José Ramón Muñiz Álvarez
“ACERCAMIENTO A UNAS
IMPRESIONES SUBJETIVAS SOBRE LA
DECADENCIA DE LA FILOSOFÍA EN RELACIÓN
A
HUMANO”
(breve meditación)
La
actividad literaria comienza desde los primeros tiempos históricos y asume toda
clase de escritos, sin prestar demasiada atención al hecho de si son creación o
si corresponden a diversas esferas del saber o de la religión. La concepción de
lo literario se confunde con las actividades propias de las gentes letradas,
que suelen ser las de las gentes de las altas esferas, ya que la persona común,
el hombre sencillo, ni leyó ni escribió a lo largo de la mayoría de los siglos
de la historia. Hubo, sin embargo, un cambio trascendental cuando el afán
clasificatorio separó los saberes en el siglo XVIII, en un momento en que cada
ciencia era una búsqueda de conocimiento centrada sobre determinados objetos
que pedían un método específico. De esta manera, lo literario deja de ser el
conjunto de escritos en general y se especializa en el conjunto de escritos que
tienen una dimensión creativa.
En
este sentido, era posible decir que una novela era literatura antes del siglo
XVIII y lo fue después de dicho siglo, pero, tras el siglo XVIII nadie hubiera
dicho que un tratado de naturaleza era literatura, cosa de la que no se dudaba
un siglo antes. Dicha tendencia se vio fortalecida más adelante, porque el
siglo XIX vio cómo las actividades se hacían cada vez más específicas. Si un
médico, para ser médico, ha de estudiar medicina en general y luego ir
especializándose hasta ser un médico del pulmón, del corazón o del hígado, la
mayoría de los oficios todavía no requerían una cualificación tan especializada
como luego durante el siglo XX o ahora en la actualidad. La cultura general,
por razones que tienen que ver con las necesidades profesionales, pierde
terreno, para bien o para mal, frente al conocimiento especializado.
Pensar que la actividad literaria es
vista como algo menos general y que el concepto se ciñe a los escritos de
creación es indicativo de profundos cambios en el saber que son conducentes a
la conclusión de que el Siglo de las Luces marca un cambio: hay un giro de 180
grados al respecto de que los saberes no eran vistos como algo independiente
con anterioridad. Durante la
Edad Media , los estudios posibles eran, dentro del marco de
las artes liberales, el “trivium” y el “quadruvium”. Quien conocía el primero
tenía un amplio conocimiento y quien abarcaba el segundo había agotado ya el
saber, dado que la concepción medieval respecto al saber era, naturalmente,
poco generativa: el saber había sido creado por los sabios de épocas antiguas y
no hacían falta nuevos descubrimientos, sino la conservación del mismo saber.
Por supuesto, todos los saberes estaban enmarcados por la servidumbre impuesta
por la teología, dado que se concebía que solamente Dios era el centro del
Universo.
La
diversificación de los saberes ocurrida en el siglo XVIII con un auge de fe en
la racionalidad, que identificaba la felicidad con el uso de la razón, presenta
un paisaje intelectual tan distinto al de épocas anteriores que es preciso
recordar que la actividad filosófica anterior era el fruto de una caterva de
gentes que de manera especulativa discurrían sobre los más variados temas.
Mientras en la actualidad se prepara uno para conocer bien un determinado
terreno que queda marcado por los límites de su profesión, en tiempos antiguos,
sin la existencia de universidades, la gente común no acudía a las “scholae”
(escuelas) a las que sí podían acudir los hijos de las clases privilegiadas.
Eran momentos de un gran sentido práctico en los que la filosofía tenía un lugar
muy secundario y en que la mayoría de la gente seguía guiándose por los
resultados de un conocimiento popular o gnómico vinculado al medio: conocer las
estrellas era útil para navegar, saber las estaciones y las épocas de siembra y
cosecha era imprescindible en el campo.
