miércoles, 11 de septiembre de 2013

Las mansiones del silencio

José Ramón Muñiz Álvarez
“LAS MANSIONES DEL SILENCIO”
(Poemario)
En memoria de José Álvarez Menéndez


Soneto I

Los charcos vio la helada como espejos
del bello resplandor en que, sencillos,
los rayos del sol vieron esos brillos
que prestos dibujaron sus reflejos.

La aurora llegó triste con bermejos
que hirieron de la noche los castillos,
guarida de la voz de los autillos
que mudos se callaron a lo lejos.

Y todo fue silencio de invernada
en esas densidades que el enero
quebró con la crueldad de su dureza.

Preludio de la muerte alborotada,
la nieve fue tan solo en el sendero
que cruza ese paisaje de tristeza.


Soneto II

La altura alcanzar quiso el raudo viento
que se agitó violento en raro rizo,
sabiendo que, si en nieve se deshizo,
primero fue el enero de su aliento.

Halló un color oscuro el firmamento
al ver cuajar la luz de su granizo
en un lugar tomado del hechizo
del aire del invierno ceniciento.

La escarcha, no muy lejos del camino,
miró el paisaje triste, que, callado,
el sol besó con gran melancolía.

Las nieves del enero mortecino
supieron del paisaje derrotado
que supo desbordar la brisa fría.


El hielo de la escarcha

El hielo de la escarcha
que toma los caminos
y sendas silenciosas
que suelen lamentarse en estos días,
palpita, temeroso,
sabiendo, sospechando
que llega el viento helado del enero
con voces que preludian otra muerte.

El hielo de la escarcha
que toma las veredas
y atajos olvidados
que no verán ya más las hojarascas,
palpita, quejumbroso,
sabiendo, suponiendo
que llega el viento helado de la noche
con voces que preludian otra muerte.

El hielo de la escarcha
que toma las colinas,
los prados y los bosques
que no sospecharán la primavera,
palpita, doloroso,
sabiendo, imaginando
que llega el viento helado de otros reinos
con voces que preludian otra muerte.

El hielo de la escarcha
que toma los jardines
y parques apartados
que no sabrán del alba que no llega,
palpita, perezoso,
sabiendo, lamentando
que llega el viento helado de las nieves
con voces que preludian otra muerte.

El hielo de la escarcha
que toma cada valle
y acaso cada cumbre
que duerme su letargo con paciencia,
palpita, sentencioso,
sabiendo, comprendiendo
que llega el viento helado del granizo
con voces que preludian otra muerte.


Supo el vuelo de un vencejo

Supo el vuelo de un vencejo,
cruzando el aire temprano,
dibujar, en lo lejano,
el más encendido espejo;
que, con su raro reflejo,
bordó el oro, en su alegría,
que el mismo cielo encendía
sobre el cristal de la helada,
donde, al brillar la alborada,
quiso alzarse el nuevo día.

Y, a quebrar la sombra oscura
con los más claros pinceles,
hirió, con puñales crueles,
los corales de la altura.
Y la callada espesura
pudo ver la gallardía
con que al fin la brisa fría
de la noche en retirada
pudo admirar la alborada
que vio alzarse el nuevo día.

Y, galopando violento,
vieron correr aquel rayo,
un agitado caballo
sobre las alas del viento.
Porque, cayendo sediento
donde la vida vivía,
la muerte, con osadía,
supo hallar allí guardada,
que, al nacer de la alborada,
supo alzarse el nuevo día.

Porque fue un pincel mortal
el que trazó su belleza,
alzando la fortaleza
de la gala matinal.
Que siempre fue de coral
la luz que la altura hería,
que, por la senda sombría,
escuchando su llamada,
la muerte halló a la alborada
donde se alzó el nuevo día.

Y, con aire fatigoso,
corrió aquel raro palacio
el destello, en el espacio,
con un bostezo gozoso.
Y fue el eco silencioso
que escucha la serranía
esa muerte que vencía
sobre la vida callada,
porque, al nacer la alborada,
quiso alzarse el claro día.


