martes, 6 de mayo de 2014

La nada y el absurdo





José Ramón Muñiz
PENSAMIENTOS EN TORNO
A LA NADA Y EL
ABSURDO”

http://jrma1987.blogspot.com

La conciencia del ser humano intenta escudriñar, desde antiguo, los grandes problemas que existen en el universo, y, puestos a esa labor, lo hace en dos vertientes distintas: la que lo afecta de manera directa y la que responde a un patrón puramente científico. Pero solamente en apariencia las dos son distintas, puesto que están profundamente entrelazadas.
Primeramente, el hombre es un ser que siente y que padece, algo que tiene una dimensión psicológica, si aceptamos que los sentimientos son parte de nuestra mente, aunque no sean parte de nuestro orden racional. Estar en un universo y ser parte de ese universo es estar en la necesidad de explicar el vínculo que uno tiene con ese universo y para qué está dentro del mismo.
Por otra parte, el universo era también una pregunta inevitable, desde el momento en que es todo lo que está en lugar de circunstancia: no podemos vivir sin preguntarnos que son el espacio, el tiempo y las realidades en ellos contenidas, incluso independientemente de que nosotros estemos atados a ese conjunto de manera inevitable.
Aceptaremos que la cuestión científica se plantea las más veces como algo de segundo orden frente a la cuestión vital, que es siempre de primer orden. La ciencia ha inventado de manera artificiosa el aparato de la objetividad como manera de neutralizar al sujeto que concibe las verdades.
Sin embargo es imposible que exista conocimiento sin alguien que la produzca, y dicho sujeto, que ha de ser necesariamente humano, será antes humano que científico. En este sentido, la motivación del conocimiento del universo será siempre, a pesar de los disfraces de la ciencia, algo de orden no objetivo, pues siempre el sujeto está implicado de una manera profunda en la respuesta que se busca.
Pongamos un ejemplo: Keppler descubrió que las órbitas de Copérnico estaban mal medidas y que eran irregulares, tratándose de una ruta para los planetas con un carácter elíptico, aunque bastante circular. Este descubrimiento no es algo agradable en la medida que genera una sensación de descontrol, porque vivimos en un universo menos regular de lo que parecía, es decir, un mundo menos previsible y menos controlable.
En lo tocante al ser humano, saber que el universo está fuera de control puede resultar algo terrible, comprometiendo de esta manera todo lo que es su vida. Una voluntad de dominio del entorno nos empuja y nos hace evolucionar, siendo positivo para nuestra supervivencia su influjo: de generación en generación se mejoran las comunicaciones, se superan enfermedades, la esperanza de vida aumenta…
Esta necesidad de dominar el entorno tiene su primer arranque en la pregunta por el universo y en la generación de ideas científicas aprovechadas luego técnicamente para mejorar nuestra vida. Su arranque es, sin embargo, una curiosidad y esa curiosidad es menos contemplativa de lo que cupiera esperar, porque no es solamente un interés científico el que nos mueve.
Tampoco hay que creer que por ello seamos menos inteligentes, sino más, mucho más, por cierto, en la medida que nuestra pregunta real no es sobre lo que nos rodea, sino sobre nosotros mismos, porque no nos preguntamos por el universo, la pregunta esencial es qué es lo que nosotros estamos haciendo aquí.
En cualquier caso, esa pregunta es un reto desproporcionado para un único hombre: una conciencia limitada no puede dar respuesta a esta pregunta, y un conjunto de hombres a lo largo de distintas épocas solamente pueden presentar propuestas vagas y nunca definitivas.
La respuesta a esta cuestión es siempre insatisfactoria y siempre provisional a los ojos de los más inteligentes. Porque es preciso admitir que, con todos los avances de la ciencia, no sabemos todavía qué sentido tiene todo, y ese sinsentido nos abruma y nos sorprende.
Pero en el planteamiento del hombre como un ser doliente, absorto ante la absurdidad de su existencia, cuestión que tanto ha dado que escribir a los escritores existencialistas, está el problema de si el hombre es un animal o no lo es, y el problema de que, si es un animal, puede ser o no ser un animal como los demás.
Dadas las particularidades de esta criatura, el ser humano no puede ser un animal como cualquier otro: su mayor avance, raciocinio, su constitución anatómica… Todo ello parecen diferenciarlo del resto de los animales, pero, incluso siendo distinto al resto de los animales, necesitamos comparar lo que es la vivencia humana con lo que es la mera vivencia animal para diferenciar bien al hombre de los animales.
Muchos creen que los animales no perciben la necesidad de investigar el sentido de lo que es existir o que no tienen la capacidad para reflexionar sobre el sentido de la vida y si constituye un absurdo. Con todo ello, el animal, estando dotado de instintos y no de raciocinio, sabe las cosas que ha de saber, como procurar el alimento, dar continuidad a la especie, enfrentarse a predadores…
Y si bien con todo ello le es suficiente para vivir, ignoramos si sucede en él la inquietud cuando siente que enferme y cuando, de alguna manera, de una manera animal, sabe que muere. Y es que la racionalización de las cosas no es la única forma de conocimiento: el bebé que busca el pecho de la madre lo hace como el retoño que busca el pecho en el que mamar, y los instintos animales están presentes en el hombre, hasta el punto de que, siendo animal y hombre tan distintos, algo tienen en común.
