domingo, 1 de septiembre de 2013

Dichosa halló la doncella


“DICHOSA HALLÓ A LA DONCELLA

        Dichosa halló a la doncella,
cuando llegaba, el albor,
que, en campo abierto, la mira,
al enseñar su color.
        Y, como antaño su madre,
no faltándole el valor,
por la campiña cabalga,
viendo la luz a favor.
        Quiso, en su bella alazana,
cabalgando bajo el sol,
ver, entre nubes y azules,
como volaba su azor.
        Porque es gallardo en el aire,
que el más poderoso halcón
no puede, con tal apuro,
volar como aquel voló.
        Y porque gira en el aire
como quien dice el amor,
que va a merced de la suerte,
vio como vira el azor.
        Que, porque fue su capricho,
porque fue su distracción,
a caballo lo elogiaba
la belleza de su voz.
        Que no hay ave más hermosa
ni que tenga más valor
que el azor que corta el aire,
si es que lo corta el azor.
        Que, describiendo en el cielo
su dibujo, el ave alzó
su vuelo sobre las peñas
y sobre el pico mayor.
        Y, dos vueltas dando en torno,
como saludando al sol,
soñar quiso la doncella
que el astro correspondió.
        Y, al pensarlo saludado,
más lo quiso que el valor
del oro, que con ser oro,
no siempre compra el favor.
        –Busca en el aire dichoso,
callado y hermoso azor,
que las dichas de la caza
las siento en el pecho yo.
        Que más te estimo que el oro
y la plata que llegó
de la ruta de las Indias,
si acaso las Indias son.
        Pues, si debo compararte,
por compararte mejor,
vales tú lo que no vale
ni el mismo dios del amor.
        Que es el amor desdichado,
como cuenta quien amó,
y el deleite de la caza
brinda más sana emoción.
        Así dijo la doncella,
que, orgullosa de su azor,
escuchó que en la floresta
le contestaba una voz.
        –Pues es justo lamentarse,
quiero lamentarme yo,
que no es cobarde el que llora
si es que se quema de amor.
        Yo, que en amores me quemo,
siento tan grande el dolor,
que pienso acaso más duro
el pecho que me hechizó.
        Y bondad no hay en sus ojos,
porque, carentes de amor,
lo que prometen primero,
luego el tiempo lo llevó.
        Porque un infierno regalan
estas pasiones de amor
donde los males deleitan
lo que al bien no le gustó.
        Y, porque vivo penando,
sospecho que Leonor,
me mata con la mirada,
he de maldecirla yo.
        No muy lejos, el castillo,
con su viejo torreón,
enseñaba sus almenas
luminosas bajo el sol.
        El baluarte era precioso,
donde la estirpe y honor
mostraban los infanzones
de un tiempo antiguo y mejor.
        La fortaleza era grande,
con el bosque alrededor,
con un puente levadizo
que de pronto descendió.
        Por este fue la muchacha,
que, cuando al castillo entró,
cabalgó sobre sus tablas,
mientras dijo en alta voz:
        –Malhaya de las canciones
que, con amarga voz,
males dicen de las damas
por locuras del amor.
        Malhaya del caballero,
malhaya de su pasión,
si es acaso peregrina
la verdad de su razón.
        Malhaya del sentimiento
que con rencor le llevó
a cantar en densos bosques
el dolor de su rencor.
        Malhaya del caballero
que, cantando tal canción,
como malandrín se expresa
al hablar mal del amor.
        Y más si van sus palabras
contra quien me temo yo,
dijo entonces la doncella,
que era dueña del azor.
        Entre la densa floresta
de aquel vergel se escuchó
el lamento de un muchacho
con melancólica voz.
        Sin aliento se escuchaba,
que, sin aliento, se oyó
la tristeza que manaba
de su pobre corazón:
        –Quién las verdades cantara
del que sufre por amor,
con la vihuela en la mano,
y cantara su canción.       
        Una canción de tristeza,
una canción de dolor,
por el dolor entonada,
si es que la entona el rencor.
        Que doncellas hay que dicen
de los males del amor
que no valen lo que valen
las garras de un duro azor.
        Y decir tal es injusto,
que no es justo, pienso yo,
que de esta forma maldiga
una doncella el amor.
        Que la justicia no existe
en quien nunca lo juzgó,
porque aquel que bien lo mira
sabe bien de su valor.
        Malhaya de la belleza,
malhaya de la traición
que ojos le roba al amante
con la luz de la ilusión.
        Malhaya quien es amado
y malhaya quien amó,
que ese vínculo maldito
es el que engendra dolor.
        Que no hay una amada buena
ni un amor cuyo valor
pueda decirse que vale
no pasar esta pasión.
        ¿No ha de dolerse mi llanto?
¿No ha de dolerse mi voz?
¿No ha de dolerse el aliento
cuando canta esta canción?
        Que estos hayedos que miran
testigos del llanto son
de los ojos, cuando arrojan
el llanto del corazón.
        Triste de mí que me quejo,
y, de quejarme, la voz
lentamente se me apaga,
como ocurre al que murió.
        Si bien quien muere es dichoso,
porque apaga su dolor,
si es que de amores se abrasa
por no ser él un azor.
        Que lo dice la fortuna
y lo dicta su invención,
sabiendo que los amores
son la fuente del dolor.
        Las aves de aquellos bosques
oyeron, con compasión,
esas voces desgarradas
en la boca del garzón.
        Y nunca decir quisieron
quién era el joven cantor
que con acento tan triste
declaraba su dolor.
        Nadie supo si era un mozo
de la villa o si un señor
de los de rancia nobleza,
de los señores de pro.
        Mas era su llanto amargo,
y, si al aire lo entregó,
quiso el aire darlo al viento,
que lo llevó a un trovador.
        Todas las gentes de Francia
cantan hoy esa canción,
del muchacho que cantaba
envidioso de un azor.

2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"

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