No fueron razonables

No fueron razonables
los ecos del silencio
que vio perder la vida
a quien dejó su aliento junto a un halo
de sueños que se tejen en la nada
y juegan a ser música
de ausencias que se pierden sin remedio.

Tampoco fueron justos
los ecos de esperanza
que hirieron con dureza
al árbol que luchaba, debatiéndose,
contra esos vendavales inclementes
que no supieron nunca
mostrarse con el mundo generosos.

Mas esos temporales
que llegan repentinos,
se van como vinieron,
y, sin aviso alguno, con apuro,
el aire deja su violencia amarga
y vuelven esas horas
de calma a estos terrenos desolados.

Y entonces es momento
de ver, en el camino,
los árboles que mueren
llevados por el golpe furibundo
que suele arremeter con las tormentas,
contento de arrancar
los árboles del bosque de la vida.

Soneto III

No quiso confesar que estaba herido
por ese mal que lleva hasta la muerte
la voz de la esperanza, cuya suerte
destierra con crueldades de su nido.

Y, sin mostrarse triste ni abatido,
guardaba su dolor, si, siendo fuerte,
más duro que la dura piedra inerte,
a nadie dijo el mal más escondido.

Dejó ya este rincón su pensamiento,
que el tiempo pudo ser menos avaro,
haciendo su maldad más decidida:

La clara bocanada que el aliento
recibe al respirar el aire claro
faltó al final, negándole la vida.

Soneto IV

Más altos vio la noche sus castillos
sabiendo que, si el alma se derrama,
no faltarán las manos de una dama
que su color confunda con sus brillos:

Pinceles de la aurora más sencillos,
los traza con agrado alguna llama,
si el alba se deshace en nuevo drama
que corre con apuro sus pasillos.

Las luces apagaron la hermosura
Del mundo, su color siempre risueño,
Su fuerza, su dulzura y su belleza.

Y triste se hizo entonces la figura
De aquella dama cruel cuyo beleño
Veneno fue robado en la maleza.


La luz burló del alba

La luz burló del alba
que nace en los lejanos horizontes
que ven nacer el sol del nuevo día,
diciéndolo imposible,
sabiendo que la muerte
amiga es de las sombras que se esconden.

La luz burló del alba
que sabe de los prados escarchados
que muestran los eneros de mañana
juzgándolo difícil,
sabiendo que la muerte
amiga es de las sombras que se esconden.

La luz burló del alba
que quiebra los cristales de los cielos
que sueñan inocentes otra aurora
pensándolo mentira,
sabiendo que la muerte
amiga es de las sombras que se esconden.


Quiso ayer la noche oscura

Quiso ayer la noche oscura
enfrentarse con la vida,
que, entre la nieve perdida,
rápido el tiempo se apura.
Entre la densa espesura
de los bosques y la helada,
donde reina la nevada
del duro enero invernizo,
junto al ruidoso granizo,
viene la muerte callada.

Quiso luego el rayo ardiente
ver sus fuegos en el cielo,
y, por deshacer el hielo,
se reflejó en la corriente.
Fue la llama incandescente
la que trajo la alborada,
cuya llama engalanada
no vino con alegría,
pues mostró, al nacer el día,
aquella muerte callada.

Y la mañana risueña
la noche quebró profunda
que en la maleza se inunda
de la luz que se hace dueña.
Y al tiempo que se despeña
tanta luz enamorada,
podréis ver la puñalada
que ardió triste y dolorosa
donde la vida gozosa
la muerte alcanzó callada.

Que suele ser doloroso
el paisaje de la muerte,
si es que la quiere la suerte
en ese reino brumoso.
Porque el silencio brumoso
siente que la madrugada
viene, en la noche estrellada,
con un eco de dolor,
que abre paso, sin amor,
a la muerte más callada.

Que suele ser un espejo
en la noche soberana
esa voz de la mañana,
cuando grita el oro viejo.
Y es que el curioso reflejo
que vio el alba alborotada
era su llama cuajada
de singular hermosura
al romper la noche oscura,
flor de la muerte callada.