En
tiempos casi inmediatamente posteriores a la prehistoria, los patrones
religiosos estaban muy lejos de ser superados. El saber estaba sumido en la
superstición y en las religiones. Se ignoraba la figura del filósofo y no se
alcanzaba a ver ni siquiera de lejos la necesidad de establecer un rigor
científico. Por otra parte, el mundo del conocimiento era un territorio que
permanecía virgen, en buena medida porque el sentido práctico era imperativo:
hablamos de una sociedad incipiente en la que está todo por hacer, en la que
hay gran carestía, en la que no faltan las necesidades. Con muchos problemas y
pocas soluciones, el ocio era algo que se ofrecía en teoría a los más ricos, a
los príncipes, a los amos, y estos estaban todo l día ocupados en guerras, en
luchas, en diplomacia y política, bien como propietarios o bien como dirigentes
de los pueblos y parcelas que les correspondía. Y el cultivo de la sabiduría no
es posible en un tiempo así, porque los saberes florecen sobre todo cuando la
gente está desocupada.
La
progresiva venida de medios cada vez más poderosos que permiten la comunicación
entre las diversas poblaciones ha transformado demasiado la vida. En este
sentido, poco queda ya de aquel mundo primitivo y sin documentos históricos en
que las gentes tenían pocas inquietudes teóricas y estaban aferradas a esos
conocimientos imprescindibles para un estilo de vida elemental y rústico que
está plenamente vinculado a la tierra en la hora del mayor primitivismo de una
civilización. Pero no olvidemos que el mar y los ríos permitían a los más
valientes comerciar, adentrarse, buscar otros territorios donde encontrar otras
gentes con las que mercadear. Y de aquí nació la relatividad de todas las cosas.
Y nació porque, primeramente, hubo ociosidad: el mercader, tras hacerse rico,
suele ser un hombre que deja sus asuntos en manos de otros, mientras se va
dedicando, paulatinamente, a escudriñar ciertos aspectos que le interesan,
puesto que, al ver mundo, al conocer otros pueblos, halla que las explicaciones
de otras naciones y gentes son distintas a las que ofrecen las tradiciones
propias. Esta consideración obliga a la necesidad de una verdad universal,
válida para todos y supone una conciencia de relativismo.
El
paso del “mithos” al “logos” es el paso de la religión hacia filosofía. Pero la
filosofía, que se ofrece como una alternativa a las distintas respuestas entre
lo mítico y lo dogmático de las distintas religiones de aquellos tiempos, no
ofrece ninguna respuesta segura, no tiene ningún asidero seguro. Esto sucede
por el método filosófico mismo: el filósofo falsifica la realidad con la lógica
en la construcción de una verdad engañosa, sea o no su voluntad la de aparecer
como embustero. Los filósofos, con las armas de la lógica, habrían sido desde
el principio capaces, y no siempre, de no contradecirse a sí mismos, pero jamás
se dispusieron a buscar el conocimiento de una manera experimental. Cuando esto
sucedió, bastantes siglos más tarde, nació la primera actividad científica, no
exenta, necesariamente, de muchos errores y de mucha rudeza, como ocurre en
toda actividad que se está iniciando.
Las
soluciones que da la filosofía oriental son muy religiosas. Es decir, el mundo
asático genera religiones diversas en las que los saberes filosóficos no se
pueden segregar de los mitos con tanta facilidad como ocurre en el mundo
occidental. No son saberes de tipo racionalista, están lejos de ese mundo
occidental en que los presocráticos van a ser una legión de filósofos capaces
de proponer explicaciones que no suponen una doctrina o un saber moralizante de
tipo espiritual. El hinduismo y el budismo tienen que ver con la manera de
vivir y descubren pautas que suponen una filosofía de la vida, pero ese cómo
vivir es un saber explicado dentro de convicciones sobre la reencarnación, el
espíritu y la relación con diversos dioses o la aspiración a romper la rueda de
las pasiones en la que el individuo queda atrapado.
En sus orígenes, la filosofía
occidental se muestra más racionalista, siendo observable un tránsito hacia una
menor carga de lo mitológico, que, en autores como Platón, van reapareciendo
con una función muy distinta a la original: el mito de la caverna o el del
auriga, por ejemplo, son más la presentación de ejemplificaciones o
establecimiento de parangones con fines pedagógicos. Lentamente, la filosofía
se va apartando de la religión, del mito y de la leyenda, que constituyen un
mundo irreal, pero, a hacerlo, no logra la conquista de la realidad, sino que
la falsifica. Y es que los filósofos se proponen una explicación de la realidad
que es, por lo general, muy traicionera. El carácter especulativo del método
filosófico, más que revelar la verdad, permite al pensador la licencia de la
construcción de los mundos paralelos. Para negar la realidad a explicar, basta
con dudar de los sentidos, decir que las cosas no son lo que parecen o perderse
por lo profundo con la existencia de mundos lógicos paralelos que hubiesen
podido darse en lugar del mundo presente.