Los sentimientos son algo que nos acompaña y de lo que no nos podemos desprender. Las guerras, los crímenes, los accidentes y los desastres no suelen dejar a la audiencia televisiva de miles de gentes indiferentes ante los sucesos que están ocurriendo diariamente. Los sentimientos son esenciales, según lo vemos, para ser humanos y pensamos que son lo que más nos humaniza.
En cualquier caso, no estar dotado de estos sentimientos, el que alguien sea ajeno a la impresión general, cuando en un televisor todos ven, en una cafetería un desastre natural con miles de muertos y heridos, nos hace pensar que es menos humano.
Por otra parte, está comprobado que los animales tienen incluso una mayor capacidad para establecer de manera solidaria con sus congéneres (en algunos casos con el hombre) una profunda conexión psicológica, cuando perciben el dolor.
No podemos negar a los animales la presencia de sentimientos agresivos y bondadosos, desde la ferocidad del jabalí acorralado por los cazadores hasta el perro que intenta consolar a una anciana en su soledad. Si los animales tienen esos sentimientos, si perciben de alguna forma el dolor y el sufrimiento (no importa mucho si lo racionalizan o no), entonces eso no es exclusivo del ser humano y no es, por cierto, lo que nos da singularidad en tanto que seres humanos.
Por tanto, nuestra humanidad consiste precisamente en lo contrario, pues quienes analizan cerebros humanos y los comparan a los de los animales insisten en que los humanos difieren por su mayor desarrollo del córtex. No es el ser sentimentales lo que nos aporta humanidad, sino nuestro logicismo.
Pero ese logicismo, esa racionalidad, no nos sirve por sí sola. El ser humano actúa de manera lógica, pero no es la lógica a la acción humana tanto un elemento motor como sí una técnica, una forma de calcular lo que uno hace y de pensar y dar coherencia al proceder.
La voluntad es algo que procede de la esfera irracional, pues no es la capacidad de raciocinio de la que emana nuestro hacer. Nuestra capacidad para generar deseos es algo compartido por los animales, y ese desear es el elemento motivador de tantas cosas donde luego la racionalidad y el logicismo de nuestra cabeza aporta solamente su técnica (sin excluir que entre los seres humanos el error es cosa muy frecuente, a pesar de la sabiduría humana).
Por tanto, hay una voluntad de saber y de dar control, vinculada con una sed de estabilidad, por cierto, que es el elemento motivacional que activa esa pregunta esencial por la que luego queremos todas las demás: a dónde vamos y de dónde venimos. A partir de ahí nacen las preguntas más esenciales, las más antiguas, las que fueron expresadas por la filosofía de los presocráticos, la búsqueda de una explicación para este escenario que estamos viendo y que es tan complejo a nuestros ojos.
El carácter no contemplativo de la pregunta se manifiesta cuando le damos la vuelta, porque no queremos saber tanto qué es el cosmos como sí comprender nuestro papel en este para entender qué es lo que nos va a pasar y por qué. Y caben aquí dos posibilidades: que las respuestas que nos den sean satisfactorias o que no lo sean.
Para una conciencia normal no cabría una ingenuidad tan grande como aceptar sin reservas lo que la religión impone, debido, como es natural, a que esas respuestas tienen una apariencia muy infantil, pero uno se ve desgastado por diversos factores, como lo son los trabajos de la vida, los azares y las inquietudes del día a día que nos desvían de la cuestión más general.
Da la impresión de que nunca seremos capaces de contestarla y existen los que aceptan parcialmente las soluciones religiosas (el mundo está lleno de ateos que ponen la vela al Cristo, escondidos en sus casas). Pero más allá del día a día o de que las cosas vengan mal en la vida, es difícil ofrecer a esta pregunta, la más importante de todas, una buena respuesta.
Al ser humano todavía no le está permitido saber de dónde venimos y a dónde vamos ni por qué, y es posible que esto no lo lleguemos a saber nunca, o que, llegados a saberlo, la solución no sea agradable, lo que no sería difícil. En este sentido, tenemos que plantearnos que el universo encierra dimensiones de orden y desorden que no siempre entendemos bien. El cosmos se opone al caos, pero el caos es parte del orden en el que estamos, que no excluye cierto desorden y ciertos azares.
En un universo con aspectos azarosos es fácil sospechar que no todo tenga que tener necesariamente sentido, y el sentido de la vida humana es una demanda de los seres humanos en tanto que seres pensantes, pero no es parte necesaria del programa que el universo está llevando en su ejecución. Nos volveríamos locos o nos llevaríamos un gran disgusto, en este sentido, si nos dicen que no siempre una pregunta tiene respuesta ni todo lo que sucede tiene un sentido.
