José
Ramón Muñiz
“PENSAMIENTOS
EN TORNO
A
LA NADA Y EL
ABSURDO”
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La
conciencia del ser humano intenta escudriñar, desde antiguo, los
grandes problemas que existen en el universo, y, puestos a esa labor,
lo hace en dos vertientes distintas: la que lo afecta de manera
directa y la que responde a un patrón puramente científico. Pero
solamente en apariencia las dos son distintas, puesto que están
profundamente entrelazadas.
Primeramente,
el hombre es un ser que siente y que padece, algo que tiene una
dimensión psicológica, si aceptamos que los sentimientos son parte
de nuestra mente, aunque no sean parte de nuestro orden racional.
Estar en un universo y ser parte de ese universo es estar en la
necesidad de explicar el vínculo que uno tiene con ese universo y
para qué está dentro del mismo.
Por
otra parte, el universo era también una pregunta inevitable, desde
el momento en que es todo lo que está en lugar de circunstancia: no
podemos vivir sin preguntarnos que son el espacio, el tiempo y las
realidades en ellos contenidas, incluso independientemente de que
nosotros estemos atados a ese conjunto de manera inevitable.
Aceptaremos
que la cuestión científica se plantea las más veces como algo de
segundo orden frente a la cuestión vital, que es siempre de primer
orden. La ciencia ha inventado de manera artificiosa el aparato de la
objetividad como manera de neutralizar al sujeto que concibe las
verdades.
Sin
embargo es imposible que exista conocimiento sin alguien que la
produzca, y dicho sujeto, que ha de ser necesariamente humano, será
antes humano que científico. En este sentido, la motivación del
conocimiento del universo será siempre, a pesar de los disfraces de
la ciencia, algo de orden no objetivo, pues siempre el sujeto está
implicado de una manera profunda en la respuesta que se busca.
Pongamos
un ejemplo: Keppler descubrió que las órbitas de Copérnico estaban
mal medidas y que eran irregulares, tratándose de una ruta para los
planetas con un carácter elíptico, aunque bastante circular. Este
descubrimiento no es algo agradable en la medida que genera una
sensación de descontrol, porque vivimos en un universo menos regular
de lo que parecía, es decir, un mundo menos previsible y menos
controlable.
En
lo tocante al ser humano, saber que el universo está fuera de
control puede resultar algo terrible, comprometiendo de esta manera
todo lo que es su vida. Una voluntad de dominio del entorno nos
empuja y nos hace evolucionar, siendo positivo para nuestra
supervivencia su influjo: de generación en generación se mejoran
las comunicaciones, se superan enfermedades, la esperanza de vida
aumenta…
Esta
necesidad de dominar el entorno tiene su primer arranque en la
pregunta por el universo y en la generación de ideas científicas
aprovechadas luego técnicamente para mejorar nuestra vida. Su
arranque es, sin embargo, una curiosidad y esa curiosidad es menos
contemplativa de lo que cupiera esperar, porque no es solamente un
interés científico el que nos mueve.
Tampoco
hay que creer que por ello seamos menos inteligentes, sino más,
mucho más, por cierto, en la medida que nuestra pregunta real no es
sobre lo que nos rodea, sino sobre nosotros mismos, porque no nos
preguntamos por el universo, la pregunta esencial es qué es lo que
nosotros estamos haciendo aquí.
En
cualquier caso, esa pregunta es un reto desproporcionado para un
único hombre: una conciencia limitada no puede dar respuesta a esta
pregunta, y un conjunto de hombres a lo largo de distintas épocas
solamente pueden presentar propuestas vagas y nunca definitivas.
La
respuesta a esta cuestión es siempre insatisfactoria y siempre
provisional a los ojos de los más inteligentes. Porque es preciso
admitir que, con todos los avances de la ciencia, no sabemos todavía
qué sentido tiene todo, y ese sinsentido nos abruma y nos sorprende.
Pero
en el planteamiento del hombre como un ser doliente, absorto ante la
absurdidad de su existencia, cuestión que tanto ha dado que escribir
a los escritores existencialistas, está el problema de si el hombre
es un animal o no lo es, y el problema de que, si es un animal, puede
ser o no ser un animal como los demás.