La
filosofía no ofrece un saber seguro sobre nada, es mera especulación, un
establecimiento de una idea de la realidad que resulta escapista: huye de la
realidad. El escapismo filosófico es la tónica general de la historia
filosófica, y aparece en autores tan ilustres como Platón (su mundo de las
ideas se sitúa por encima del mundo empírico como real al ser pensado como más
perfecto), Descartes (porque al dudar de todo, duda de los sentidos y se
enfrasca en un tremendo solipsismo), Leibniz (para quien existen mundos
paralelos lógicamente pensables), Hegel (que ya de mano supone lo pensable como
real). Que dichos filósofos dijeran cosas semejantes puede considerarse como una
herejía contra el mundo real, y, en esta línea, no es problemático que estos
autores hayan dicho estas cosas, sino el hecho de que son parte de los filósofos más influyentes y que
la tónica general de la filosofía, bien por confianza en estas autoridades o
bien por otras razones, ha seguido casi siempre este proceder.
Naturalmente, existen pensadores que van en un sentido contrario, como
los empiristas ingleses (especialmente, David Hume), pero también autores como
Nietzsche: cuando dijo que había que amar el sentido de la tierra, está
posicionándose en contra del transmundo, de la mentira de la religión, del
cielo y del infierno, de todo cuanto sirve a los buenos curas para pastorear
las almas cándidas de su feligresía, pero también de la actividad filosófica en
general y de la metafísica. De una manera distinta al materialismo marxista,
estos autores son materialistas y son leales a la realidad. Pero la mayoría de
las tradiciones que se establecen en filosofía son de actitud escapista y
ensayan por distintas vías una fuga de la realidad a costa de una misma
licencia: negar el mundo que se revela a los sentidos tal y como es. Y esto lo
hacen hipócritamente la mayoría de los filósofos para poder así cercenar en el
sistema intelectual teórico e irreal de su pensamiento todo aquello que no les
gusta. Dicha licencia da lugar en ocasiones a que los pensadores nos sumerjan
en mundos tan irreales que podría parecer que el novelista más fantasioso tiene
poca imaginación cuando pretende ficcionar. La filosofía es el arte de crear un
mundo ficción.
Si
la verdad es ante la realidad construcción de la misma realidad en nuestra
mente, podemos confiar, debemos confiar en los sentidos antes que en nuestro
raciocinio, haciendo lo contrario de lo que pretendía Descartes. Quienes
estudian la percepción saben hasta qué punto nos engañan los sentidos de una
manera rentable a nuestro vivir: en la visión tridimensional, hacer más pequeña
la imagen de lo grande cuando está mas lejos nos da profundidad de visión,
conciencia de la distancia y un marco de visión más amplio. La mera razón no
puede inventar mundos paralelos o crearlos, y no se puede vivir dudando de
todo. Y, e este sentido, la ciencia puede cometer errores, pero no pretende ficcionar
la realidad, sustituyéndola por los hechos imaginarios. Ahora bien, la ciencia
no es siempre leal a la realidad, como sucede en filosofía. Esto sucede porque
la ciencia, como dice Ortega, no siempre hace coincidir realidad y verdad, sino
que, angularmente, coinciden unas veces y otras no.
Básicamente, podemos hablar de que los seres humanos no son perfectos y
que sufren diversas enfermedades. El dolor está presente en nuestras vidas y
todos hemos tenido que acudir alguna que otra vez a las farmacias a comprar
medicamentos, que no solamente nos brindan una curación, sino también la calma
a los dolores que padecemos. Pero, si el ser humano es solamente un trozo de
carne, es una criatura sensible, doliente, dispone de mente (frente a la
anterior dicotomía cuerpo y alma preferimos la dicotomía cuerpo y mente), por
lo que no todas las sustancias que se compran para calmar dolores son el
equivalente a los calmantes que propician las filosofías cobardes que proponen
el optimismo escapista y las religiones.
