martes, 2 de agosto de 2016

III




III

La luz de la mañana
parece una promesa,
tan solo una promesa que, de pronto,
podrá ser un regalo de los cielos
que callan y que dejan que las sombras
conquisten las aldeas,
los campos, las ciudades,
las urbes de los altos edificios,
sus parques, los jardines y los parques
que sienten el azote de la helada.

El alba llega siempre,
y, en días invernales,
se vuelve, como todos, perezosa,
acaso temerosa del granizo
que llena algunas veces las aceras,
las viejas avenidas,
las calles principales
que están junto a las plazas renombradas
que tienen las iglesias donde acuden
los curas, los turistas y los fieles.

Y el fuego de la aurora
querrá dar luz al día
con la sonrisa alegre que sostiene,
después de llegar tarde al firmamento,
después de despertarnos, de arrancarnos
del sueño que habitaban,
sintiéndose dichosos,
tal vez, esos recuerdos infantiles
que vuelven a vivir cuando dormimos,
pues siguen siendo parte de nosotros.

Y el alba, cuando nace,
saluda al barrendero,
al hombre que, paciente, se organiza
y cuelga las revistas y periódicos
detrás de los cristales de la tienda,
del kiosco en el que vende
extrañas golosinas
que compran los abuelos, muchas veces,
porque sus nietos quieren caramelos,
tras toda una mañana en las escuelas.

Y al fin el nuevo día
verá, sin gran apuro,
las luces que despiertan con el hielo
que cuaja en cada calle, donde hay sombra,
en los espacios verdes, pues hay prado,
quizás no en las aceras,
pues suele ser difícil
que cuaje el hielo vil en el cemento
y en el asfalto oscuro de las calles
de la ciudad que llora el nuevo enero.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

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