Dadas
las particularidades de esta criatura, el ser humano no puede ser un
animal como cualquier otro: su mayor avance, raciocinio, su
constitución anatómica… Todo ello parecen diferenciarlo del resto
de los animales, pero, incluso siendo distinto al resto de los
animales, necesitamos comparar lo que es la vivencia humana con lo
que es la mera vivencia animal para diferenciar bien al hombre de los
animales.
Muchos
creen que los animales no perciben la necesidad de investigar el
sentido de lo que es existir o que no tienen la capacidad para
reflexionar sobre el sentido de la vida y si constituye un absurdo.
Con todo ello, el animal, estando dotado de instintos y no de
raciocinio, sabe las cosas que ha de saber, como procurar el
alimento, dar continuidad a la especie, enfrentarse a predadores…
Y
si bien con todo ello le es suficiente para vivir, ignoramos si
sucede en él la inquietud cuando siente que enferme y cuando, de
alguna manera, de una manera animal, sabe que muere. Y es que la
racionalización de las cosas no es la única forma de conocimiento:
el bebé que busca el pecho de la madre lo hace como el retoño que
busca el pecho en el que mamar, y los instintos animales están
presentes en el hombre, hasta el punto de que, siendo animal y hombre
tan distintos, algo tienen en común.
Los
sentimientos son algo que nos acompaña y de lo que no nos podemos
desprender. Las guerras, los crímenes, los accidentes y los
desastres no suelen dejar a la audiencia televisiva de miles de
gentes indiferentes ante los sucesos que están ocurriendo
diariamente. Los sentimientos son esenciales, según lo vemos, para
ser humanos y pensamos que son lo que más nos humaniza.
En
cualquier caso, no estar dotado de estos sentimientos, el que alguien
sea ajeno a la impresión general, cuando en un televisor todos ven,
en una cafetería un desastre natural con miles de muertos y heridos,
nos hace pensar que es menos humano.
Por
otra parte, está comprobado que los animales tienen incluso una
mayor capacidad para establecer de manera solidaria con sus
congéneres (en algunos casos con el hombre) una profunda conexión
psicológica, cuando perciben el dolor.
No
podemos negar a los animales la presencia de sentimientos agresivos y
bondadosos, desde la ferocidad del jabalí acorralado por los
cazadores hasta el perro que intenta consolar a una anciana en su
soledad. Si los animales tienen esos sentimientos, si perciben de
alguna forma el dolor y el sufrimiento (no importa mucho si lo
racionalizan o no), entonces eso no es exclusivo del ser humano y no
es, por cierto, lo que nos da singularidad en tanto que seres
humanos.
Por
tanto, nuestra humanidad consiste precisamente en lo contrario, pues
quienes analizan cerebros humanos y los comparan a los de los
animales insisten en que los humanos difieren por su mayor desarrollo
del córtex. No es el ser sentimentales lo que nos aporta humanidad,
sino nuestro logicismo.
Pero
ese logicismo, esa racionalidad, no nos sirve por sí sola. El ser
humano actúa de manera lógica, pero no es la lógica a la acción
humana tanto un elemento motor como sí una técnica, una forma de
calcular lo que uno hace y de pensar y dar coherencia al proceder.
La
voluntad es algo que procede de la esfera irracional, pues no es la
capacidad de raciocinio de la que emana nuestro hacer. Nuestra
capacidad para generar deseos es algo compartido por los animales, y
ese desear es el elemento motivador de tantas cosas donde luego la
racionalidad y el logicismo de nuestra cabeza aporta solamente su
técnica (sin excluir que entre los seres humanos el error es cosa
muy frecuente, a pesar de la sabiduría humana).
Por
tanto, hay una voluntad de saber y de dar control, vinculada con una
sed de estabilidad, por cierto, que es el elemento motivacional que
activa esa pregunta esencial por la que luego queremos todas las
demás: a dónde vamos y de dónde venimos. A partir de ahí nacen
las preguntas más esenciales, las más antiguas, las que fueron
expresadas por la filosofía de los presocráticos, la búsqueda de
una explicación para este escenario que estamos viendo y que es tan
complejo a nuestros ojos.
El
carácter no contemplativo de la pregunta se manifiesta cuando le
damos la vuelta, porque no queremos saber tanto qué es el cosmos
como sí comprender nuestro papel en este para entender qué es lo
que nos va a pasar y por qué. Y caben aquí dos posibilidades: que
las respuestas que nos den sean satisfactorias o que no lo sean.