El dolor es un motivador del ejercicio filosófico más que el
aburrimiento. Mientras el horizonte cultural del mundo europeo estuvo dominado
por la creencia en Dios, ante las dificultades de la vida era posible
solucionar la cuestión con exvotos: ¿que mi hijo está malo, mi padre se muere,
se hunde la economía doméstica o el médico dice que estoy en las últimas? A
poner la vela al santo.
En
gran medida, la filosofía anterior a Schopenhauer supone una línea de
corrientes que, por lo general, no explican la vida como algo falto de
plenitud, debido al peso que han tenido los griegos a lo largo de casi todos
los siglos en nuestra cultura. La filosofía no podía justificar el dolor, pero
podría mitigarlo, dando seguridad a sus creyentes (creyentes de la filosofía,
nada menos) al presentar la fórmula, repetida hasta la saciedad, de que la
razón podía descifrar un universo complejo en el cual el ser humano era la
medida a tener en cuenta. La tragedia griega, por cierto, era mucho más
realista al presentar a los héroes legendarios griegos vencidos y torturados
por la adversidad y dejados al capricho de los dioses. Porque buscar en el
universo un orden acorde al hombre es una forma de no querer admitir el
desacuerdo del hombre con la naturaleza, con el entorno hostil, con su propio
destino.
Si
tuviésemos que abarcar la historia de la filosofía occidental completa,
tendríamos que dividirla en diversos tiempos, muy desiguales, por cierto, y no
siempre bien conocidos (no e vano, un pensador como Platón, tan importante, es
en el fondo el gran desconocido: ignorando cómo concebía el Bien y el Límite no
podemos saber mucho del mundo de las ideas que plantea): el período de la
cándida inocencia, el período de la mentira cobarde y el período de la
aceptación valiente. El primer período corresponde con los presocráticos,
quienes son cándidos e inocentes, pues hacen de la filosofía una investigación
centrada en la naturaleza sin perderse por lo profundo con cuestiones que afectan
a la esfera emotiva de quién pretende descifrar el sentido de la vida.
En
esta dirección, no serán los presocráticos, desde luego, los que enturbien el
conocimiento con ideas complejas que intenten justificar anhelos imposibles.
Esto sucede en filosofía desde Sócrates, quien no dejó escrito alguno, por lo
que se sabe, y de quien no es mucho lo que se sabe en realidad. Luego, desde
Platón, la filosofía querrá (excepciones a parte, como Aristóteles) ser también
un consuelo, mitigar dolores, calmar inquietudes que pertenecen a la esfera de
la inconstancia que rodea la fortuna del hombre y la angustia de ciertas
certezas bastante incómodas. Pero luego ya será posible, desde el XIX, sobre
todo, la aparición de filosofías que son coherentes con aquello que
precisamente no es cómodo saber.
Para
muchas gentes es incómodo relativizar la existencia de Dios, plantearse que hay
una evolución humana y un pensamiento darwinista, aceptar que el ser humano es
solamente una criatura muy evolucionada frente al resto de los animales, pero
que, como el resto de los animales, carece de un alma y que, tras lo efímero de
la vida, no existe ninguna esperanza. La religión, infantilizando a la gente,
nos introduce en el sueño de un mundo tan irreal como dichoso, si es que, en
efecto, carece de inseguridades. La filosofía constituye una versión más
racionalizada del mismo engaño hasta el momento en que adopta una actitud menos
escapista.
Charles Darwin explicó la evolución humana en obras como “El origen de
las especies” y “El origen del hombre”. La publicación de estas obras fue
traumática para muchos y recibió muchas críticas en muchos sentidos, pues
discutía el Génesis, que era la palabra de Dios y revelaba que el ser humano
era de naturaleza animal, un animal más, cosa indignante, porque subrayaba la
prepotencia del ser humano al sentirse parte distinta al reino animal dentro
del mundo natural, es decir, que era más cómodo pensar que Dios creó al hombre
y lo hizo a su imagen y semejanza. Desde entonces, la filosofía no debía
quedarse ajena a la idea de que el ser humano era una criatura falta de
plenitud, un animal imperfecto, un ser limitado a pesar de sus muchas
capacidades y lastrado por sus angustias.
