domingo, 1 de septiembre de 2013

Decadencia de la filosofía

José Ramón Muñiz Álvarez
ACERCAMIENTO A UNAS IMPRESIONES SUBJETIVAS SOBRE LA
DECADENCIA DE LA FILOSOFÍA EN RELACIÓN A
LA CUESTIÓN DE LA CONCIENCIA DE
LA MUERTE EN EL SER
HUMANO

(breve meditación)

                      La actividad literaria comienza desde los primeros tiempos históricos y asume toda clase de escritos, sin prestar demasiada atención al hecho de si son creación o si corresponden a diversas esferas del saber o de la religión. La concepción de lo literario se confunde con las actividades propias de las gentes letradas, que suelen ser las de las gentes de las altas esferas, ya que la persona común, el hombre sencillo, ni leyó ni escribió a lo largo de la mayoría de los siglos de la historia. Hubo, sin embargo, un cambio trascendental cuando el afán clasificatorio separó los saberes en el siglo XVIII, en un momento en que cada ciencia era una búsqueda de conocimiento centrada sobre determinados objetos que pedían un método específico. De esta manera, lo literario deja de ser el conjunto de escritos en general y se especializa en el conjunto de escritos que tienen una dimensión creativa.
                      En este sentido, era posible decir que una novela era literatura antes del siglo XVIII y lo fue después de dicho siglo, pero, tras el siglo XVIII nadie hubiera dicho que un tratado de naturaleza era literatura, cosa de la que no se dudaba un siglo antes. Dicha tendencia se vio fortalecida más adelante, porque el siglo XIX vio cómo las actividades se hacían cada vez más específicas. Si un médico, para ser médico, ha de estudiar medicina en general y luego ir especializándose hasta ser un médico del pulmón, del corazón o del hígado, la mayoría de los oficios todavía no requerían una cualificación tan especializada como luego durante el siglo XX o ahora en la actualidad. La cultura general, por razones que tienen que ver con las necesidades profesionales, pierde terreno, para bien o para mal, frente al conocimiento especializado.
                      Pensar que la actividad literaria es vista como algo menos general y que el concepto se ciñe a los escritos de creación es indicativo de profundos cambios en el saber que son conducentes a la conclusión de que el Siglo de las Luces marca un cambio: hay un giro de 180 grados al respecto de que los saberes no eran vistos como algo independiente con anterioridad. Durante la Edad Media, los estudios posibles eran, dentro del marco de las artes liberales, el “trivium” y el “quadruvium”. Quien conocía el primero tenía un amplio conocimiento y quien abarcaba el segundo había agotado ya el saber, dado que la concepción medieval respecto al saber era, naturalmente, poco generativa: el saber había sido creado por los sabios de épocas antiguas y no hacían falta nuevos descubrimientos, sino la conservación del mismo saber. Por supuesto, todos los saberes estaban enmarcados por la servidumbre impuesta por la teología, dado que se concebía que solamente Dios era el centro del Universo.
                      La diversificación de los saberes ocurrida en el siglo XVIII con un auge de fe en la racionalidad, que identificaba la felicidad con el uso de la razón, presenta un paisaje intelectual tan distinto al de épocas anteriores que es preciso recordar que la actividad filosófica anterior era el fruto de una caterva de gentes que de manera especulativa discurrían sobre los más variados temas. Mientras en la actualidad se prepara uno para conocer bien un determinado terreno que queda marcado por los límites de su profesión, en tiempos antiguos, sin la existencia de universidades, la gente común no acudía a las “scholae” (escuelas) a las que sí podían acudir los hijos de las clases privilegiadas. Eran momentos de un gran sentido práctico en los que la filosofía tenía un lugar muy secundario y en que la mayoría de la gente seguía guiándose por los resultados de un conocimiento popular o gnómico vinculado al medio: conocer las estrellas era útil para navegar, saber las estaciones y las épocas de siembra y cosecha era imprescindible en el campo.