Para
una conciencia normal no cabría una ingenuidad tan grande como
aceptar sin reservas lo que la religión impone, debido, como es
natural, a que esas respuestas tienen una apariencia muy infantil,
pero uno se ve desgastado por diversos factores, como lo son los
trabajos de la vida, los azares y las inquietudes del día a día que
nos desvían de la cuestión más general.
Da
la impresión de que nunca seremos capaces de contestarla y existen
los que aceptan parcialmente las soluciones religiosas (el mundo está
lleno de ateos que ponen la vela al Cristo, escondidos en sus casas).
Pero más allá del día a día o de que las cosas vengan mal en la
vida, es difícil ofrecer a esta pregunta, la más importante de
todas, una buena respuesta.
Al
ser humano todavía no le está permitido saber de dónde venimos y a
dónde vamos ni por qué, y es posible que esto no lo lleguemos a
saber nunca, o que, llegados a saberlo, la solución no sea
agradable, lo que no sería difícil. En este sentido, tenemos que
plantearnos que el universo encierra dimensiones de orden y desorden
que no siempre entendemos bien. El cosmos se opone al caos, pero el
caos es parte del orden en el que estamos, que no excluye cierto
desorden y ciertos azares.
En
un universo con aspectos azarosos es fácil sospechar que no todo
tenga que tener necesariamente sentido, y el sentido de la vida
humana es una demanda de los seres humanos en tanto que seres
pensantes, pero no es parte necesaria del programa que el universo
está llevando en su ejecución. Nos volveríamos locos o nos
llevaríamos un gran disgusto, en este sentido, si nos dicen que no
siempre una pregunta tiene respuesta ni todo lo que sucede tiene un
sentido.
Debemos
aclarar que lo que da sentido a los fenómenos naturales es una
relación de causas y consecuencias no muy distinta, por cierto, de
las causas y consecuencias que miran las ciencias sociales en la
historia. Pero la moderna historiografía intenta explicar el devenir
humano, no garantizar la felicidad, y con más razón las ciencias
naturales han de ver la necesidad de los seres humanos como algo
ajeno a su cometido (perderían entonces ese carácter artificial que
da objetividad a un saber por encima del sujeto que lo genera).
En
un universo sin Dios no tienen sentido las esperanzas ultraterrenas.
La vida es finita y el hombre es una finitud en el espacio y en el
tiempo: sin la ubicuidad divina no se puede estar en dos o más
espacios al mismo tiempo y no es posible estar en el tiempo en un
antes de nacer o un después de morir.
El
hombre puede aceptar una vida sin fe, sin Dios y sin esperanzas
ultraterrenas (quizás para otros, para muchos, se hace más fácil
envenenar lo que sí sabemos de nuestro futuro: la muerte, que es
inevitable, por poco que nos guste). Aceptar la finitud de nuestra
vida es aceptar nuestra propia finitud y eso es lo que permite que se
acaben de golpe todos los temores infundados, pero aparecen nuevos
miedos, muchas veces, miedos que hay que saber soportar con entereza,
porque ya sabemos que la fe no nos vale a nosotros.
Mientras
el creyente se abandona en el regazo de Dios y se siente seguro,
explicando que hay más allá de las estrellas un padre bondadoso que
lo salva siempre, el ateo concibe el mundo como la única posibilidad
de existencia y esa posibilidad de existencia como un marco
problemático donde el ser humano se encuentra ante la
insignificancia de su finitud.
No
es difícil sentir miedo a la grandeza del cosmos, echado sobre la
hierba en una noche de mediados de septiembre, cuando, tumbado en un
prado oscuro, la vista se suspende y llegan a ella las luces de
lejanas estrellas que están suspendidas en algún punto del cielo.
Estas estrellas de distintos colores y trémulas se ven mal desde los
espacios urbanos, donde abunda la luz artificial de las farolas y
porque es poco el margen, entre edificios, para contemplar el orbe
celeste.
Sin
embargo, en un lugar alto donde la brisa empieza a refrescar el calor
de las noches de un verano intenso que todavía pide manga corta, las
estrellas tienen una fuerza especial, una magia especial, pues, en
esas circunstancias, se aprecian mejor. Quien contemple ese
espectáculo, al descubrir algunas de las constelaciones que ha visto
en los libros, toma conciencia de que eso que tiene ante la vista es
solamente una mínima parte de la inmensidad cósmica, y comprende
entonces hasta el más ingenuo que las estrellas que ve se han
desplazado, o que ya no existen, a pesar de que la luz sigue llegando
después de un viaje largísimo por un espacio impensable.