Es una dimensión nueva en la que
ya no se deben solucionar problemas como si hay un espíritu inmortal y qué
sucederá tras la muerte, sino cómo sobrellevarlo. La filosofía tenía que
enfrentar el problema del hombre en esa cuerda floja tendida entre el mono y
una realidad de profundos anhelos. La filosofía de Schopenhauer, con obras como
“La voluntad como representación del mundo” resulta, por cierto, una obra
bastante negativa, y la de Nietzsche es una obra más positiva, pero que pide,
que exige necesariamente de una negatividad que permita construir. Tiene por
tanto dos aspectos: un lado positivo, que promete unos anhelos (superhombre,
voluntad de poder, sentido de tierra), malinterpretado como la base del
nacionalsocialismo en muchas ocasiones, y un lado negativo (muerte de Dios,
falsedad de la mentira piadosa, repaso muy crítico de toda la filosofía
anterior, temor al gran número, desconfianza de la metafísica, antiplatonismo,
escepticismo respecto a los racionalistas…) donde queda patente el conjunto de
vulnerabilidades humanas.
Martin Heidegger siguió la senda del existencialismo. La huella del
pensamiento nietzscheano está presente en su propio pensamiento (además el
explicaba, en sus clases universitarias, la filosofía de Nietzsche). Al iniciar
su singladura filosófica, habla del ser humano como “el ser existente”, que es
el “Dasein”, es decir, “el existente ahí”, que sufre y padece y no puede quedar
al margen de lo que lo rodea. Tiene anhelos, es sensible, padece y siente, y
tiene sus angustias porque es un ser para la muerte. Lo tormentoso que tiene la
obra de los existencialistas (los del XX leyeron las obras de Nietzsche) está
precisamente en que Nietzsche destruye ese paraguas en el que estaba atechado
el hombre, es decir, que las explicaciones infantiles de una filosofía pasada
han quedado desmentidas, dejando al hombre el camino libre de engaños, pero
también encaminándolo hacia el penoso destino de tener que ver la desnudez de
sus temores e inseguridades. Tras las corrientes del existencialismo, apareció
en el horizonte filosófico una nueva corriente conocida como los pensadores del
pensamiento débil o posmoderno, que tienen una menor importancia y obras que no
presentan tanto interés como los anteriores, porque no son, desde luego,
cimeros en el mundo del pensamiento.
Por
lo tanto, en torno a la metafísica, se construyen licencias o se buscan fisuras
para poder esconder la verdad no agradable a los seres humanos hasta que, por
fin, nace una filosofía valiente que afronta los grandes retos sin irse por
extraños sumideros o sin echar a volar al cielo como una paloma. El mundo de
las ideas, la “res cogitans”, los mundos posibles, el espíritu absoluto, la
utopía izquierdista son la gran mentira que desvía el verdadero problema que
afrontan las filosofías más valientes. Y estas filosofías más valientes lanzan
un reto importante al hombre moderno que se ve perdido en una existencia
compleja y un mundo cada vez más tecnificado que le deja poco tiempo para
pensar. Pero, sobre todo, existe cada vez una conciencia mayor de que esas
inquietudes que, en el fondo, son las preguntas de siempre (nacer, morir,
existir, sufrir, salvarse, el origen, el destino, la injusticia) no pueden ser
respondidas por supuestos sabios sin una subjetividad que es impertinente e
insegura: los placebos no curan, y esa es la decadencia de la filosofía en los
tiempos actuales.
Todo
ser humano tiene conciencia de la muerte. Si Nietzsche considera que es
aceptable la condición caduca de la vida (una vida no debe durar eternamente,
sino que, debe estar contenida en sí misma como algo pleno), Heidegger piensa,
por el contrario que la vida es la conciencia de la muerte, que el Dasein o “el
que existe ahí” es una criatura destinada a morir y con conciencia de la
inminencia de su muerte. Esta es una experiencia desgarradora para todo ser
vivo: saber que su destino es el vacío, y, no en vano, tal conciencia ha
motivado muchas de las páginas de la mejor literatura de todas las épocas. Es
cierto que esa idea de “tempos fugit” es una constante a lo largo de las letras
universales, pero que sobresale más en unos momentos que en otros.
