José
Ramón Muñiz Álvarez
“LOS
OJOS MÁS HERMOSOS DE LA CORTE
BRILLARON
AL LLEGAR A LA
VENTANA”
(Balada
del suceso más extraño
que
nunca imaginaron los
juglares
de un
tiempo
que
se pierde para
siempre)
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Los
ojos más hermosos de la corte brillaron al llegar a la ventana,
desde la que admirar, en las alturas, los vuelos agitados de las
aves. Sus manos eran blancas como nieve, la frente altiva y el
cabello el oro manchado por la llama de la aurora que tiñe la mañana
con su fuego. Y halló, desde la torre más soberbia, los
resplandores bellos, cuando el día regala sus caricias y deshace las
sombras mentirosas de la noche. Llevaba los vestidos más hermosos,
las sedas del Oriente, que, lejano, miraba el sol, su luz y la
alegría que enciende su bostezo, si amanece. Y oyeron sus palabras
los senderos:
–Jurar
puede el espíritu hechizado que quieren los amores más dañinos
hallarme derrotada ante sus ojos. Pudiera, si olvidara mi nobleza,
lanzarme, arrodillarme y humillarme, pues ha sabido herirme con su
fuego, privándome de ser como solía. Por eso, si sumisa, quiero
acaso saber que su respeto será mío, que habré de ser su esposa,
si el lo quiere, llenando el lecho triste que suspira. Y, de este
modo, siendo ya mi dueño, debiera ser feliz la que, dichosa, regala
a su poder sus señoríos y los pendones nobles de esta tierra.
Y
vio, sobre la yegua, en los caminos, al joven aguerrido que tornaba,
cansado, fatigado, tras las guerras, del eco del acero y de las
armas. Los otros lo seguían en corceles hermosos, presuntuosos de
ese brío que muestran, al regreso del combate, dejando al aire el
fuego de sus crines. Y, al admirar los altos estandartes, la gloria
del pendón, de los escudos, dejó volar, igual que vuela un sueño,
su mente, imaginando lo ocurrido: la guerra, la batalla, la victoria,
los muertos extendidos por el suelo, los sarracenos cuando, en
retirada, gritaban, humillados, con espanto. Y dijo desde lo alto de
la torre:
–Jurar
puede el espíritu hechizado que habré de serle fiel al verme suya,
pues esto será toda mi alegría. No hay joven más apuesto en esta
corte, y dicen que es de todos el más diestro, mostrando su valor y
su coraje, si lucha con los moros en la guerra. Que hubiera de
causarme gran espanto si un día me dijeran que la muerte llegó para
arrancarlo de este mundo. Mas él querrá sentarse en mi regazo, y
habrá de estar conmigo y ser mi esposo, y amarme y repetirme bellas
trovas que suelen componer los caballeros.
Y
dijo al corazón que repetía sus voces, sus acentos y sus cantos en
ese pecho suyo, siempre frágil, que el joven aguerrido era su dueño.
Y cierto es que sus labios anhelantes buscaban, en las noches, otros
labios, los labios del garzón que regresaba después de derramar
valor y sangre. Pues el amor es siempre caprichoso y hiere a los que
sienten el veneno que azota a quienes llevan en las venas linajes
orgullosos y valientes. Y, siendo así, sentía que su alcoba sería,
cada noche, como el templo donde adorar con gana aquella imagen, la
de un muchacho mozo pero firme. Y supo la vereda sus palabras:
–Jurar
puede el espíritu hechizado que habré de verlo siempre sobre el
brazo, que es bello posadero del amante. Pues he de retenerlo con mis
besos igual que las caricias son regalo para el azor que caza en las
alturas por darme sus deleite cada tarde. Y sabe el Dios del cielo,
si nos mira, que es un amor prudente el que se enciende y alcanza a
coronar el pecho dulce que quiere regalarse al garzón bello. Será
mi dueño, y, siendo su señora, sabré ser obediente en lo que diga,
pues justo es que la esposa se someta, cumpliendo lo que dicta su
marido.
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