                      En tiempos casi inmediatamente posteriores a la prehistoria, los patrones religiosos estaban muy lejos de ser superados. El saber estaba sumido en la superstición y en las religiones. Se ignoraba la figura del filósofo y no se alcanzaba a ver ni siquiera de lejos la necesidad de establecer un rigor científico. Por otra parte, el mundo del conocimiento era un territorio que permanecía virgen, en buena medida porque el sentido práctico era imperativo: hablamos de una sociedad incipiente en la que está todo por hacer, en la que hay gran carestía, en la que no faltan las necesidades. Con muchos problemas y pocas soluciones, el ocio era algo que se ofrecía en teoría a los más ricos, a los príncipes, a los amos, y estos estaban todo l día ocupados en guerras, en luchas, en diplomacia y política, bien como propietarios o bien como dirigentes de los pueblos y parcelas que les correspondía. Y el cultivo de la sabiduría no es posible en un tiempo así, porque los saberes florecen sobre todo cuando la gente está desocupada.
                      La progresiva venida de medios cada vez más poderosos que permiten la comunicación entre las diversas poblaciones ha transformado demasiado la vida. En este sentido, poco queda ya de aquel mundo primitivo y sin documentos históricos en que las gentes tenían pocas inquietudes teóricas y estaban aferradas a esos conocimientos imprescindibles para un estilo de vida elemental y rústico que está plenamente vinculado a la tierra en la hora del mayor primitivismo de una civilización. Pero no olvidemos que el mar y los ríos permitían a los más valientes comerciar, adentrarse, buscar otros territorios donde encontrar otras gentes con las que mercadear. Y de aquí nació la relatividad de todas las cosas. Y nació porque, primeramente, hubo ociosidad: el mercader, tras hacerse rico, suele ser un hombre que deja sus asuntos en manos de otros, mientras se va dedicando, paulatinamente, a escudriñar ciertos aspectos que le interesan, puesto que, al ver mundo, al conocer otros pueblos, halla que las explicaciones de otras naciones y gentes son distintas a las que ofrecen las tradiciones propias. Esta consideración obliga a la necesidad de una verdad universal, válida para todos y supone una conciencia de relativismo.
                      El paso del “mithos” al “logos” es el paso de la religión hacia filosofía. Pero la filosofía, que se ofrece como una alternativa a las distintas respuestas entre lo mítico y lo dogmático de las distintas religiones de aquellos tiempos, no ofrece ninguna respuesta segura, no tiene ningún asidero seguro. Esto sucede por el método filosófico mismo: el filósofo falsifica la realidad con la lógica en la construcción de una verdad engañosa, sea o no su voluntad la de aparecer como embustero. Los filósofos, con las armas de la lógica, habrían sido desde el principio capaces, y no siempre, de no contradecirse a sí mismos, pero jamás se dispusieron a buscar el conocimiento de una manera experimental. Cuando esto sucedió, bastantes siglos más tarde, nació la primera actividad científica, no exenta, necesariamente, de muchos errores y de mucha rudeza, como ocurre en toda actividad que se está iniciando.
                      Las soluciones que da la filosofía oriental son muy religiosas. Es decir, el mundo asático genera religiones diversas en las que los saberes filosóficos no se pueden segregar de los mitos con tanta facilidad como ocurre en el mundo occidental. No son saberes de tipo racionalista, están lejos de ese mundo occidental en que los presocráticos van a ser una legión de filósofos capaces de proponer explicaciones que no suponen una doctrina o un saber moralizante de tipo espiritual. El hinduismo y el budismo tienen que ver con la manera de vivir y descubren pautas que suponen una filosofía de la vida, pero ese cómo vivir es un saber explicado dentro de convicciones sobre la reencarnación, el espíritu y la relación con diversos dioses o la aspiración a romper la rueda de las pasiones en la que el individuo queda atrapado.
                      En sus orígenes, la filosofía occidental se muestra más racionalista, siendo observable un tránsito hacia una menor carga de lo mitológico, que, en autores como Platón, van reapareciendo con una función muy distinta a la original: el mito de la caverna o el del auriga, por ejemplo, son más la presentación de ejemplificaciones o establecimiento de parangones con fines pedagógicos. Lentamente, la filosofía se va apartando de la religión, del mito y de la leyenda, que constituyen un mundo irreal, pero, a hacerlo, no logra la conquista de la realidad, sino que la falsifica. Y es que los filósofos se proponen una explicación de la realidad que es, por lo general, muy traicionera. El carácter especulativo del método filosófico, más que revelar la verdad, permite al pensador la licencia de la construcción de los mundos paralelos. Para negar la realidad a explicar, basta con dudar de los sentidos, decir que las cosas no son lo que parecen o perderse por lo profundo con la existencia de mundos lógicos paralelos que hubiesen podido darse en lugar del mundo presente.
