martes, 6 de mayo de 2014

El último suspiro del otoño

José Ramón Muñiz
EL ÚLTIMO SUSPIRO DEL OTOÑO”

Después de revolver el viejo armario, mirando, en los cajones, por si estaba, cogió el tabaco rubio, como siempre, no lejos de los anchos ventanales. Tomó el cigarro, acaso, sin apuro, con gran delicadeza, al encenderlo, sabiendo comprender que, moribunda, la luz del sol hablaba del destino. Y pudo contemplar aquella zona: las aguas silenciosas del estanque, las llamas del crepúsculo lejano, los juncos apagados de la orilla…
Entonces se asomó a la balconada, con aire melancólico, callado, vencido por la idea de la muerte, que hiere con los filos de la angustia. El aire se espesaba con el humo mezquino del pitillo, que, en el aire, jugaba, dibujando sus piruetas, sus rizos, al perderse lentamente. Y vio, desesperado, aquellas vistas: el aire mortecino del crepúsculo, las nieblas perezosas del ocaso, las nubes que fatigan su camino…
Estaba convencido de que el mundo tendría que volver a esa inocencia de tiempos tan remotos que la muerte no ardía, dolorosa, con su látigo. Acaso imaginaba más dichosos a aquellos inconscientes, que no piensan que todo ha de acabarse, que la vida no dura eternamente para nadie. Y todo fue silencio en torno suyo: la luz de las estrellas temblorosas, el velo amarillento de la luna, la capa ennegrecida de la noche…
Tal vez en su impotencia, los mortales jugaban a ser dioses con el tiempo que corre y que se agita hacia la nada, buscando cumbres casi inalcanzables. Y supo sospechar la rebeldía que sienten los espíritus románticos que escriben la poesía del silencio que sabe denunciar miedos y penas. Y amó el perfil rebelde del paisaje: las rocas de las cimas más abruptas, los picos orgullosos de la sierra, las piedras de caliza en la escarpada…
La luz del sol se pierde con sigilo–, se dijo, lamentando el panorama. Miró el color febril del horizonte, lugar que el sol besó con su fatiga. Y huyeron a otros reinos apartados los viejos azulones de otras veces, sabiendo que el azote de los vientos habría de acercarse sin clemencia.
Sus brillos se entremezclan con la nada–, supuso, sospechando allí el vacío. Miró el color rojizo en las alturas, anuncio del crepúsculo inminente. Y el sueño misterioso de la helada tomaba cada parte del camino, cubriendo con escarchas cada brizna de hierba en esos prados desolados.
Y pronto llegará la noche amarga–, dedujo, viendo el rayo del sol débil. Miró ese cielo bello y despejado que impuso los puñales de la nieve. Y vieron los carámbanos las tardes, sabiendo que la fuente, aletargada, no hablaba del tritón, con sus murmullos, al viento malherido de la sierra.
No cederá la muerte que nos busca por este jardín gris de la condena–, creyó saber, pensando en el destino. Sus ojos se fijaron en los cielos, y el sol de invierno, triste y perezoso, miraba la invernada melancólica, que, falta de bandadas de estorninos, supuso un reino débil, moribundo.
La luz de las estrellas es acaso la voz que nos advierte que ya es hora–, oyó decir la brisa en voz muy baja. Volaron al ocaso, sus pupilas, y hallaron, en su escape, al avefría, que sabe hallar el limo que los hielos no hirieron con la espada de ese aliento que llena de tristeza lo que roza.
Y tiempo es de morir, si, con la tarde, se tornan los paisajes en silencio–, propuso, con el ánimo encogido. Y el viento del otoño gimió triste; el viento aquel que vino de lo lejos y supo del nevero entre las cumbres, tras noches de dolor y temporales del último suspiro del otoño.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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