculable
cristales de valor ,
si hablamos del valor de la belleza
que muere cuando brilla el sol hermoso.
Acaso los arroyos
hablaban de la vida,
del brillo de humedades
que quedan en las hojas
que el viento dejó tristes sobre el suelo,
rompiendo los follajes, la hojarasca
de la que se desnudan hoy los robles.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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