                      La filosofía no ofrece un saber seguro sobre nada, es mera especulación, un establecimiento de una idea de la realidad que resulta escapista: huye de la realidad. El escapismo filosófico es la tónica general de la historia filosófica, y aparece en autores tan ilustres como Platón (su mundo de las ideas se sitúa por encima del mundo empírico como real al ser pensado como más perfecto), Descartes (porque al dudar de todo, duda de los sentidos y se enfrasca en un tremendo solipsismo), Leibniz (para quien existen mundos paralelos lógicamente pensables), Hegel (que ya de mano supone lo pensable como real). Que dichos filósofos dijeran cosas semejantes puede considerarse como una herejía contra el mundo real, y, en esta línea, no es problemático que estos autores hayan dicho estas cosas, sino el hecho de que son  parte de los filósofos más influyentes y que la tónica general de la filosofía, bien por confianza en estas autoridades o bien por otras razones, ha seguido casi siempre este proceder.
                      Naturalmente, existen pensadores que van en un sentido contrario, como los empiristas ingleses (especialmente, David Hume), pero también autores como Nietzsche: cuando dijo que había que amar el sentido de la tierra, está posicionándose en contra del transmundo, de la mentira de la religión, del cielo y del infierno, de todo cuanto sirve a los buenos curas para pastorear las almas cándidas de su feligresía, pero también de la actividad filosófica en general y de la metafísica. De una manera distinta al materialismo marxista, estos autores son materialistas y son leales a la realidad. Pero la mayoría de las tradiciones que se establecen en filosofía son de actitud escapista y ensayan por distintas vías una fuga de la realidad a costa de una misma licencia: negar el mundo que se revela a los sentidos tal y como es. Y esto lo hacen hipócritamente la mayoría de los filósofos para poder así cercenar en el sistema intelectual teórico e irreal de su pensamiento todo aquello que no les gusta. Dicha licencia da lugar en ocasiones a que los pensadores nos sumerjan en mundos tan irreales que podría parecer que el novelista más fantasioso tiene poca imaginación cuando pretende ficcionar. La filosofía es el arte de crear un mundo ficción.
                      Si la verdad es ante la realidad construcción de la misma realidad en nuestra mente, podemos confiar, debemos confiar en los sentidos antes que en nuestro raciocinio, haciendo lo contrario de lo que pretendía Descartes. Quienes estudian la percepción saben hasta qué punto nos engañan los sentidos de una manera rentable a nuestro vivir: en la visión tridimensional, hacer más pequeña la imagen de lo grande cuando está mas lejos nos da profundidad de visión, conciencia de la distancia y un marco de visión más amplio. La mera razón no puede inventar mundos paralelos o crearlos, y no se puede vivir dudando de todo. Y, e este sentido, la ciencia puede cometer errores, pero no pretende ficcionar la realidad, sustituyéndola por los hechos imaginarios. Ahora bien, la ciencia no es siempre leal a la realidad, como sucede en filosofía. Esto sucede porque la ciencia, como dice Ortega, no siempre hace coincidir realidad y verdad, sino que, angularmente, coinciden unas veces y otras no.
                      Básicamente, podemos hablar de que los seres humanos no son perfectos y que sufren diversas enfermedades. El dolor está presente en nuestras vidas y todos hemos tenido que acudir alguna que otra vez a las farmacias a comprar medicamentos, que no solamente nos brindan una curación, sino también la calma a los dolores que padecemos. Pero, si el ser humano es solamente un trozo de carne, es una criatura sensible, doliente, dispone de mente (frente a la anterior dicotomía cuerpo y alma preferimos la dicotomía cuerpo y mente), por lo que no todas las sustancias que se compran para calmar dolores son el equivalente a los calmantes que propician las filosofías cobardes que proponen el optimismo escapista y las religiones.
