José
Ramón Muñiz Álvarez
“Y
LOS SIGLOS VOLARON AL AIRE” O “EL CREPÚSCULO
TRISTE
QUE MUERE”
(Nuevas
meditaciones sobre la muerte
que
acecha los espíritus
inquietos
que
acaso no saben
ignorarla)
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A
QUIEN LEYERE:
Y los siglos volaron, y el aire
del otoño callado les dijo los secretos de aquellos paisajes a las
flores heridas y mustias. Y las flores heridas y mustias, escuchando
la voz de la brisa, comprendieron que pronto la helada borraría sus
bellos colores. Y, borrando sus bellos colores, se anunció, en una
tarde cualquiera, la maldad del granizo que supo dibujar un preludio
de invierno.
Y los siglos volaron y el aire
del otoño callado vencía los reflejos del sol moribundo que se fue
tras el triste horizonte. Y se fue tras el triste horizonte que la
noche ocultó con el manto que mancharon las bellas estrellas,
encendiendo su brillo y su magia. Y, encendiendo su brillo y su
magia, las escarchas que trajo noviembre se cebaron con prados y
arbustos, no muy lejos del viejo molino.
Y los siglos volaron, y el aire
del otoño callado compuso sus sonatas de viento y de lluvia que
llenaron jardines y bosques. Y llenaron jardines y bosques con su
raro concierto las brisas que admiraron un sol moribundo donde el
raro crepúsculo muere; donde el raro crepúsculo muere, donde apaga
sus brillos hermosos, como el beso que trajo la aurora.
Y los siglos volaron y el aire
del otoño callado dispuso que los charcos y el barro llenasen los
caminos de aquellas aldeas. Y las sendas de aquellas aldeas
comprendieron los cambios habidos en la densa arboleda de antaño,
donde el sueño parece rendirse. Porque el sueño parece rendirse, si
susurra el arroyo prudente, tras los meses del duro verano, las
canciones que quiere el descanso.
PRELUDIO:
Y
el sol, ya moribundo,
bebiendo
el horizonte,
supuso
que la luz de las estrellas
quería
despedirlo,
dejando,
caprichosa,
que
hallase ese sendero hacia la nada.
Y
supo que el verano
vendría
deshaciendo
las
nieves de las cumbres, cuyo brío,
con
ánimo orgulloso,
vencía
la invernada,
amiga
del granizo y de las nieves.
Y,
al ver aquel ocaso,
tu
aliento fue sospecha
de ese
destino acaso imperceptible
que roza
tu melena
y juega
a acariciarla,
sin
pronunciar su duelo fatigoso.
Mas
nadie ignora nunca
que el
beso de la muerte
se
esconde en los jardines de la vida,
y habita
sus rincones
y sueña
con suspiros
que
habrán de poner fin a nuestro aliento.
PRÓLOGO:
Y corrió, con la prisa
esperada, la belleza del tiempo de estío que admiró los sonidos
hermosos de las noches de dulce sosiego, pues las noches de dulce
sosiego suelen ser las amigas del cárabo, y escuchar el murmullo del
grillo, cuando no de la vieja cigarra, pues quizás esa vieja cigarra
daba al monte una atmósfera nueva que llenaba de romanticismo cada
playa, a la luz de la luna.
Y corrió, con la prisa
esperada, la belleza del raro verano que asoló con su fuego las
costas y encendió las calladas arenas. Y, al arder las calladas
arenas, todo el mundo buscó las espumas de las olas cansadas de un
viaje que alcanzaba las playas aquellas. Y alcanzaba las playas
aquellas tras correr la distancia que corren los navíos que buscan
los mares y conocen los mundos lejanos.
Y corrió, con la prisa
esperada, la belleza callada de agosto, para así darle paso a
septiembre, que llegó taciturno, mezquino. Y llegó taciturno,
mezquino, con la voz del otoño y las brisas, el aliento que llena
conciencias de sospechas que hielan la vida (las sospechas que hielan
la vida, mensajeras de muerte, nos hablan de un destino infeliz, de
un suceso que no puede evitar el que vive).