Abrir una ventana

Abrir una ventana
hubiera sido bello,
tan bello como el vuelo de las aves
que escapan de estos mares de amargura,
sabiendo lo que viene
tras esos meses tristes que se acercan.

Abrir una ventana
hubiera sido bello,
tan bello como el sueño de los osos
que buscan en las cuevas su letargo,
sabiendo lo que viene
tras esos meses tristes que se acercan.

Abrir una ventana
hubiera sido bello,
tan bello como el llanto de las hojas
que pierden su verdura en el otoño,
sabiendo lo que viene
tras esos meses tristes que se acercan.

Abrir una ventana
hubiera sido triste,
tan triste como el canto del espíritu
que vuela de este mundo a otros lugares,
sabiendo lo que viene
tras esos meses tristes que se acercan.


Soneto V

Halló el color la helada en el camino
que el alba ayer supuso fatigado,
y a fuerza de saberlo derrotado,
deshizo en él su brillo coralino.

La luz supo del sol teñir en vino
aquel tejido triste que, callado,
en muerte convirtió su principado,
castigo caprichoso del destino.

Sus llamas esparció, llegando el día,
la luz cuyo color llenó los cielos
y el paso le negó a la brisa fría,

Y vino enero lleno de deshielos,
de ausencias, de febril melancolía,
de escarchas esparcidas por los suelos.


Soneto VI

Un reino de silencio cubre el suelo
que sueña la blancura de la helada,
y acaso en las escarchas atrapada
suspira la maleza bajo el hielo.

Las horas se fugaron del deshielo
y nuevamente vino una nevada
a cumbres que la aurora alborotada
admira con callado desconsuelo.

Llorar el sinvivir más silencioso,
soñar una esperanza en el vacío,
viajar hacia los fondos abisales,

también es soportar el doloroso
lamento que, negando el albedrío,
el alba trajo hasta estos ventanales.


No supo despertar el marinero

No supo despertar el marinero
del sueño en que, sumido,
soñaba con los mares
de mundos olvidados detrás del horizonte.
Amaba los lejanos arrecifes,
los reinos coralinos,
las costas más agrestes,
y el faro que, en la noche, mostraba cada cabo.
Mas supo navegar a todo trapo,
buscar los reinos vírgenes,
imperios alejados
que nunca dijo a nadie, pues eran solo suyos.

Sobre el paisaje dormido

Sobre el paisaje dormido,
nació bella la alborada,
cuya luz alborotada
al cielo quiso encendido.
Y, sabiendo ya rendido
el baluarte silencioso,
rozando el aire brumoso
al capricho de su suerte,
le dijeron de la muerte
y del llanto doloroso.

Y supo el cielo luciente
de la muerte repentina,
que callaba la neblina
en su discreto torrente.
Y el sonido de la fuente
lo dijo al paraje hermoso,
mientras halló, luminoso,
que le dijo la mañana
de la muerte soberana
y del llanto doloroso.

Y triste quebró la helada
en el pétalo que, herido,
supo mostrarse encendido
ante la escarcha agotada.
Porque la muerte callada,
llegada al lugar gozoso,
con un ánimo furioso,
le dijo a los manantiales
de sus callados puñales
y su llanto doloroso.


Los lánguidos acentos

Los lánguidos acentos
que quieren los otoños
nos hablan de los árboles dormidos
que saben contemplarse,
no lejos del camino abandonado,
en un espejo triste
que forman las heladas a la orilla
del aquel arroyo, firme en su derrota.

Tal vez quiso el otoño,
con aires juguetones,
alzar la vista por el firmamento
y ver cómo las aves,
huyendo de los hielos primerizos,
aspiran a otros climas
acaso menos duros, alejados
de un reino de ventiscas y tormentas.

Los viejos castañares
tal vez no sospecharon
el rubio que se enciende en su hojarasca,
vencida, derrotada
acaso moribunda, porque el aire
parece que la quiere
dejada sobre el suelo humedecido
por barros que conocen las escarchas.


