martes, 17 de septiembre de 2013

Melólogo amoroso

José Ramón Muñiz Álvarez
“DIJO EL AMOR QUE ERA BELLO”
(Monólogo)

No puede un muchacho ciego
mostrar acierto y fortuna,
que no hubo ocasión alguna
en que apagase su fuego.
Por eso se escucha el ruego
que pide clarete y tinto,
porque su gusto es distinto
a las raras desazones
que en el pecho las pasiones
convierten en laberinto.

Y es que, al llegar de la otoñada,
arden bellos los racimos
donde el mosto bendecimos
en la ocasión señalada.
Y es que el alma enamorada
y la que no quiso amores
buscan los gratos sabores
en el callado mesón
donde llora un corazón
en el pecho sus rigores.

Y, al ser el amor roñoso,
ofrece la mejor vida
el vino al que nos convida
el otoño perezoso.
Que es el vino más gozoso
que el martirio delirante
del infierno de un amante
que se pierde en demasías,
llorando melancolías
al ser su vida inconstante.

Y, apartado de esa llama
que nos llena de ilusiones,
nos alcanzan desazones
por la razón de una dama.
Y la pena se derrama
en el pecho, si, vencido,
vive, tras verlo rendido,
castigando con la muerte
al que su destino advierte
y a quien vive inadvertido.

Y sueño triste el palacio
de la vil melancolía
en que duerme noche y día
su dulce cabello lacio.
Ojos de claro topacio
son sus ojos cuando, ciego,
pierdo en su mar el sosiego,
en sus labios la prudencia,
en el sueño la conciencia
de ese rumbo que navego.

Y siento que así delira
y dice querer la muerte
este pecho cuya suerte
es el amor que suspira.
Y es quimera, y es mentira,
y es falta de fortaleza,
y es dolor, si no es tristeza,
este vil razonamiento,
porque, sin saber qué siento,
siento su pura dureza.

Y es que ya la brisa fría
nos anuncia, en lo lejano,
el destello soberano
que su luz ofrece al día.
Y lo siente el alma mía
como el preludio vencido
de un cielo más encendido
donde con oros presume
esa llama que consume
un anhelo dolorido.

Que convoca las mesnadas
Cupido como enemigo,
para ser luego castigo
de esperanzas escarchadas.
Y entre las sendas heladas,
cuando la aurora despierte,
no hallaréis si no la muerte
del amor ilusionado,
pues, por el desdén manchado,
es dura su triste suerte.

Que comienza el duro lance
con la mirada mezquina
cuyo desprecio adivina
quien salir quiso en su avance.
Mañana dirá un romance
esta batalla sangrienta,
y la terrible tormenta
del corazón afligido
por las armas de Cupido,
si con la gente se enfrenta.

Mirad que, en la lejanía,
arde bella la alborada,
y, en la noche alborotada,
sospecha la brisa fría.
Su luz, al llegar el día,
mostrará, con sus colores,
los rabiosos resplandores
en que enciende su belleza,
mientras una fortaleza
tomarán nuestros furores.

Y ya se mira en la Vega
la más altiva hermosura.
quebrando la sombra oscura,
donde la luna navega.
Y, en su camino, despliega
su ejército valeroso
don Fernando el alevoso,
con quien la gente va loca
al combate que convoca
ese espíritu ambicioso.

Y, por la guerra apartados
los amantes de ese lecho,
sienten con hondo despecho
del amor verse privados.
Y, en lugares desolados
donde la calma se advierte,
con el temor de la muerte
y el esfuerzo del valor,
el recuerdo del amor
es acaso lo más fuerte.

Porque ya la algarabía
rompe los ecos dormidos
de los bosques escondidos
junto a la fuente sombría.
Que si, con la helada fría,
fresca la brisa se vierte,
con el temor de la muerte
y el esfuerzo del valor,
el recuerdo del amor
es acaso lo más fuerte.

Es el color que, desnudo,
dando fuego a su coraje,
busca el amor del paisaje,
donde la noche no pudo.
Bello color cuyo nudo,
en los reinos celestiales,
llena los claros cristales
con su beso peregrino,
suave pincel coralino
con sus galas matinales.

Dijo el rey: “No dejaré
un enemigo con vida,
que, con el alma encendida,
contra todos lucharé.
Si hace falta, moriré,
y, si me viese vencido,
con el ánimo aguerrido
sabré morir yo matando”.
Y se fueron animando
con espíritu encendido.

Y les dijo: “No ha de quedar
ningún enemigo vivo,
pues es el no ánimo esquivo
cuando es preciso luchar.
La sangre no ha de faltar,
y, si caigo derrotado,
con el ánimo elevado
sabré morir y dar muerte”.
Y al rey tuvieron por fuerte
con el ánimo agrandado.

