IV
Son
muchos los que viven
sintiendo
la nostalgia
del
pueblo miserable en que nacieron,
las
villas solitarias y los campos
cubiertos
por lugares donde hay bosque,
un
bosque claro y bello
que
llena las laderas
de
sierras solitarias que se admiran
desde
las cristaleras elevadas
de
aquellos rascacielos desafiantes.
Y es
triste recordar,
en la
ciudad mezquina,
paisajes
de niñez, momentos bellos
y zonas
apartadas que quedaron
envueltas
en un halo de añoranza
que
quiere regresar
que
vuelve alegre,
pidiendo
su lugar, esos rincones
que
fueron y han de ser acaso suyos,
pues
es infancia quiere nueva vida.
Y
entonces recordamos
el
canto del cuclillo,
su voz
en la enramada siempre densa,
su
grito, su llamada, convocando
amores
impensables, pues el cuco
quizás
es un corsario
que
asalta, sin escrúpulo,
los
nidos de otras aves, de los pájaros
que
habrán de alimentar a los intrusos,
dejando
a su destino a su nidada.
Y
acaso las abejas,
que
viven, sin fatiga,
buscando
el rico polen de las flores,
igual
que los colores en las alas
de
alguna mariposa que, en el aire,
pretende
el alimento,
si no
es que las arañas,
poniéndoles
su tela en el camino,
acaban
con su vida y su belleza,
forjando
esas metáforas de muerte.
Y es
cierto que los sapos,
acaso
los tritones,
quizás
las salamandra, en los caminos,
parecen
seres raros, misteriosos,
extraños
pero bellos, pues los niños
se
fijan en los tonos
que
tienen sus colores,
si acaso
se los ve en la primavera,
siguiendo
raras rutas en los prados
callados
de la noche humedecida.
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