Soneto VII

No puede saber bien la despedida,
sabiendo que es un viaje sin regreso
hacer ese camino en el que, preso,
se aparta tu suspiro de la vida.

Tampoco sabe bien esa bebida
amarga que la muerte torna beso,
un vino venenoso que es exceso
de muerte en tus pupilas decidida.

No importa si es destino merecido
el eco del silencio que ya aguarda
a todo el que nació para la muerte.

Y al fin te vas, con paso decidido,
al sueño en que la vida se acobarda
temiendo que su ausencia la despierte.


Soneto VIII

La muerte no tardó, y en su morada
su beso dejó amargo, que, maldito,
vidrió el mirar, tornando en su granito
lo que era dicha y vida alborotada.

Y no tardó la muerte que, apurada,
su firma imprimir supo en el escrito
del duelo que traslada al infinito
la vida que respira desangrada.

Corrió la madrugada cuando, fría,
la voz en el cristal oyó del viento,
llagada de la noche del paisaje.

Y pudo despedir la luz del día
la llama silenciosa del aliento
callado al iniciar el largo viaje.


Las lluvias del invierno regresaron

Las lluvias del invierno regresaron
a aquel paraje gris en el olvido:
el verde malherido del helecho
cedió al rojizo triste de la muerte,
y el pardo del hayedo silencioso
forjó su reino mágico y callado.

Las hojas descendieron, derrotadas,
tras un golpe de viento que, valiente,
rasgó las hojarascas de los bosques,
las sierras olvidadas y las cumbres.
Las lluvias del invierno regresaron
a aquel paraje gris en el olvido:

las nieves de las cimas, los granizos,
supieron de la fuga a otras regiones,
al ver que, en las alturas, los gorriones,
las ánades, las ocas, las serretas
buscaban un refugio más seguro,
rincones apartados y apacibles,
que libres de las lluvias y ventiscas,
vivieran ignorantes de la helada.

Las lluvias del invierno regresaron
a aquel paraje gris en el olvido:
rozó el aliento helado de las brisas
aquel cristal, aquellos ventanales
que hirieron, despertando de su sueño,
las lágrimas calladas del espíritu
que vuela más allá de la arboleda,
que grita la venida del invierno
que nunca perdonó la exuberancia
que tuvo entre sus manos el verano.

Las lluvias del invierno regresaron
a aquel paraje gris en el olvido:
qué duras soledades en el alma
sospechan las poesías que se esconden
en cofres de dolor y de amargura
que dictan sus palabras arbitrarias
al genio de los viejos escritores
que saben describir sus impaciencias,
su calma, su fatal melancolía,
bañada de abandono y mezquindades.

La herida alcanzó el espejo

La herida alcanzó el espejo
cuando, con su puñalada,
los densos muros de sombra
quiso romper la alborada.
Y sus baluartes vencidos
con luz rindió pura y clara,
los paisajes de la noche,
cuando la muerte ocultaban.

Y el sol, entre resplandores,
la luz tejió para el alba,
encendiendo la hermosura
en lienzos de llama clara.
Y miró, desde la altura,
a la luz de la mañana,
los bosques el sol luciente,
cuando la muerte acusaban.

Y el raro brillo bermejo
la luz tejió para el alba,
que dibujó en lo lejano
el color de la mañana.
Y miró el sol los paisajes
que, tras la noche callada,
bellos corales lucieron
cuando la muerte acusaban.


Halló el alba el espejo

Tembló el aliento triste de la noche
Y al fin la madrugada, con tristeza,
Su ausencia dijo al aire,
Cuando emprendió el camino de la nada.

La luz del sol nació en la lejanía
Y el alba reflejaron los destellos
De su mirar vidriado,
Cuando emprendió el camino de la nada.

Y luego, con carácter vivaracho,
Las horas se apuraron y, ligeras,
Supieron su partida,
Cuando emprendió el camino de la nada.