Y les dijo: “Pues es preciso
que nuestro enemigo muera,
que nuestra espada lo hiera,
porque Dios así lo quiso.
Que habré de hacer caso omiso
a quien no quiera la guerra
que la calma de esta sierra
con toda bravura altere,
porque la guerra prefiere
quien los temores destierra.

Que dar muerte a un asesino
nunca fue del alevoso,
sino de quien, animoso,
supo vengar al vecino.
Y será placer divino,
para orgullo del valiente,
poder decir a la gente
que él estuvo en la batalla,
dando muerte a la canalla
con un ánimo vehemente”.

Y les dijo: “Que los traidores
morirán, temprano o tarde,
porque el ánimo cobarde,
los tornará desertores.
Si ahora nacen los albores,
sabed bien que la alborada
es la llama ensangrentada
de la guerra y su veneno,
que tendré siempre por bueno,
con la batalla ganada.

Y es odiar al que es traidor
propio de la fortaleza
que en el pecho la nobleza
hace brillar con fulgor.
¿No sois hombres de valor
para acudir al combate?
Pues que el fuego se desate
no debe ser cosa extraña,
pues esa mala calaña
por el temor se debate”.

Allí estaba, ante su gente,
hablándoles de la guerra
tanto a gente de la sierra
como con su propia gente.
Y siguió, fue contundente,
al pedir, sin sutileza,
que rodara la cabeza
de los jefes enemigos
que buscan estos abrigos
de agreste naturaleza.

Gran discurso el soberano
pronunció ante tanta gente.
Dijo además: “Es valiente
vuestro pecho y es ufano”.
Y con un gesto lozano
la espada, con gallardía,
a la gente que lo oía
mostró, con aire arrogante,
mostrándose delirante,
hombre lleno de porfía.

Mucho lo aplaudió la gente
al hallarlo dadivoso,
porque dijo: “Es generoso
pagar a quien es valiente”.
Y con el gesto vehemente
la espada, llena de brío,
quiso enseñar al gentío
que decidido lo sabe,
pues en el mirar más grave
arde todo si albedrío.

Y, al afirmar que quería
que la muerte o la victoria
lo recubriera de gloria,
añadió con osadía:
“Al nacer la luz del día,
ante tan gran desafío,
vuestros nombres junto al mío
serán un himno gozoso
para el guerrero orgulloso
que la sangre ve en el río”.

Y, les dijo que, en verdad,
otra cosa no cabía,
pues o la muerte tendría
o tal vez la libertad:
“Al nacer la claridad,
ante el combate y la muerte,
pido que el ánimo fuerte
no deje su fortaleza,
pues sois gente de nobleza,
y Dios os dará la suerte”.

Y, confirmó que era bueno
sentir la furia en las entrañas,
y dijo cosas extrañas,
encendiendo su veneno:
“Yo de ninguno me apeno,
Pues traiciona a la nación,
que es contra mí la traición
y es contra el reino, y os digo
que no quede un enemigo
que no aprenda la lección”.

Y les dijo: “Sed prudentes
ya que venís a luchar,
que os habéis de encomendar
con fervor, si sois creyentes.
Y porque sois inocentes,
de todo crimen, os digo
que no quede un enemigo
en el campo de batalla,
que no quedará canalla
que no tenga su castigo .

Y les dijo enardecido:
“¿Veis acaso a un pobre viejo
cuando, falto de consejo
se apresura a ser vencido?
¿Acaso me veis rendido,
o me sabéis vencedor?
Y estalló todo un clamor,
porque siempre fue la ley
lo que dijo el mismo rey
con su espada y su valor.

Y, anunciando la victoria,
que parece algo evidente,
por convencer a la gente,
les habló sobre la gloria,
que la llama de la historia
convoca al valor guerrero,
porque no es perecedero
el recuerdo del que muere
cuando un destino prefiere
noble como el mismo acero.

Y no faltará mañana
valor en este combate
donde el poder se debate
y la realeza se afana.
Y no viene la desgana
a quienes no son osados,
ni están atemorizados
los soldados aguerridos,
porque, estando enardecidos,
sabrán ser buenos soldados.

Mas la guerra no la que siento
como lo más importante,
que no es cosa emocionante
ni me anima el pensamiento.
Debo mostrarte contento
de tener mayor honor,
al demostrar el amor
en ocasión singular,
porque se puede alcanzar
por el precio del valor.

Muy pronto los mesnaderos,
al mirar cómo amanece,
el pecho que se enfurece
mostrarán a los lanceros.
Valientes son los guerreros
que sabrán morir con brío,
defendiendo el señorío
de quien paga la soldada,
que una tropa alborotada
despertará junto al río.

Mas no pienso yo en la muerte
ni me deleita la guerra,
pues detrás de aquella sierra
a los canallas se advierte…
Y no falta el brazo fuerte
contra quien es atrevido.
y el corazón encendido
llena mi pecho gallardo,
y en él los temores guardo
entre bravo y confundido.

