domingo, 22 de septiembre de 2013

LOS AMANTES Y LA LUNA LLENA



José Ramón Muñiz Álvarez
“LOS AMANTES Y LA LUNA LLENA
(romance)

         Llegó el conde en su caballo,
si no era una hermosa yegua,
que suele el conde montarla,
porque tiene buena hacienda.
         Al pie del alto castillo
desconsolado en la espera,
habla de amor solitario,
pues siempre en al amor piensa.
         Y no sabe que lo mira,
escondida, una doncella
que sus canciones escucha,
detrás de la vieja almena.
         Los romances que el entona
y las más tristes endechas
se las sabe de memoria,
de tanto escuchar sus penas.
         Que el que canta llora triste
y triste se desespera,
porque la desesperanza
es un mal que a todos llega.
         Dichosa salió la luna,
que suele la luna llena
mirar a los que en amores
pasan las noches en vela.
         Y es preciso que los mire
y que de ellos se enternezca,
y con su rayo descubre
a la callada princesa.
         No tarda en mirarla el conde,
y, sospechando que es ella,
el corazón muerde el pecho
y de latir nunca deja.
         Porque el amor, como el rayo,
sabe llenar una almena
en plena noche de luces,
para que el brillo se vea.
         Y, con mirar a la torre,
ella se ve descubierta,
que no tarda en preguntarle
por su gracia a la doncella.
         –Mi nombre es nombre de noche,
pues que me dieron Estrella,
mis padres al ser nacida
cuando el crepúsculo vuela.
         Es mi padre un molinero
y es mi madre lavandera,
porque lava las camisas
bordadas en fina seda.
         –Mentís, la gentil señora,
pues yo sé que sois la fiera
que a los hombres enamora
con declararles la guerra.
         Porque lo anuncia la frente
y lo grita, con ser bella,
vuestra preciosa mirada,
ya que no hay mentira en ella.
         –No te engañas, el mancebo,
porque soy de la nobleza,
de este castillo señora
y entre las damas princesa.
         Por eso has de ser prudente,
que es hablarme ligereza,
que corre la digna sangre
del monarca por mis venas.
         –No ha de hablaros la mentira
jamás ni con imprudencia
la lengua que está en mi boca,
sin dejar de ser la lengua.
         Que ha de hablaros con respeto,
con temor y diligencia,
que es diligencia prudente
la que a los nobles respeta.
         Así le dijo el buen conde
que de amores se despecha,
sabiendo que los desdenes
son de la hija de la reina.
         Y pues ella está enterada,
sabe bien que representa
el papel que corresponde
en esta tragicomedia.
         Y la luna, que es amable,
escucha cómo conversan,
cómo con voz sigilosa
sus infortunios se cuentan.
         Y un rayo desde la altura
parece que bendijera
estos amores que viven
mientras los soldados sueñan.
         Que el amor endulza el gusto
y hace siempre zalamera
la palabra que en la boca
grita lo que el alma espera.
         Y él le dice que es el conde
que ha de partir a la guerra
con el amor en el pecho
y también en la bandera.
         Y como halago le dice
que acaso la muerte espera,
que bello será morirse,
si lo quiere la princesa.
         –¿Y no mostraréis el miedo
cuando, en medio de la guerra,
acaso el valor vencido
sintáis con escasa fuerza?
         –Por vuestros ojos, señora,
quién sabe si yo muriera,
sacrificando la vida
al admirar tal belleza.
         –¿Y habéis de morir dichoso
porque acaso una doncella
os parece a vos hermosa
y decís que el alma os llena?
         –Sí, que morir en batalla
cosa es que poco me pesa,
ya que, si es morir por vos,
lo tengo por recompensa.
         –¿Y decís que es pago bueno
la muerte que nadie espera,
si os alcanza en la batalla
y a sus imperios os lleva?
         –Y, si acaso es rigurosa
la muerte que sin cautela
me ha de llevar a su reino,
seré dichoso con ella.
         –¿Y decís que esas palabras
no son acaso imprudencia
de quien necio se enamora
para luego darse cuenta?
         –Será  honor en vuestro nombre,
si es que me dais la licencia,
la vida perder dichoso
en las lides de la guerra.
         –¿Y no son duras las lides
para que, sin experiencia,
quiera un garzón atrevido,
arrojarse en la contienda?
         –Sí que son duras las lides,
pues en ellas la fiereza
el lenguaje de la espada
usa, con voces violentas.
         –¿Y siendo tan peligroso,
pues que allí la muerte acecha,
que provecho espera darme
quien a la lucha se entrega?
         –El de noble nombradía,
para que siempre se tenga
en más ese nombre amado
que gritado fue en la guerra.
         –¿Y entonces estáis seguro
de que merece la pena,
perder el alma y la vida
y hacerlo de esta manera?
         –La vida sí, desde luego,
porque acaso no la pierda
el que perdida la tiene
por la mirada más bella.
         –¿Y el alma es justo, muchacho,
que los guerreros la pierdan
por caprichos de las damas
que con ello se deleitan?
         –No muere, señora, el alma,
que, aunque la vida se pierda,
es justo que yo os comente
que en vuestro amor se alimenta.
         –¿Y con palabras hermosas
acaso veréis la guerra
ganada por vuestros brazos,
bien que en hacerlo se esfuerzan?
         –No habrá, señora, batalla
que las crónicas más viejas
puedan contar, si combato
por vuestra bella melena?
         –¿Y es que acaso mi cabello
vale tanto que se empeñan
los valientes caballeros
en morir en esa guerra?
         –Bello es morir por los ojos,
bello es morir por las cejas,
si en el campo de batalla
vuestro ser la llama alegra.
         –¿Y es que acaso hallar la muerte
es prudente en quien ostenta
los colores de la patria
y el escudo de la reina?
         –Es prudente dar la vida,
pues es darla la decencia
de la sangre del guerrero
que en la guerra se despecha?
         –¿Y es noble dejar el mundo
y olvidarse de la tierra
que en otoño da los frutos
y flores en primavera?
         –No es la tierra, mi señora,
lo que a la lucha me alienta,
pero sí el honor del noble,
la pasión y la belleza.
         –Pues son estos mis colores,
y no falto a la paciencia
si he de decir que dichoso

mi pensamiento os espera.

2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael y Jimena"

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