Esa
magnitud debe hacer que el diámetro del planeta sea miles, millones
de veces más pequeño que una mota de polvo desprendida de un techo,
al caer, en el interior de una estancia. El ateísmo es el camino
difícil, es el camino complicado, en el que hay que pensar, en el
que se encuentran verdades desagradables y no sueños hermosos
servidos por la palabra de los profetas a los hombres antiguos, con
una conciencia menos que infantil.
Somos
una finitud que imagina que los horizontes no son estrechos, pero
acabamos dándonos cuenta de que hay marcos más amplios, distancias
que superan hasta lo indecible incluso la grandeza de un océano.
Quien mira el océano ve un reino impetuoso en que, a medida que
miramos parcelas más alejadas, las olas nos parecen menores, más
cercanas a las olas que vienen detrás, y llega un momento en que las
olas no se distinguen, hasta ver, en lo más lejano, en días muy
despejados, esa línea donde el mar y el cielo no siempre se
confunden.
Ese
mar que uno no puede cruzar con la fuerza de sus brazos anuncia la
derrota de nuestro ánimo soberbio cuando jugamos a soñar que lo
podemos todo. Pero esa parte del mar que vemos es minúscula: más
allá del horizonte hay más mar, de la misma manera que, en tierra
firme, hay siempre una colina detrás de otra. Y si no somos nada
ante la inmensidad del planeta, menos somos ante el tamaño del
Sistema Solar, parte de una galaxia que es a su vez un elemento
mínimo en un universo que nos explican en expansión.
Por
esta razón es tan fácil sentir el miedo ante la propia
insignificancia de uno mismo, puesto que nos vemos como parte de un
planeta que parece ir a la deriva en el marco de un “maremágnum”
desconocido que está más allá de nuestro control y que escapa a
nuestra necesidad y a nuestro capricho.
¿Acaso
los que tienen fe escapan a la angustia de la conciencia de esa
finitud? Pues no vivimos en tiempos en los que sea difícil
sustraerse a la fe, esta es una época para no creer, para no hablar
de Dios. En todo caso, quienes tienen fe hablan de Dios como una
entidad que lo supera todo y se entregan a su divina bondad,
considerando que este mundo caótico es algo transitorio, una forma
de querer esquivar, teniendo a Dios como un soporte de su parte, todo
aquello que alarma la sensibilidad del ateo: su felicidad radica en
esa misma insignificancia, en este caso superable por la confianza en
un agente divino y salvador del que no hay mayor constancia, claro
está, que la mera necesidad de ser salvado.
Por
otra parte, el agnóstico debe ser, en todo caso, un mar de dudas y
de inquietudes, en su posición ambigua, carente de Dios y carente
totalmente de su ausencia al mismo tiempo, porque el agnóstico vive
en la conciencia de que Dios no se ha manifestado ante el hombre, si
es que existe, y nada conduce a la creencia, puesto que pueda haber
entidades divinas, de que dichas entidades divinas estén encaminadas
a la intención de salvarnos del mundo o nuestro carácter mortal. En
este caso, las grandes preguntas nuevamente han quedado sin una
respuesta.
Hubo,
claro está, un tiempo distinto, un tiempo en que sí se creía, un
tiempo en que Dios presidía el mundo desde su altura y miraba desde
arriba un mundo miserable en que serían premiados aquellos que
supieran resignarse. Los revolucionarios franceses, superando ese
mero carácter festivo que sobrevivía en el anticlericalismo
medieval, culpaban a los curas de las desigualdades y conocían bien
la codicia de los príncipes de la Iglesia de aquellos tiempos de
hambre, negándose siempre a perder sus privilegios.
Pero
Dios siguió sobre las alturas en la conciencia de las gentes
sencillas, y, durante la centuria siguiente, ni la idea evolucionista
de Charles Darwin ni el marxismo sirvieron para despertar
conciencias. No obstante, de manera casi profética, se ha lanzado el
mensaje de la muerte de Dios, y es cierto que Nietzsche se adelantó
bastante, porque el nuestro es ya un Dios prejubilado y hospitalizado
que intenta resistir, a pesar de la agonía eterna y dolorosa que se
le impone: el destino de la religión no puede ser otro que el de
perderse, dada su inutilidad.