Pero vendrá la mañana,
que la lucha se avecina
si es que la luz se adivina
tras aquella vega llana.
Y, al llegar la luz temprana
como aviso de la suerte,
con el temor de la muerte
y el esfuerzo del valor,
el recuerdo del amor
es acaso lo más fuerte.

Rara pluma en el futuro
describe, con verso ciego,
lo que detiene este juego,
si bien se nos hace oscuro.
Porque, en medio del apuro,
quiere la mirada esquiva
hallar esta expectativa
más dichosa que otra suerte,
cuando sabe que es la muerte
del alma que  sigue viva.

Dijo el amor que era bello,
desde su alto señorío,
el desdén, el hielo frío
de los rizos del cabello.
Y, pendientes sobre el cuello,
supo verlos la nevada,
si sospechaba, callada,
que esa callada figura
era la oscura tortura
del desdén en la mirada.

Y, proponiéndose, airado,
hacer el daño más cruel,
quiso Cupido que fiel
fuera el amor desdeñado,
que, espíritu atormentado
que sus penurias lamenta,
sabiendo cómo se ausenta
la hermosura prometida,
no pudo pedir más vida
el amante que atormenta.

Que quien llora de alegría
en esta callada vega,
naufragará en la bodega
al llegar la noche fría.
Pues esa melancolía
curar sabe un mesonero,
que si es Cupido embustero,
puede el vino, con su amor,
apagar ese dolor
de un terrible ballestero.

Y el vino llega callado
para olvidar esa furia
que el desdén hace penuria
por un amor contrariado.
Pues que, siendo apasionado,
gusta bien el vino añejo,
que entre lo tinto y bermejo
tiene el vino gran solaz
para decir la verdad
de su más raro reflejo.

De modo que el ceguezuelo,
enredado en el olvido,
siendo el glorioso Cupido,
torna su crueldad en hielo.
Y, humillado por el suelo
a costa de ser mal amo,
ve que se apaga el reclamo
de su instinto caprichoso
en quien canta jubiloso
y camina un nuevo tramo.

Porque la venda que puso
un muchacho en viejos ojos
tan solo es causar enojos
con un instinto confuso.
Que, ya el beber es un uso
que, victorioso, sentencia,
como sabia, la prudencia
de quien huye el amorío,
porque sabe el señorío
del amor pura pendencia.

Mas también es el amor
una batalla violenta
que daña al triste que enfrenta
su miseria y su dolor.
Sí que es un flaco favor
el que causa el niño arquero,
porque, a fuerza de ser fiero,
es acaso más dañino,
al hacerse tan mezquino
como a la vez tan certero.

Que el corazón prevenido,
sabiendo que ya la muerte
esconde su dura suerte,
suele escapar de Cupido.
Y es que no tiene sentido
del sacrificio el alarde,
que, como el sol a la tarde,
quiere más el alma sana,
ser una aurora temprana
y en los amores cobarde.

No conocéis el dolor
que dejó mi desconsuelo,
que la muerte se hace hielo
para arrancarme el valor.
No es cosa buena el pavor,
porque es cosa envenenada
lo que la muerte callada
hace con los corazones,
rendidos a las pasiones
por una luz reflejada.

Quiere el amor, con su saña,
jugar con el corazón,
que, como suele burlón,
todo lo suyo nos daña.
Es una rara alimaña
y es acaso caprichoso:
siempre el discurso amoroso
dicen tintas de tristeza,
pues con raro acento empieza
ese verso tembloroso.

No quisiera que enojosa
se hiciera mi compañía
ni que penséis osadía
lo que nunca fue tal cosa.
Pero el alma es misteriosa
y revela la mirada
una inquietud desolada
que, buscando la verdad,
siente la curiosidad
que el alma tiene agitada.

Y, porque apesadumbrado
entre triste y peregrino,
he de verme, mortecino,
me pregunto por mi estado;
que es que parezco cansado
con tantas meditaciones,
al tiempo que en reflexiones
me sorprendo, tan profundas,
que viven meditabundas
mis hondas aspiraciones.

¡Pero qué sabéis de amor
quienes, con ponerse a hablar,
todo lo hacéis murmurar
ignorando su valor!
Eso es el fuego mayor
que acaso en un pecho prende,
porque el amor, si se enciende,
tiene entonces tal poder
que puede desfallecer
hasta el que no lo comprende.

Las malas lenguas prefiere
evitar quien, con prudencia,
hace caso a la conciencia
y previene lo que fuere.
Que no es prudente que espere
a que suenen los rumores
con estrépitos furores
y hable por fin la maldad
de un amor que, en realidad,
cuentan los murmuradores.

Yo pensando en el amor
en estos reinos del norte,
como suelen en la corte
el juglar y el trovador.
¿Es que me falta valor
ante el combate cercano?
Hoy nos dijo el soberano
que con orgullo y firmeza
tendría la fortaleza
y las torres de su hermano.

2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"

No hay comentarios:

Publicar un comentario