José
Ramón Muñiz
“EL
ÚLTIMO SUSPIRO DEL OTOÑO”
Después de revolver el viejo
armario, mirando, en los cajones, por si estaba, cogió el tabaco
rubio, como siempre, no lejos de los anchos ventanales. Tomó el
cigarro, acaso, sin apuro, con gran delicadeza, al encenderlo,
sabiendo comprender que, moribunda, la luz del sol hablaba del
destino. Y pudo contemplar aquella zona: las aguas silenciosas del
estanque, las llamas del crepúsculo lejano, los juncos apagados de
la orilla…
Entonces se asomó a la balconada,
con aire melancólico, callado, vencido por la idea de la muerte, que
hiere con los filos de la angustia. El aire se espesaba con el humo
mezquino del pitillo, que, en el aire, jugaba, dibujando sus
piruetas, sus rizos, al perderse lentamente. Y vio, desesperado,
aquellas vistas: el aire mortecino del crepúsculo, las nieblas
perezosas del ocaso, las nubes que fatigan su camino…
Estaba convencido de que el mundo
tendría que volver a esa inocencia de tiempos tan remotos que la
muerte no ardía, dolorosa, con su látigo. Acaso imaginaba más
dichosos a aquellos inconscientes, que no piensan que todo ha de
acabarse, que la vida no dura eternamente para nadie. Y todo fue
silencio en torno suyo: la luz de las estrellas temblorosas, el velo
amarillento de la luna, la capa ennegrecida de la noche…
Tal vez en su impotencia, los
mortales jugaban a ser dioses con el tiempo que corre y que se agita
hacia la nada, buscando cumbres casi inalcanzables. Y supo sospechar
la rebeldía que sienten los espíritus románticos que escriben la
poesía del silencio que sabe denunciar miedos y penas. Y amó el
perfil rebelde del paisaje: las rocas de las cimas más abruptas, los
picos orgullosos de la sierra, las piedras de caliza en la escarpada…
–La luz del sol se pierde con
sigilo–, se dijo, lamentando el panorama. Miró el color febril del
horizonte, lugar que el sol besó con su fatiga. Y huyeron a otros
reinos apartados los viejos azulones de otras veces, sabiendo que el
azote de los vientos habría de acercarse sin clemencia.
–Sus brillos se entremezclan con
la nada–, supuso, sospechando allí el vacío. Miró el color
rojizo en las alturas, anuncio del crepúsculo inminente. Y el sueño
misterioso de la helada tomaba cada parte del camino, cubriendo con
escarchas cada brizna de hierba en esos prados desolados.
–Y pronto llegará la noche
amarga–, dedujo, viendo el rayo del sol débil. Miró ese cielo
bello y despejado que impuso los puñales de la nieve. Y vieron los
carámbanos las tardes, sabiendo que la fuente, aletargada, no
hablaba del tritón, con sus murmullos, al viento malherido de la
sierra.
–No cederá la muerte que nos
busca por este jardín gris de la condena–, creyó saber, pensando
en el destino. Sus ojos se fijaron en los cielos, y el sol de
invierno, triste y perezoso, miraba la invernada melancólica, que,
falta de bandadas de estorninos, supuso un reino débil, moribundo.
–La luz de las estrellas es acaso
la voz que nos advierte que ya es hora–, oyó decir la brisa en voz
muy baja. Volaron al ocaso, sus pupilas, y hallaron, en su escape, al
avefría, que sabe hallar el limo que los hielos no hirieron con la
espada de ese aliento que llena de tristeza lo que roza.
–Y tiempo es de morir, si, con la
tarde, se tornan los paisajes en silencio–, propuso, con el ánimo
encogido. Y el viento del otoño gimió triste; el viento aquel que
vino de lo lejos y supo del nevero entre las cumbres, tras noches de
dolor y temporales del último suspiro del otoño.
2014 ©
José Ramón Muñiz Álvarez
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