domingo, 22 de septiembre de 2013

Dos romances

ROMANCE

         Desde los altos cordales
hasta el valle silencioso,
corre, siempre peregrino,
a su capricho, el arroyo.
         –Deja que beba en tus aguas
la verdad de tu reposo–,
dijo un joven caballero,
su sed saciando, gozoso.
         Con el calor del verano
iba apretando el otoño
la falta de los deshielos
que alimentan los arroyos.
         –Deja que en tus aguas beba,
porque beber es un gozo
en las aguas cristalinas,
cuando dejan ver el fondo.
         Y al mirar en la corriente
pudo hallar allí su rostro
el amante que vencido
lloró el dolor de sus ojos.
         Mientras, con un paso lento,
el arroyuelo, a su antojo,
la corriente que no tiene
dijo al pasar el villorrio.
         –Deja que en tus aguas pueda
darle paz al mal que lloro,
que es el mal de los desdenes
de los males de sus ojos.
         Mas, llegado el mediodía,
si es que brilla, presuntuoso,
quiso el sol en sus espejos
admirar la luz y el oro.
         –Deja que en tus aguas sacie
el fuego que, como loco,
torna el seso en mi cabeza,
por el amor doloroso.
         Y, pues el curso sereno,
sigue tranquilo el arroyo,
nada sabe de las guerras
de los cristianos y moros.
         Y porque son los espejos
de la altura los arroyos,
cayó sobre ellos el peso
de su brillo luminoso.
         –Deja que el sol en tus ondas
mire este fuego que loco
torna el seso en mi cabeza,
por el amor doloroso.
         Y porque el sol atrevido
quiso romper el reposo,
dibujó en los arroyuelos
los pinceles de un tesoro.
         –¿Pues no ves que por amores
pierde mi pecho sus gozos?,
suspiraba el caballero
ante aquel sol alevoso.
         Pero el sol no contestaba
al muchacho cuyo enojo
pudo ver en el reflejo
de las aguas del arroyo.

EL CASTILLO DE DON FERNANDO

         Buscar quiso la fortuna,
porque la fortuna quiso,
el buen conde don Fernando,
cuando dejó su castillo.
         Porque para matar moros,
hace falta el claro filo
de la espada en el combate,
al mostrar fuego bravío.
         No lo detuvo la nieve,
no lo detuvo el granizo,
no lo detuvo la lluvia
al emprender el camino.
         Dos ojos la culpa tienen
de que, acaso suspendido,
de la batalla se olvide
y abandone su destino.
         Dos ojos tienen la culpa
y dos labios adivinos
de la pasión que despiertan
al encenderse el instinto.
         La dulce moza lo escucha
mientras mira, suspendido,
la belleza de sus manos
y su cabello crecido.
         Y, pues con calma se baja
el galán de su rocino,
teme ya la desdichada
la inclemencia de su sino.
         –No temáis, bella señora,
que parece, porque os miro,
que os sentís amenazada
junto a la orilla del río.
         –No temeré, caballero,
pues parecéis hombre digno,
y cerca queda el poblado
donde viven los vecinos.
         –No temerás, niña bella,
escuchando esto que digo,
que del acero que tengo
temen los moros el brillo.
         –No hay bondad entre los moros,
porque se llevan cautivos
a los más fieles cristianos,
si atacan los señoríos.
         –Pues no has de temer, muchacha,
que está cerca mi castillo
y mil soldados lo guardan
con el coraje encendido.
         –Malhaya de la morisma
que no respeta a los hijos
de esta tierra deleitosa
que brindaba paz y abrigo.
         –No han de volver a la aldea,
molestando a los vecinos,
ni harán temer a ninguno
amenazas y presidios.
         Así le habló don Fernando,
desmontando del rocino,
la espada desenvainada
porque jura lo que dijo.
         –Quiera Dios que antes me muera
que no se viere cumplido
el juramento que ofrezco
con las palabras que digo.
         Porque ha de ser castigado,
después del daño inflingido,
el moro con sus maldades,
que todas son a capricho.
         –Tened, señor, en la guerra,
gran cuidado, pues yo cuido
de rezar por vuestras tropas
y los soldados sufridos.
         –No ha de faltar el coraje
ni el cuidado, pues os digo
que mil soldados se quedan
en la guardia del castillo.
         Y otros mil son los que faltan,
que habrán de venir conmigo
al combate, pues me esperan
fuera de este señorío.
         Siguió el noble en su caballo,
que, montando su rocino,
atrás dejó la vereda
y las orillas del río.
         Y no pasó mucho tiempo
cuando a los aires les dijo
los secretos que en su pecho
se quedaron escondidos:
         –No es posible que al combate
lleve e corazón herido
quien en la batalla nunca
temió jamás ser vencido.
         Mas quiere la brisa fresca
publicar este delito,
porque ya cata el jilguero
a las orejas del mirlo.
         Y han de decir que una niña
pudo, en la orilla del río,
abrir el pecho más bravo
y el corazón ver vencido.


2013 © José Ramón Muñiz Álvarez

"Poemas para Mael y Jimena"

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