El dolor es un motivador del ejercicio filosófico más que el aburrimiento. Mientras el horizonte cultural del mundo europeo estuvo dominado por la creencia en Dios, ante las dificultades de la vida era posible solucionar la cuestión con exvotos: ¿que mi hijo está malo, mi padre se muere, se hunde la economía doméstica o el médico dice que estoy en las últimas? A poner la vela al santo.
                      En gran medida, la filosofía anterior a Schopenhauer supone una línea de corrientes que, por lo general, no explican la vida como algo falto de plenitud, debido al peso que han tenido los griegos a lo largo de casi todos los siglos en nuestra cultura. La filosofía no podía justificar el dolor, pero podría mitigarlo, dando seguridad a sus creyentes (creyentes de la filosofía, nada menos) al presentar la fórmula, repetida hasta la saciedad, de que la razón podía descifrar un universo complejo en el cual el ser humano era la medida a tener en cuenta. La tragedia griega, por cierto, era mucho más realista al presentar a los héroes legendarios griegos vencidos y torturados por la adversidad y dejados al capricho de los dioses. Porque buscar en el universo un orden acorde al hombre es una forma de no querer admitir el desacuerdo del hombre con la naturaleza, con el entorno hostil, con su propio destino.
                      Si tuviésemos que abarcar la historia de la filosofía occidental completa, tendríamos que dividirla en diversos tiempos, muy desiguales, por cierto, y no siempre bien conocidos (no e vano, un pensador como Platón, tan importante, es en el fondo el gran desconocido: ignorando cómo concebía el Bien y el Límite no podemos saber mucho del mundo de las ideas que plantea): el período de la cándida inocencia, el período de la mentira cobarde y el período de la aceptación valiente. El primer período corresponde con los presocráticos, quienes son cándidos e inocentes, pues hacen de la filosofía una investigación centrada en la naturaleza sin perderse por lo profundo con cuestiones que afectan a la esfera emotiva de quién pretende descifrar el sentido de la vida.
                      En esta dirección, no serán los presocráticos, desde luego, los que enturbien el conocimiento con ideas complejas que intenten justificar anhelos imposibles. Esto sucede en filosofía desde Sócrates, quien no dejó escrito alguno, por lo que se sabe, y de quien no es mucho lo que se sabe en realidad. Luego, desde Platón, la filosofía querrá (excepciones a parte, como Aristóteles) ser también un consuelo, mitigar dolores, calmar inquietudes que pertenecen a la esfera de la inconstancia que rodea la fortuna del hombre y la angustia de ciertas certezas bastante incómodas. Pero luego ya será posible, desde el XIX, sobre todo, la aparición de filosofías que son coherentes con aquello que precisamente no es cómodo saber.
                      Para muchas gentes es incómodo relativizar la existencia de Dios, plantearse que hay una evolución humana y un pensamiento darwinista, aceptar que el ser humano es solamente una criatura muy evolucionada frente al resto de los animales, pero que, como el resto de los animales, carece de un alma y que, tras lo efímero de la vida, no existe ninguna esperanza. La religión, infantilizando a la gente, nos introduce en el sueño de un mundo tan irreal como dichoso, si es que, en efecto, carece de inseguridades. La filosofía constituye una versión más racionalizada del mismo engaño hasta el momento en que adopta una actitud menos escapista.
                      Charles Darwin explicó la evolución humana en obras como “El origen de las especies” y “El origen del hombre”. La publicación de estas obras fue traumática para muchos y recibió muchas críticas en muchos sentidos, pues discutía el Génesis, que era la palabra de Dios y revelaba que el ser humano era de naturaleza animal, un animal más, cosa indignante, porque subrayaba la prepotencia del ser humano al sentirse parte distinta al reino animal dentro del mundo natural, es decir, que era más cómodo pensar que Dios creó al hombre y lo hizo a su imagen y semejanza. Desde entonces, la filosofía no debía quedarse ajena a la idea de que el ser humano era una criatura falta de plenitud, un animal imperfecto, un ser limitado a pesar de sus muchas capacidades y lastrado por sus angustias.