La
conciencia de finitud puede parecer angustiosa cuando leemos los
versos de los poetas barrocos, por poner un ejemplo, pues fueron
estos hijos de una sociedad cristiana, profundamente cristiana, desde
luego, en un mundo convulso en que España perdía, retrocediendo en
cada guerra y succionando los últimos y escasos cargamentos de oro
que no interceptaban los pérfidos piratas de Francis Drake y la
religión había quedado dividida por Lutero.
Esta
conciencia de finitud se expresaba como tópico en el ideal de la
caducidad, del carácter fugaz del tiempo de nuestra vida, en el
“vanitas” existencial al que podemos sentirnos arrojados
nosotros, que, a fin de cuentas, no somos muy distintos de aquellos
hombres, cuando pensamos que llegará un momento en que habremos de
morir y en la absurdidad de luchar por una vida que, de todos modos,
inevitablemente, acabará en muerte.
Además,
esta gente estaba totalmente dominada por las esperanzas
ultraterrenas, la voluntad de salvarse por medio de unos rituales
carnavalescos que formaban parte del buen morir: recordemos la
extremaunción de don Quijote, que, finalmente, salva su alma, al
entender cervantino. Y lo cierto es que las esperanzas ultraterrenas
cada vez son menos interesantes a la mayoría de las personas de la
época actual, que, carentes de la ingenuidad y candidez de los
tiempos antañones, no pueden confiar su salvación a la idea de un
Dios y un Cielo fabricado para niños pequeños.
Esta
mayor madurez, esta mayor preparación para la aceptación de la
muerte como condición negativa a la que no podemos sustraernos no
impone plantearse si no sería una condena peor tener que existir
siempre, pero, en cualquier caso, si arroja la comprensión de una
finitud liberadora, porque, sin un más allá, todo lo que nos queda
es este mundo terreno en que experimentar una libertad personal cada
vez más difícil de arrancarnos.
De
otra parte, este cambio se ha dado bien en el mundo industrializado y
en los países de Occidente, pero lo cierto es que la religión sigue
teniendo fuerza en muchos lugares: que el avance de la ciencia y del
conocimiento resten posibilidades de supervivencia de una religión
es algo que puede ocurrir en las sociedades que prosperan, pero no en
aquellas que no prosperan.
En
el caso del terrorismo islamita se aprecia con gran claridad todo:
para las gentes islámicas nada de su religión se separa de su vida
cotidiana, por lo que para ellos atacar su religión puede ser
simplemente querer matizar su modo de vida en una época de
occidentalización y globalización. En suma, ellos no pueden aceptar
lo que entienden como un ataque abierto a su cultura, su modo de
entender la vida y la existencia de unas tradiciones claramente
medievales.
Sin
embargo, somos occidentales y la organización de nuestro universo no
se puede generar de espaldas a la conciencia de nuestra propia
finitud, y esta sigue siendo fastidiosa, angustiosa: pese a todo, no
queremos morirnos, por más que escuchemos decir a los ancianos
achacosos que están cansados ya de este valle de lágrimas, de este
mundo miserable.
El
instinto de conservación pesa, del mismo modo, en todos, grandes y
chicos, y, a la hora de la verdad, nadie quiere morir, y menos en la
conciencia de que la muerte es desaparecer, pues no queda ya nada
detrás de sus umbrales. Porque, en definitiva, tenemos conciencia de
la nada, una noción que entraña más misterios que el ser y que se
revela para los más sabios como el verdadero problema.
A
fin de cuentas, el ser es una noción bien conocida, o sobre la que
se ha hablado tanto que existen ya mil conceptos sobre el ser y sobre
su relación con el devenir, pero no nos han explicado claramente qué
es la nada. La nada es ese mar ignoto sobre el que los filósofos y
los científicos no saben decir nada.
Pero
lo curioso es que la nada no sea tema de conversación cuando se
impone el nihilismo. Las sociedades en las que vivimos son sociedades
absurdas en las que se consume sin criterio porque ya no existe el
juicio de valor. Tienen razón algunos de los más ancianos cuando
nos recuerdan, casi riñéndonos, al menos con afán de reprendernos,
que hemos perdido la noción del valor de las cosas.
Y
el verdadero problema es que ya nadie se plantea si realmente hay ese
valor, es decir, que la gente, por no ser, ya ni siquiera es
nihilista, irónicamente.
2014 ©
José Ramón Muñiz Álvarez
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