Resulta interesante observar que, en el tiempo en que vivimos, la conciencia
de la muerte sigue siendo un tópico tan actual como lo fue en la época del
Siglo de Oro español, y no solamente del Siglo de Oro español, pues ¿quién
diría que no aparece en otras épocas o en otros lugares? El paso del tiempo, la
llegada de la muerte son los temas de muchos autores barrocos, desde los
peninsulares (Góngora, Quevedo, Lope) hasta los autores ingleses como John
Done, famoso sonetista contemporáneo de Shackespiare. Es de recordar que el
tema está sugerido en “La vida es sueño” de don Pedro Calderón de la Barca , pero que aparece como
una especie de “grundstheme” en nuestra poesía barroca: “Naciste ayer para
morir mañana” (soneto de Góngora), “Buscas a Roma en Roma, oh peregrino”
(traducción de Ronsard hecha por Quevedo), “Pura, encendida rosa” (Rioja)…
Sthendal vio acertadamente que la vida de Mozart fue corta y vino a
considerar que ese vivir apurado y esa muerte temprana estaban presentidas por
un hombre vitalista que quiso explotar sus ansias de vivir, es decir, que la
condición mortal nos hace valorar el tiempo. Pero, tras haber aprovechado la
vida, surge la angustia del vacío, aunque el tiempo que uno haya vivido sea el
de una larga vida, lo cierto es que nadie quiere morirse y que hay un “horror
vacui”. Tanto es así que esta obsesión por lo perecedero de esta vida llevó a
pintores como Valdés Leal a recrearse pintando cadáveres en criptas de
importantes personajes de las más altas autoridades eclesiásticas: papas,
cardenales, obispos…
La
expresión “Primum vivire” de Epicuro, si bien tuvo para los hedonistas un
significado muy preciso en el momento en que se llevó este pensamiento, es una
afirmación acertada en la actualidad de cara a que el saber especulativo que
pretenden los amantes de la filosofía ha pasado a estar en un tercer plano: el
hombre moderno tiene un tiempo de ocio, pero también multitud de
entretenimientos que distraen su curiosidad, y las preocupaciones y tensiones
de la vida diaria lo apartan de las preguntas tenidas como trascendentales: el
ser, el valor, el sentido de la existencia, del universo y demás ya no
inquietan tanto, perdiendo protagonismo, porque, frente al ser, está el hacer.
La religión, por otro lado, algo que solamente puede mantenerse a costa de fe,
existe entre las conciencias pueriles y es efectiva en casos realmente muy
concretos, como el del niño cuya madre ha fallecido y al que se le explica “que
mamá está en el cielo, al lado de Dios, desde donde lo mira y lo protege”.
Respecto a la muerte, no es la muerte solamente un destino para la vida,
una certeza inevitable, sino también conciencia que provoca una angustia de la
que es difícil desprenderse. Pero la muerte cosa que poder asumir en último
término, sino para las conciencias más maduras: el intento de racionalizar la
muerte es posible analizando la vida y suponiendo que el acto de morir es
simplemente finalizar este proceso. La solución lógica siempre a este problema
será siempre que la muerte excluye el placer y el dolor, que no entraña ni
necesita, y que por lo tanto, morirse es indistinto.
Pero
quién puede permanecer indiferente ante la muerte es una cuestión que no se
plantea ni de lejos, dado que la muerte no deja indiferente a nadie.
Primeramente está la llamada de la autoconservación, el instinto que consiste
en buscar no morir, pero después está también el carácter pueril de quienes en
el fondo no aceptan que, antes o después, acabarán muriendo de una manera o de
otra. Esto es el fruto infantil de un desarrollo egótico e inmaduro,
naturalmente. Pero a todos se nos impone la idea de que morir no solo es una
posibilidad, sino una necesidad a la que uno mismo no puede escaparse: todos
sabemos que estamos destinados a morir.
Vemos que, en consecuencia, la muerte es un problema que se transforma
en nuestra conciencia: el problema no consiste en morirse, ya que las
aspiraciones de felicidad o el sufrimiento no tienen cabida en la muerte, si
entendemos que la vida finaliza en la muerte y que la vida es esencialmente
función de relación (todo lo que no experimenta un contacto con el exterior a
través de los sentidos está muerto), pero sí en el hecho e vivir con la
conciencia desesperante de la muerte.
Es necesario entender que el
problema no es la muerte, de la que no proceden molestias ni inquietudes, sino
la vida, la vida misma, que guarda muchos desasosiegos y muchas crueldades para
el que vive, pero que encierra además la desgracia de tener que acabarse un
día. El temor a morir existe, no propiamente el temor a estar muerto, que es
una cosa distinta. La muerte nos impone la conciencia de nuestra misma finitud
y eso resulta angustioso, no por cuestiones que tengan que ver con cosas de orden
racional, pensable, sistematizable, sino por cuestiones que están en relación
con factores anímicos.