                      Es una dimensión nueva en la que ya no se deben solucionar problemas como si hay un espíritu inmortal y qué sucederá tras la muerte, sino cómo sobrellevarlo. La filosofía tenía que enfrentar el problema del hombre en esa cuerda floja tendida entre el mono y una realidad de profundos anhelos. La filosofía de Schopenhauer, con obras como “La voluntad como representación del mundo” resulta, por cierto, una obra bastante negativa, y la de Nietzsche es una obra más positiva, pero que pide, que exige necesariamente de una negatividad que permita construir. Tiene por tanto dos aspectos: un lado positivo, que promete unos anhelos (superhombre, voluntad de poder, sentido de tierra), malinterpretado como la base del nacionalsocialismo en muchas ocasiones, y un lado negativo (muerte de Dios, falsedad de la mentira piadosa, repaso muy crítico de toda la filosofía anterior, temor al gran número, desconfianza de la metafísica, antiplatonismo, escepticismo respecto a los racionalistas…) donde queda patente el conjunto de vulnerabilidades humanas.
                      Martin Heidegger siguió la senda del existencialismo. La huella del pensamiento nietzscheano está presente en su propio pensamiento (además el explicaba, en sus clases universitarias, la filosofía de Nietzsche). Al iniciar su singladura filosófica, habla del ser humano como “el ser existente”, que es el “Dasein”, es decir, “el existente ahí”, que sufre y padece y no puede quedar al margen de lo que lo rodea. Tiene anhelos, es sensible, padece y siente, y tiene sus angustias porque es un ser para la muerte. Lo tormentoso que tiene la obra de los existencialistas (los del XX leyeron las obras de Nietzsche) está precisamente en que Nietzsche destruye ese paraguas en el que estaba atechado el hombre, es decir, que las explicaciones infantiles de una filosofía pasada han quedado desmentidas, dejando al hombre el camino libre de engaños, pero también encaminándolo hacia el penoso destino de tener que ver la desnudez de sus temores e inseguridades. Tras las corrientes del existencialismo, apareció en el horizonte filosófico una nueva corriente conocida como los pensadores del pensamiento débil o posmoderno, que tienen una menor importancia y obras que no presentan tanto interés como los anteriores, porque no son, desde luego, cimeros en el mundo del pensamiento.
                      Por lo tanto, en torno a la metafísica, se construyen licencias o se buscan fisuras para poder esconder la verdad no agradable a los seres humanos hasta que, por fin, nace una filosofía valiente que afronta los grandes retos sin irse por extraños sumideros o sin echar a volar al cielo como una paloma. El mundo de las ideas, la “res cogitans”, los mundos posibles, el espíritu absoluto, la utopía izquierdista son la gran mentira que desvía el verdadero problema que afrontan las filosofías más valientes. Y estas filosofías más valientes lanzan un reto importante al hombre moderno que se ve perdido en una existencia compleja y un mundo cada vez más tecnificado que le deja poco tiempo para pensar. Pero, sobre todo, existe cada vez una conciencia mayor de que esas inquietudes que, en el fondo, son las preguntas de siempre (nacer, morir, existir, sufrir, salvarse, el origen, el destino, la injusticia) no pueden ser respondidas por supuestos sabios sin una subjetividad que es impertinente e insegura: los placebos no curan, y esa es la decadencia de la filosofía en los tiempos actuales.
                      Todo ser humano tiene conciencia de la muerte. Si Nietzsche considera que es aceptable la condición caduca de la vida (una vida no debe durar eternamente, sino que, debe estar contenida en sí misma como algo pleno), Heidegger piensa, por el contrario que la vida es la conciencia de la muerte, que el Dasein o “el que existe ahí” es una criatura destinada a morir y con conciencia de la inminencia de su muerte. Esta es una experiencia desgarradora para todo ser vivo: saber que su destino es el vacío, y, no en vano, tal conciencia ha motivado muchas de las páginas de la mejor literatura de todas las épocas. Es cierto que esa idea de “tempos fugit” es una constante a lo largo de las letras universales, pero que sobresale más en unos momentos que en otros.
