“TRAICIONADO EN EL AMOR”
(Monólogo)
Traicionado en el amor
(que es el amor
traicionero),
por amor me desespero
y lamento mi dolor.
Y, sin faltar al valor
en caso tan singular,
cruzar el monte y
el mar
quiere con todo derecho
este capricho que el
pecho
sabe arrancar al azar.
Pero es mayor desazón
sentir la muerte
cercana,
que la vida es ya
desgana
si está herido el
corazón.
Y no queda ya razón
para seguir esta vida
que parece consumida
en momento tan temprano,
que habrá de apagarse,
en vano,
la llama ayer encendida.
Ella supo maltratarme
con esa luz, esa llama
que en el alma se
derrama
para después
traicionarme.
Cansada ya de
escucharme,
prefiriendo otros
abrazos,
quise morir en sus lazos
como quien adorador,
quiere rendirse al amor
y se entrega a estos
flechazos.
Dije yo, con cortesía,
al color de sus ojuelos:
“Causa sois de mis
desvelos
al robar el alma mía,
que, con mostraros más
fría,
tanto aumenta en mí el
esmero
que me hacéis un
prisionero
al contemplar la belleza
que con áspera dureza
quiere negar su lucero.
Sabed, señora, que
admiro
La bondad de vuestro
pecho,
porque, a causa del
despecho,
no consentís si suspiro.
Y es que callado deliro
las penas de mis amores,
pues si suelen
ruiseñores
cantar penas amorosas,
no he de callar esas
cosas
siendo tales mis
dolores.
De una vez he de morir,
para no admirarme, vivo,
de ese temple, si es
esquivo,
con querer verme
sufrir”.
Pero, por no consentir,
por no aceptar ese amor,
me dejó con el dolor
que me hiere de esta
suerte,
pues solo espera la
muerte
quien no espera otro
favor.
Buena trova fue, seguro,
ese verso tan hermoso,
que allí se escuchó,
gozoso,
naciendo de tanto apuro.
Mas el amor hizo oscuro
el mirar de aquella
llama
que en los ojos de la
dama
pudo verse cuando ardía
como la luz que halla el
día
y en el día se derrama.
Y este paraje gozoso
y esas olas repentinas,
con sus espumas divinas,
son, en efecto, algo
hermoso.
Pero no hallaré reposo
en admirar el bermejo
del color del oro viejo
del sol que, en el
horizonte,
muere escondido en el
monte,
agotando su reflejo.
Y, si es la vida un
sendero,
es que he perdido el
camino,
o es acaso el desatino
del destino pendenciero.
Y, si dicen que,
embustero,
gusta de causar gran
daño,
digo yo que el
desengaño,
viene lleno de fiereza
para el que a quejarse
empieza
y se vuelve más huraño.
Pues es verdad que ese
fuego
arde con furia y no
cesa,
porque abrasa el alma
presa,
cuando el amor es más
ciego.
Así es que ni el mismo
ruego
de quien gime enamorado
el mal ha de ver curado
en este juego maldito,
pues con maldad de
granito
mi pecho ve destrozado.
Diré que mi pensamiento
camina a cimas lejanas,
y hacia sierras
soberanas
corre raudo como el
viento.
Pero encuentra su
tormento
en esa cumbre nevada,
donde confiesa, callada,
la existencia sus
verdades,
donde tantas veleidades
son camino de la nada.
Que, colmada la
paciencia
por esta espera cansada,
yendo del ser a la nada,
es de la muerte
conciencia.
Y, pues dice la
prudencia
que morir es el destino,
¿cómo dejar el camino
donde el destino recibe
la suerte que en él
escribe
con su rumbo peregrino?
Siempre pensar en la
muerte
es cosa un tanto dañina
para el alma que adivina
ese destino tan fuerte.
Pero, si echada la
suerte,
la muerte está ya en
camino,
no faltará al desatino
el afán con sus apuros,
que, entre los males
seguros,
guarda la muerte el
destino.
Dicen que vierte la
muerte,
desde reinos
celestiales,
sobre las gentes los
males
que nadie a su paso
advierte.
Y es capricho de la
suerte
tanto tener que sufrir,
y, si al cabo hay que
vivir
hasta llegar al ocaso,
querer detener el paso
no habrá de evitar
morir.
Y, perdida esta
esperanza,
parece que la vereda
esconde entre la
arboleda
un secreto que no
alcanza.
Que, mientras la vida
avanza
por extrañas angosturas,
entre las sombras
oscuras
busca el alma su morada
para encontrar en la
nada
final a sus andaduras.
Dice el paisaje brumoso
en su color su
hermosura,
mas tu cerebro figura
ese mundo tenebroso.
Y, al ignorar que es
hermoso
el paraje en el que
habita,
tu mente desacredita,
esa costa maltratada
por la belleza enojada
del mar, si se precipita.
No es el ocaso quien quiere
que la paz de estos hayedos
libre me halle de esos miedos,
porque triste me prefiere.
Y no es poco, si me hiere
con ese rayo halagüeño,
que, rompiendo tanto sueño,
sepa volverse inquietante,
si poco dura un instante
y nadie es del tiempo dueño.
De modo que ese reflejo
que se asoma a lo lejano
rompe la dicha temprano
con ese brillo bermejo.
Y, viendo en el claro espejo
de su luz la misma helada,
pienso entonces en la nada,
sueño toda su belleza,
mientras piso la maleza
que
recuerda la alborada.
Y a fuerza de mil lamentos
que en la garganta se vierten,
otros llantos se convierten
en callados sentimientos:
los amantes descontentos
sienten agudas las flechas
por las que cantan endechas
al sentir tan gran traición,
que se rinde el corazón
en esperanzas deshechas.
De manera que no quiero
otro amor que martirice
a quien jura que bendice
con su mirar embustero.
Pues es siempre lo primero
no entregarse al amorío
donde es el fuego más frío
y más cálido es el hielo,
si es que prometer el cielo
es
el mayor desvarío.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"
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