Y corrió, con la prisa
esperada, la belleza de un tiempo cansado que, al hallar en la bruma
humedades, sospechó su final inminente. Y entendió su final
inminente y elevó, como el ánade regia, esas alas que agita en el
aire el callado azulón, cuando migra. Que el callado azulón, si es
que migra, sabe hacer que su vuelo sea fácil, al buscar los lugares
más cálidos que le den el refugio esperado.
José
Ramón Muñiz Álvarez
“Y
LOS SIGLOS VOLARON AL AIRE” O “EL
CREPÚSCULO
TRISTE QUE
MUERE”
Y las nieves cayeron de nuevo
sobre el prado que amó la memoria de los tiempos perdidos de antaño,
cuando todo era nuevo a los ojos; esas nieves y escarchas de
entonces, cuando, siendo tan solo unos críos, la mirábamos, yendo
al colegio, no muy lejos del parque sin vida; esos restos de raro
granizo que llenaron también primaveras con anuncios terribles de
muerte, cuando muere el paisaje sublime. Y cayeron de nuevo las
lluvias que quebraron las nieves y hielos, y la muerte insensata era
al tiempo la amenaza de aquellos anuncios.
Y las nieves cayeron de nuevo
sobre el prado que vio nuestros juegos, y escuchó nuestras voces
alegres. Pues los niños se alegran por todo, sin saber que la nieve
es un signo, sin saber que nos niega la vida, pues entraña la muerte
del mundo. Y la muerte nos habla de un tiempo de tristezas y malos
augurios, si es que estamos al fin condenados a seguir ese trecho
maldito. Y cayeron de nuevo aguaceros que dijeron que siempre en
diciembre deben irse las aves hermosas de los dulces paisajes de
entonces.
Y las nieves cayeron de nuevo
sobre el prado sencillo de antaño, sobre el prado que oyó nuestros
gritos pronunciados detrás de la cerca; esa cerca, no lejos del río,
donde el roble extendía las ramas, centenarias tal vez, pero
fuertes, donde estaba colgado el columpio. Y murieron los sábados
bellos y las tardes en vano, pues siempre se perdía en el raro
horizonte un sol viejo en su amarga derrota. Y cayeron de nuevo
torrentes de esos cielos cargados de nieve, si los quiso el enero
violentos, castigando las cumbres más altas.
Y las nieves cayeron de nuevo
sobre el bosque que vio con tristeza que la vida apagaba su fuego, si
sus verdes también se callaban. Y no oyó las palabras del cuco
reclamando el amor la arboleda, como ocurre en abril, si es el bosque
un lugar tan distinto al invierno. Y dejaron, vendido a la nada, los
espacios sus reinos valiosos, y el arroyo, cuajando la furia,
comprendió que propio rendirse. Y cayeron de nuevo las lluvias, y
aguaceros y bravos torrentes, y la muerte febril y malvada se
anunciaba en sus cantos horribles.
EPÍLOGO:
El silencio domina las sierras y
las zonas cubiertas de bosque, pues las aves huyeron temprano y
dejaron un grito de helada. Y dejaron un grito de helada que,
manchando cristales dormidos, contemplaron la triste alborada que
llegó con su traje de muerte. Y llegó con su traje de muerte, mas
no vino temprano la aurora, derrotada, lejana si acaso, porque todo
fue reino de hielo. El paisaje refleja en el alma los dolores que
sienten los bosques y los cielos que pintan ocasos donde el sol se
hace muerte y silencio. El lugar adivina en el pecho la presencia de
otoños callados que tiñeron las hojas que esperan que los vientos
los lleven consigo. El rincón es la voz del espíritu que se mira,
con melancolía, reflejado en el lago dormido y en el charco que
espera la noche.
2014 ©
José Ramón Muñiz Álvarez
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