                      Resulta interesante observar que, en el tiempo en que vivimos, la conciencia de la muerte sigue siendo un tópico tan actual como lo fue en la época del Siglo de Oro español, y no solamente del Siglo de Oro español, pues ¿quién diría que no aparece en otras épocas o en otros lugares? El paso del tiempo, la llegada de la muerte son los temas de muchos autores barrocos, desde los peninsulares (Góngora, Quevedo, Lope) hasta los autores ingleses como John Done, famoso sonetista contemporáneo de Shackespiare. Es de recordar que el tema está sugerido en “La vida es sueño” de don Pedro Calderón de la Barca, pero que aparece como una especie de “grundstheme” en nuestra poesía barroca: “Naciste ayer para morir mañana” (soneto de Góngora), “Buscas a Roma en Roma, oh peregrino” (traducción de Ronsard hecha por Quevedo), “Pura, encendida rosa” (Rioja)…
                      Sthendal vio acertadamente que la vida de Mozart fue corta y vino a considerar que ese vivir apurado y esa muerte temprana estaban presentidas por un hombre vitalista que quiso explotar sus ansias de vivir, es decir, que la condición mortal nos hace valorar el tiempo. Pero, tras haber aprovechado la vida, surge la angustia del vacío, aunque el tiempo que uno haya vivido sea el de una larga vida, lo cierto es que nadie quiere morirse y que hay un “horror vacui”. Tanto es así que esta obsesión por lo perecedero de esta vida llevó a pintores como Valdés Leal a recrearse pintando cadáveres en criptas de importantes personajes de las más altas autoridades eclesiásticas: papas, cardenales, obispos…
                      La expresión “Primum vivire” de Epicuro, si bien tuvo para los hedonistas un significado muy preciso en el momento en que se llevó este pensamiento, es una afirmación acertada en la actualidad de cara a que el saber especulativo que pretenden los amantes de la filosofía ha pasado a estar en un tercer plano: el hombre moderno tiene un tiempo de ocio, pero también multitud de entretenimientos que distraen su curiosidad, y las preocupaciones y tensiones de la vida diaria lo apartan de las preguntas tenidas como trascendentales: el ser, el valor, el sentido de la existencia, del universo y demás ya no inquietan tanto, perdiendo protagonismo, porque, frente al ser, está el hacer. La religión, por otro lado, algo que solamente puede mantenerse a costa de fe, existe entre las conciencias pueriles y es efectiva en casos realmente muy concretos, como el del niño cuya madre ha fallecido y al que se le explica “que mamá está en el cielo, al lado de Dios, desde donde lo mira y lo protege”.
                      Respecto a la muerte, no es la muerte solamente un destino para la vida, una certeza inevitable, sino también conciencia que provoca una angustia de la que es difícil desprenderse. Pero la muerte cosa que poder asumir en último término, sino para las conciencias más maduras: el intento de racionalizar la muerte es posible analizando la vida y suponiendo que el acto de morir es simplemente finalizar este proceso. La solución lógica siempre a este problema será siempre que la muerte excluye el placer y el dolor, que no entraña ni necesita, y que por lo tanto, morirse es indistinto.
                      Pero quién puede permanecer indiferente ante la muerte es una cuestión que no se plantea ni de lejos, dado que la muerte no deja indiferente a nadie. Primeramente está la llamada de la autoconservación, el instinto que consiste en buscar no morir, pero después está también el carácter pueril de quienes en el fondo no aceptan que, antes o después, acabarán muriendo de una manera o de otra. Esto es el fruto infantil de un desarrollo egótico e inmaduro, naturalmente. Pero a todos se nos impone la idea de que morir no solo es una posibilidad, sino una necesidad a la que uno mismo no puede escaparse: todos sabemos que estamos destinados a morir.
                      Vemos que, en consecuencia, la muerte es un problema que se transforma en nuestra conciencia: el problema no consiste en morirse, ya que las aspiraciones de felicidad o el sufrimiento no tienen cabida en la muerte, si entendemos que la vida finaliza en la muerte y que la vida es esencialmente función de relación (todo lo que no experimenta un contacto con el exterior a través de los sentidos está muerto), pero sí en el hecho e vivir con la conciencia desesperante de la muerte.
                      Es necesario entender que el problema no es la muerte, de la que no proceden molestias ni inquietudes, sino la vida, la vida misma, que guarda muchos desasosiegos y muchas crueldades para el que vive, pero que encierra además la desgracia de tener que acabarse un día. El temor a morir existe, no propiamente el temor a estar muerto, que es una cosa distinta. La muerte nos impone la conciencia de nuestra misma finitud y eso resulta angustioso, no por cuestiones que tengan que ver con cosas de orden racional, pensable, sistematizable, sino por cuestiones que están en relación con factores anímicos.
