III
La luz
de la mañana
parece
una promesa,
tan
solo una promesa que, de pronto,
podrá
ser un regalo de los cielos
que
callan y que dejan que las sombras
conquisten
las aldeas,
los
campos, las ciudades,
las
urbes de los altos edificios,
sus
parques, los jardines y los parques
que
sienten el azote de la helada.
El
alba llega siempre,
y, en
días invernales,
se
vuelve, como todos, perezosa,
acaso
temerosa del granizo
que
llena algunas veces las aceras,
las
viejas avenidas,
las
calles principales
que
están junto a las plazas renombradas
que
tienen las iglesias donde acuden
los
curas, los turistas y los fieles.
Y el
fuego de la aurora
querrá
dar luz al día
con la
sonrisa alegre que sostiene,
después
de llegar tarde al firmamento,
después
de despertarnos, de arrancarnos
del
sueño que habitaban,
sintiéndose
dichosos,
tal
vez, esos recuerdos infantiles
que
vuelven a vivir cuando dormimos,
pues
siguen siendo parte de nosotros.
Y el
alba, cuando nace,
saluda
al barrendero,
al
hombre que, paciente, se organiza
y
cuelga las revistas y periódicos
detrás
de los cristales de la tienda,
del
kiosco en el que vende
extrañas
golosinas
que
compran los abuelos, muchas veces,
porque
sus nietos quieren caramelos,
tras
toda una mañana en las escuelas.
Y al
fin el nuevo día
verá,
sin gran apuro,
las
luces que despiertan con el hielo
que
cuaja en cada calle, donde hay sombra,
en los
espacios verdes, pues hay prado,
quizás
no en las aceras,
pues
suele ser difícil
que cuaje
el hielo vil en el cemento
y en
el asfalto oscuro de las calles
de la
ciudad que llora el nuevo enero.
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