José Ramón Muñiz Álvarez
“LEYENDA DEL MARQUÉS DE
SOMOSIERRA”
–No queda mucho más hasta el castillo–,
se dijo el caballero con tristeza.
Las aguas cristalinas de la orilla
callada del arroyo mortecino bebió, con ansiedad, su yegua overa, después de
prolongarse la andadura. Las sierras se admiraban a lo lejos, cubiertas por las
nieves y granizos que llegan con los meses de invernada, poblando cumbres
llenas de tristeza.
–Muy pronto habré de ver sus ojos
bellos–, supuso al refrescarse en el riachuelo.
Pensaba en el amor, que los amores
amargan a los pechos más valientes y quiebran la esperanza del guerrero si
traba el imprudente este combate. Y puede en el amor ser derrotado quien suele
ser más fuerte en la batalla, pues es enfermedad, acaso hechizo, la llama del
amor que el alma quema.
–Calmar quiero mi sed con vino bueno–,
pensó por un momento, al refrescarse.
Acaso los licores de la corte son algo
delicioso en cuyo aroma parecen encenderse los sabores que son dignos del rey y
del valiente. Creyó que un vaso fresco de ese vino podría dar alivio a su
fatiga, tras un viaje tan largo, pues sus miembros estaban destrozados del
camino.
–¡Dejad paso al marqués de Somosierra!–,
gritó ante la imponente barbacana.
El viejo vigilante del castillo no
estaba atento a todo el que pasaba, perdiéndose en la siesta de la tarde, como
era conveniente a los ancianos. Miró tras las almenas y vio al joven, gritando
bravucón como quien viene glorioso de la guerra, victorioso, llevando los
colores de su dama. El puente levadizo fue cayendo y así pasó a caballo sobre
el foso.
–¡El rey querrá saber qué nuevas
traigo!–, les dijo a los lacayos con orgullo.
Mas estos, con un aire indiferente,
miraron al perplejo caballero.
–El rey está ocupado–, contestaron. El
ímpetu del joven no era poco…
–Las nuevas traigo al rey de la batalla–,
les dijo con un tono de protesta. –Habré de hablar al rey, pues es preciso que
sepa los sucesos de la guerra.
Los hombres de la corte lo miraban con
gesto de desprecio, pues a veces los jóvenes ignoran que los reyes no quieren
dar audiencia de inmediato. Y entonces vio por fin a la doncella que vio el
fuego en su pecho derrotado. Sus ojos, llenos siempre de hermosura, robaban de
su mente el pensamiento.
–Será por vos cegado el claro día,
señora, si al mirar en vuestros ojos encuentro esa condena que me mata–, le
dijo con cumplida reverencia. –Pues hallo en vos perfecto el universo que miran
las alturas más azules, si el rayo corre ya sobre la brisa, buscando en las
alturas vuestro aliento.
–Pensad que esto es matarme–, dijo
humilde, la dama que halló al mozo reclinado.
–¡Oh, llama de la aurora que despierta,
bordando en las alturas los colores que teje la mañana cuando quiere, si no es
la sombra vil que me desarma! ¡Oh, claro amanecer vuelto en silencio, si en vos
es el desdén lo que domina, dañando el pecho mío con los ojos que saben
derrotar a un caballero! ¿No sois vos por ventura ese destino que acecha
amenazando con la muerte? La muerte podéis ser, con darme vida, si sufro estos
amores abatido, perdida la esperanza al contemplaros, gustando la amargura en
la derrota. La muerte podéis ser, con darme muerte, si vuelve mi lamento a
lacerarme, que llora por amores quien no llora la sangre que derrama en la
batalla. Morir por vos quisiera, y no me atrevo, por no dejar, quizás, de
contemplaros. También puede el amor herir mi pecho con esa daga vil cuyo veneno
se clava en los adentros de la carne y hiere la esperanza del amante. También
podéis mirarme reclinado, que, hincando las rodillas, os adoro como hacen los
idólatras que nunca quisieron adorar al Dios más alto. Y yazgo derrotado ante
la boca más dulce que se admira en esta tierra.