                      Vale el ejemplo del niño mimado por sus padres que coge una rabieta terrible cuando pasa por delante de un escaparate y quiere un juguete que su abuelito, que lo lleva ese día de la mano, no le puede, no le quiere y no le debe comprar. Pero en este caso no se trata de un mero niño estúpido al que sus padres han mimado demasiado, porque, con media edad, un adulto sigue experimentando el “horror vacui” de la muerte, y porque los ancianos achacosos que dicen querer morir, llamando la atención de sus familiares y parientes, en el fondo, no hayan consuelo en la idea de extinguirse. Y es que, de fondo, resulta innegable que perder la vida es perderlo todo. ¿Se encuentra respuesta en la filosofía?
                      El destino del hombre está en eliminar la filosofía de su vida y de sus inquietudes porque la filosofía es poco eficaz para la eliminación de la angustia que uno puede sentir al enfrentar las preguntas de siempre. Esta solución no deja de ser acertada, puesto que la fe en la razón y en el rigor lógico que la filosofía propone es infructuosa en un momento en que no se temen infiernos y purgatorios o los médicos le explican a los pacientes con toda naturalidad que su enfermedad es terminal, que les quedan pocos meses de existencia. Entonces, si estamos en un universo material que no comprendemos bien, que está expandiéndose y que tiene un tamaño tan grande, no tiene sentido para el hombre común preguntarse por el origen ni por la finalidad de todo ese complejo aparato de planetas, estrellas y galaxias. La vida, pensada para ser vivida, es una vida que se dirige a la posesión: tener una casa, tener un coche, tener un barco, rentabilizar una empresa.
                      La ciencia no es realmente un triunfo en tanto que solución a los problemas que genera la curiosidad humana, sino que su éxito sobre los saberes basados en la fe o en la lógica especulativa y metafísica de la tierra se debe a la profunda contribución de sus resultados a una tecnología que permite una sociedad de consumo que ofrece mucho más que una rústica sociedad de subsistencia. Quizás una población que come y engorda se halla feliz entretenida con todo ese bagaje de juguetes materiales que se pueden comprar. Frente a la mayoría que se siente dichosa con su empleo, están los que siempre tuvieron una aspiración más compleja, los que siempre, apartándose de la masa despreocupada y feliz, se hacen las preguntas más extrañas y también las más interesantes. Pero son estos últimos los que marcan un ocaso no solamente de la filosofía, sino también de la ciencia.
                      El saber científico, más allá de la contribución a la producción, cosa que dota este conocimiento de gran prestigio, en realidad resulta demasiado complejo para las personas de cultura media, y plantea cuestiones demasiado inverosímiles para quien pretende unas explicaciones que son inalcanzables. El carácter empírico del conocimiento que presentan las ciencias de la naturaleza empieza a ser dudoso cuando se nos habla de dimensiones que superan el espacio y el tiempo, cuando se nos propone que el universo es una expansión debida a una explosión o que tiene forma de silla de montar. Al plantearnos lo que realmente nos ofrecen las ciencias más especializadas, llegamos a la conclusión de que nos vuelven a pedir, como la religión, nuestra confianza.
                      Siempre el conocimiento pide confianza, confianza en los sentidos, desde luego. ¿Puede dudar acaso de la copa de vino que tiene delante el comensal que se sienta en un banquete cuando la mira? Pero el horizonte cultural del ser humano pregunta sobre cosas que están mucho más allá, como por ejemplo, las estrellas, sobre las que ya hubo de discurrir, Newton. En esta época en la que los modernos astrofísicos nos hablan de los agujeros negros, es demasiada la confianza que se nos pide para tener que depositar nuestra credibilidad en modelos de cosmos que se pierden por los mismos sumideros que los crean, a saber, extrañas paradojas matemáticas no comprensibles para todos. Y la impopularidad de estos descubrimientos no llega a llenar ese vacío que deja la muerte de Dios, porque seguimos sin saber qué somos, a dónde vamos y de dónde venimos.


2013 © José Ramón Muñiz Álvarez

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