Vale
el ejemplo del niño mimado por sus padres que coge una rabieta terrible cuando
pasa por delante de un escaparate y quiere un juguete que su abuelito, que lo
lleva ese día de la mano, no le puede, no le quiere y no le debe comprar. Pero
en este caso no se trata de un mero niño estúpido al que sus padres han mimado
demasiado, porque, con media edad, un adulto sigue experimentando el “horror
vacui” de la muerte, y porque los ancianos achacosos que dicen querer morir,
llamando la atención de sus familiares y parientes, en el fondo, no hayan
consuelo en la idea de extinguirse. Y es que, de fondo, resulta innegable que
perder la vida es perderlo todo. ¿Se encuentra respuesta en la filosofía?
El
destino del hombre está en eliminar la filosofía de su vida y de sus
inquietudes porque la filosofía es poco eficaz para la eliminación de la
angustia que uno puede sentir al enfrentar las preguntas de siempre. Esta
solución no deja de ser acertada, puesto que la fe en la razón y en el rigor
lógico que la filosofía propone es infructuosa en un momento en que no se temen
infiernos y purgatorios o los médicos le explican a los pacientes con toda
naturalidad que su enfermedad es terminal, que les quedan pocos meses de
existencia. Entonces, si estamos en un universo material que no comprendemos
bien, que está expandiéndose y que tiene un tamaño tan grande, no tiene sentido
para el hombre común preguntarse por el origen ni por la finalidad de todo ese
complejo aparato de planetas, estrellas y galaxias. La vida, pensada para ser
vivida, es una vida que se dirige a la posesión: tener una casa, tener un
coche, tener un barco, rentabilizar una empresa.
La
ciencia no es realmente un triunfo en tanto que solución a los problemas que
genera la curiosidad humana, sino que su éxito sobre los saberes basados en la
fe o en la lógica especulativa y metafísica de la tierra se debe a la profunda
contribución de sus resultados a una tecnología que permite una sociedad de
consumo que ofrece mucho más que una rústica sociedad de subsistencia. Quizás
una población que come y engorda se halla feliz entretenida con todo ese bagaje
de juguetes materiales que se pueden comprar. Frente a la mayoría que se siente
dichosa con su empleo, están los que siempre tuvieron una aspiración más
compleja, los que siempre, apartándose de la masa despreocupada y feliz, se
hacen las preguntas más extrañas y también las más interesantes. Pero son estos
últimos los que marcan un ocaso no solamente de la filosofía, sino también de
la ciencia.
El
saber científico, más allá de la contribución a la producción, cosa que dota
este conocimiento de gran prestigio, en realidad resulta demasiado complejo
para las personas de cultura media, y plantea cuestiones demasiado
inverosímiles para quien pretende unas explicaciones que son inalcanzables. El
carácter empírico del conocimiento que presentan las ciencias de la naturaleza
empieza a ser dudoso cuando se nos habla de dimensiones que superan el espacio
y el tiempo, cuando se nos propone que el universo es una expansión debida a
una explosión o que tiene forma de silla de montar. Al plantearnos lo que
realmente nos ofrecen las ciencias más especializadas, llegamos a la conclusión
de que nos vuelven a pedir, como la religión, nuestra confianza.
Siempre el conocimiento pide confianza, confianza en los sentidos, desde
luego. ¿Puede dudar acaso de la copa de vino que tiene delante el comensal que
se sienta en un banquete cuando la mira? Pero el horizonte cultural del ser
humano pregunta sobre cosas que están mucho más allá, como por ejemplo, las
estrellas, sobre las que ya hubo de discurrir, Newton. En esta época en la que
los modernos astrofísicos nos hablan de los agujeros negros, es demasiada la
confianza que se nos pide para tener que depositar nuestra credibilidad en
modelos de cosmos que se pierden por los mismos sumideros que los crean, a
saber, extrañas paradojas matemáticas no comprensibles para todos. Y la
impopularidad de estos descubrimientos no llega a llenar ese vacío que deja la
muerte de Dios, porque seguimos sin saber qué somos, a dónde vamos y de dónde
venimos.
2013
© José Ramón Muñiz Álvarez
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