Y dijo el trovador, hombre de genio,
que, oyendo las palabras del muchacho, sintió la llamarada de su oficio, como
era de esperar en quien poetiza:
–Más fuerte es el amor que el fuego
ardiente que brota en los volcanes con violencia. Más fuerte es el amor que el
pecho fuerte que grita con la furia del combate. Acaso es el amor el que nos
mata, si estamos combatiendo sus murallas. La llama del amor inalcanzable se
sabe alimentar de los desdenes que sienten los que adoran a la amante y viven
suspirando por su pecho. Su fuego es un veneno que no deja cuartel al que lo siente
en las entrañas. Son muchos los que mueren lamentando sentir esa pasión por una
dama que nunca habrá de amar a quien la sirve, que no sabrá querer al que la
adora.
Son estas las palabras que le dijo,
dejándose llevar por emociones que puso haber sentido cuando, mozo, buscaba el
a las damas del palacio. Y, en tanto, con el gesto siempre serio, el rey llegó,
gritando a los lacayos, que huyeron, contemplando tanta saña, la furia de aquel
hombre de carácter.
–Me han dicho que ha llegado un mensajero
que trajo las noticias de la guerra.
El rey, de barbas blancas, lo miraba
tal vez con ese gesto interrogante que suele ser frecuente en los ancianos que
tienen el poder sobre los otros. Fruncido el ceño bajo la amplia frente, el rey
escuchó atento las palabras que el jefe de las tropas fue dictando como un
recado para el buen monarca. Después le dijo el rey que descansase de aquel
camino largo y fatigoso. Y dijo el trovador, con picaresca: “Los ojos que
reflejan la mañana en esa claridad tan encendida provocan el amor de quien
contempla. Son ellos un relámpago que agrada, que enciende voluntades en el
pecho, que puede destrozar al que los mira. Después de todo, siempre las
doncellas hechizan a los nobles caballeros con la belleza clara de sus ojos”.
–No puede, con sus vanos argumentos–,
le supo responder al más osado–, venir a hacer tal burla cuando quiero morir
con esa muerte que ella elija. No importa lo sufrido o lo vivido, si al cabo ha
de tener final la vida. Yo yazgo ante sus ojos y me rindo, vencido por sus
luces y destellos, que brillan como auroras que se escapan, dichosos al llegar
la medianoche. Es pura paradoja el sentimiento que arrastro en la batalla, en
el camino, que sé que ella no siente ese contento que siento yo al mirarla, si
la miro. Es pura paradoja y contradice la lógica que saben los que estudian el
raudo movimiento de los astros en tablas cuyos cálculos ignoro. Morir será un
honor, en todo caso, si es ella quien espera que yo muera. No he de temer jamás
el mal si caigo vencido en la batalla, pues quién sabe si el mal este amor que
me tortura, pues hiere las entrañas con su fuego. No he de temer jamás a quien
me mata, si mira la belleza de sus ojos. No he de temer el daño que me causen
las crueles esperanzas, ese sueño que siente el que se siente enamorado, si
sabe que yo siento lo que siento. Sabré morir valiente por mi dama, la vida
ser, si es que vivir ordena, y darla, si la pide, a quien lo mande, que estoy
para servir en lo que diga. Y no ha de ser acaso la desgracia lo que haga con
los restos de mis restos el gusto enloquecido de un capricho que sabe condenar
y me ha alcanzado. La flecha del amor que así me hiere no puede ya turbar estos
dolores.
Y, oyendo la más vieja de la corte los
ecos de su voz y su discurso les dijo que el amor era locura que siempre se
desborda incontenible. Miraron las doncellas muy curiosas y alguna le mostró un
mirar risueño. Y al fin se sirvió el vino más sabroso, pues suele ser costumbre
de las cortes beber el vino rancio con las luces y brillos que delatan su
crepúsculo.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"
No hay comentarios:
Publicar un comentario