Y arremetieron pronto los granizos,
Las nieves, las heladas y los vientos
Que no lo despidieron,
Cuando emprendió el camino de la nada.


Soneto IX

El hielo en la mirada, mortecino,
del sueño habló, que, roto en mil pedazos,
la vida dejó atrás y sus abrazos
el rumbo que le niega su destino.

Y un hilo de dolor en el camino
que supo desatar estrechos lazos,
sonando ya los duros cañonazos
de aquella lucha, abierto desatino.

Dejó el invierno ya a la brisa fría
sus alas liberar a otras mansiones,
castillo en las alturas suspendido.

Dejó ya la mañana el claro día
volar a otro lugar, otras regiones,
sendero de las aguas del olvido.


Soneto X

Su amor dejó la luz sobre los puertos,
sabiendo ya cercana la alborada,
y bella la miró, si, alborotada,
la pudo ver con brillos más despiertos.

Los oros de la aurora, acaso muertos,
la arena rozó al fin en la ensenada
cobrando vida, donde, desatada,
la espuma murmuraba sus conciertos.

Quebrar pudo las grandes fortalezas
rozando, con su aliento peregrino,
los bosques y los campos, las malezas.

Acaso fue el capricho del destino,
si lejos de limar sus asperezas,
su aliento quiso libre en el camino.


Hoy falta la palabra

Hoy falta la palabra
que pudo errar el aire,
cruzando los espacios,
nacida de su voz, cuando vivía,
pero este reino triste
dejó, sin resignarse,
entre la noche triste y la alborada.

Su voz se apagó pronto,
como ese sol temprano
que afila los puñales,
sabiendo que su beso es tan hermoso
como un canto asesino
que no tiene clemencia,
entre la noche triste y la alborada.

Dejó este reino amargo
y el gris en que se viste
para volar a un mundo
poblado por colores luminosos,
que ciegan pinceladas
tan vivas como el viento,
entre la noche triste y la alborada.

Y se hace triste todo
en el paisaje dulce,
que sabe lamentarse,
si acaso es que lamenta ya la pérdida,
pues el paraje inerte
parece despedirse,
entre la noche triste y la alborada.


Soneto XI

El viento que recorre el mundo entero,
las cumbres vio entre hielos poderosos,
que el beso de la nieve hizo gozosos
sus llantos a la puerta del cabrero.

La helada que la noche hizo lucero,
refleja, en sus cristales temblorosos,
del alba los colores silenciosos
que luce con su rayo pendenciero.

Nació la luz y trajo el desengaño
que forma dio y color al nuevo día,
dejando que se viera su desierto.

Y oyó al nacer acaso el eco extraño
que sabe bien que muere un todavía,
si, siendo ya pasado, vive incierto.


Buscad en los rincones

Buscad en los rincones
que quedan descubiertos:
el viejo acantilado se adormece
y escucha los rumores de las olas
que cantan sus romances de tragedias
en playas que no quieren un recuerdo.

Buscad entre las sombras
que guardan cada noche:
las costas sienten siempre la tristeza
de tantas nieblas como traen los mares,
y esperan, impacientes, que amanezca,
sabiendo que la luz querrá borrarlas;

Buscad entre las sombras
que guardan cada noche:
las horas de silencio se suceden
y el sábado aburrido quiere el sueño
que traiga en su regazo los olvidos
a esta quietud acaso insoportable.


Soneto XII

Murió el paisaje gris, cuando, invernizo,
el brillo hirió el crepúsculo que ardía,
tomando en las alturas la osadía
del oro que en la sombra se deshizo.

Mal pudo reflejar el raro hechizo
que vio la luz del alba con el día,
sabiendo que la nieve es nieve fría,
si acaso no es torrente de granizo.

Su huésped, si no quiso ser ultraje,
quién sabe si capricho de la suerte,
la muerte fue en el aire del camino.

Y quiso, peregrino, que el paisaje
supiese del capricho de la muerte,
que en hielo tejer supo el desatino.

2013 © José Ramón Muñiz Álvarez

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