ROMANCE
Desde los altos cordales
hasta
el valle silencioso,
corre,
siempre peregrino,
a
su capricho, el arroyo.
–Deja que beba en tus aguas
la
verdad de tu reposo–,
dijo
un joven caballero,
su
sed saciando, gozoso.
Con el calor del verano
iba
apretando el otoño
la
falta de los deshielos
que
alimentan los arroyos.
–Deja que en tus aguas beba,
porque
beber es un gozo
en
las aguas cristalinas,
cuando
dejan ver el fondo.
Y al mirar en la corriente
pudo
hallar allí su rostro
el
amante que vencido
lloró
el dolor de sus ojos.
Mientras, con un paso lento,
el
arroyuelo, a su antojo,
la
corriente que no tiene
dijo
al pasar el villorrio.
–Deja que en tus aguas pueda
darle
paz al mal que lloro,
que
es el mal de los desdenes
de
los males de sus ojos.
Mas, llegado el mediodía,
si
es que brilla, presuntuoso,
quiso
el sol en sus espejos
admirar
la luz y el oro.
–Deja que en tus aguas sacie
el
fuego que, como loco,
torna
el seso en mi cabeza,
por
el amor doloroso.
Y, pues el curso sereno,
sigue
tranquilo el arroyo,
nada
sabe de las guerras
de
los cristianos y moros.
Y porque son los espejos
de
la altura los arroyos,
cayó
sobre ellos el peso
de
su brillo luminoso.
–Deja que el sol en tus ondas
mire
este fuego que loco
torna
el seso en mi cabeza,
por
el amor doloroso.
Y porque el sol atrevido
quiso
romper el reposo,
dibujó
en los arroyuelos
los
pinceles de un tesoro.
–¿Pues no ves que por amores
pierde
mi pecho sus gozos?,
suspiraba
el caballero
ante
aquel sol alevoso.
Pero el sol no contestaba
al
muchacho cuyo enojo
pudo
ver en el reflejo
de
las aguas del arroyo.
EL
CASTILLO DE DON FERNANDO
Buscar quiso la fortuna,
porque la fortuna quiso,
el buen conde don
Fernando,
cuando dejó su castillo.
Porque para matar moros,
hace
falta el claro filo
de
la espada en el combate,
al
mostrar fuego bravío.
No lo detuvo la nieve,
no lo detuvo el granizo,
no lo detuvo la lluvia
al emprender el camino.
Dos ojos la culpa tienen
de que, acaso
suspendido,
de la batalla se olvide
y abandone su destino.
Dos ojos tienen la culpa
y dos labios adivinos
de la pasión que
despiertan
al encenderse el
instinto.
La dulce moza lo escucha
mientras
mira, suspendido,
la
belleza de sus manos
y
su cabello crecido.
Y, pues con calma se baja
el
galán de su rocino,
teme
ya la desdichada
la
inclemencia de su sino.
–No temáis, bella señora,
que
parece, porque os miro,
que
os sentís amenazada
junto
a la orilla del río.
–No temeré, caballero,
pues
parecéis hombre digno,
y
cerca queda el poblado
donde
viven los vecinos.
–No temerás, niña bella,
escuchando
esto que digo,
que
del acero que tengo
temen
los moros el brillo.
–No hay bondad entre los moros,
porque
se llevan cautivos
a
los más fieles cristianos,
si
atacan los señoríos.
–Pues no has de temer, muchacha,
que
está cerca mi castillo
y
mil soldados lo guardan
con
el coraje encendido.
–Malhaya de la morisma
que
no respeta a los hijos
de
esta tierra deleitosa
que
brindaba paz y abrigo.
–No han de volver a la aldea,
molestando
a los vecinos,
ni
harán temer a ninguno
amenazas
y presidios.
Así le habló don Fernando,
desmontando
del rocino,
la
espada desenvainada
porque
jura lo que dijo.
–Quiera Dios que antes me muera
que
no se viere cumplido
el
juramento que ofrezco
con
las palabras que digo.
Porque ha de ser castigado,
después
del daño inflingido,
el
moro con sus maldades,
que
todas son a capricho.
–Tened, señor, en la guerra,
gran
cuidado, pues yo cuido
de
rezar por vuestras tropas
y
los soldados sufridos.
–No ha de faltar el coraje
ni
el cuidado, pues os digo
que
mil soldados se quedan
en
la guardia del castillo.
Y otros mil son los que faltan,
que
habrán de venir conmigo
al
combate, pues me esperan
fuera
de este señorío.
Siguió el noble en su caballo,
que,
montando su rocino,
atrás
dejó la vereda
y
las orillas del río.
Y no pasó mucho tiempo
cuando
a los aires les dijo
los
secretos que en su pecho
se
quedaron escondidos:
–No es posible que al combate
lleve
e corazón herido
quien
en la batalla nunca
temió
jamás ser vencido.
Mas quiere la brisa fresca
publicar
este delito,
porque
ya cata el jilguero
a
las orejas del mirlo.
Y
han de decir que una niña
pudo,
en la orilla del río,
abrir
el pecho más bravo
y
el corazón ver vencido.
2013 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Poemas para Mael
y Jimena"
No hay comentarios:
Publicar un comentario