Debemos aclarar que lo que da sentido a los fenómenos naturales es una relación de causas y consecuencias no muy distinta, por cierto, de las causas y consecuencias que miran las ciencias sociales en la historia. Pero la moderna historiografía intenta explicar el devenir humano, no garantizar la felicidad, y con más razón las ciencias naturales han de ver la necesidad de los seres humanos como algo ajeno a su cometido (perderían entonces ese carácter artificial que da objetividad a un saber por encima del sujeto que lo genera).
En un universo sin Dios no tienen sentido las esperanzas ultraterrenas. La vida es finita y el hombre es una finitud en el espacio y en el tiempo: sin la ubicuidad divina no se puede estar en dos o más espacios al mismo tiempo y no es posible estar en el tiempo en un antes de nacer o un después de morir.
El hombre puede aceptar una vida sin fe, sin Dios y sin esperanzas ultraterrenas (quizás para otros, para muchos, se hace más fácil envenenar lo que sí sabemos de nuestro futuro: la muerte, que es inevitable, por poco que nos guste). Aceptar la finitud de nuestra vida es aceptar nuestra propia finitud y eso es lo que permite que se acaben de golpe todos los temores infundados, pero aparecen nuevos miedos, muchas veces, miedos que hay que saber soportar con entereza, porque ya sabemos que la fe no nos vale a nosotros.
Mientras el creyente se abandona en el regazo de Dios y se siente seguro, explicando que hay más allá de las estrellas un padre bondadoso que lo salva siempre, el ateo concibe el mundo como la única posibilidad de existencia y esa posibilidad de existencia como un marco problemático donde el ser humano se encuentra ante la insignificancia de su finitud.
No es difícil sentir miedo a la grandeza del cosmos, echado sobre la hierba en una noche de mediados de septiembre, cuando, tumbado en un prado oscuro, la vista se suspende y llegan a ella las luces de lejanas estrellas que están suspendidas en algún punto del cielo. Estas estrellas de distintos colores y trémulas se ven mal desde los espacios urbanos, donde abunda la luz artificial de las farolas y porque es poco el margen, entre edificios, para contemplar el orbe celeste.
Sin embargo, en un lugar alto donde la brisa empieza a refrescar el calor de las noches de un verano intenso que todavía pide manga corta, las estrellas tienen una fuerza especial, una magia especial, pues, en esas circunstancias, se aprecian mejor. Quien contemple ese espectáculo, al descubrir algunas de las constelaciones que ha visto en los libros, toma conciencia de que eso que tiene ante la vista es solamente una mínima parte de la inmensidad cósmica, y comprende entonces hasta el más ingenuo que las estrellas que ve se han desplazado, o que ya no existen, a pesar de que la luz sigue llegando después de un viaje largísimo por un espacio impensable.
Esa magnitud debe hacer que el diámetro del planeta sea miles, millones de veces más pequeño que una mota de polvo desprendida de un techo, al caer, en el interior de una estancia. El ateísmo es el camino difícil, es el camino complicado, en el que hay que pensar, en el que se encuentran verdades desagradables y no sueños hermosos servidos por la palabra de los profetas a los hombres antiguos, con una conciencia menos que infantil.
Somos una finitud que imagina que los horizontes no son estrechos, pero acabamos dándonos cuenta de que hay marcos más amplios, distancias que superan hasta lo indecible incluso la grandeza de un océano. Quien mira el océano ve un reino impetuoso en que, a medida que miramos parcelas más alejadas, las olas nos parecen menores, más cercanas a las olas que vienen detrás, y llega un momento en que las olas no se distinguen, hasta ver, en lo más lejano, en días muy despejados, esa línea donde el mar y el cielo no siempre se confunden.
Ese mar que uno no puede cruzar con la fuerza de sus brazos anuncia la derrota de nuestro ánimo soberbio cuando jugamos a soñar que lo podemos todo. Pero esa parte del mar que vemos es minúscula: más allá del horizonte hay más mar, de la misma manera que, en tierra firme, hay siempre una colina detrás de otra. Y si no somos nada ante la inmensidad del planeta, menos somos ante el tamaño del Sistema Solar, parte de una galaxia que es a su vez un elemento mínimo en un universo que nos explican en expansión.
Por esta razón es tan fácil sentir el miedo ante la propia insignificancia de uno mismo, puesto que nos vemos como parte de un planeta que parece ir a la deriva en el marco de un “maremágnum” desconocido que está más allá de nuestro control y que escapa a nuestra necesidad y a nuestro capricho.
¿Acaso los que tienen fe escapan a la angustia de la conciencia de esa finitud? Pues no vivimos en tiempos en los que sea difícil sustraerse a la fe, esta es una época para no creer, para no hablar de Dios. En todo caso, quienes tienen fe hablan de Dios como una entidad que lo supera todo y se entregan a su divina bondad, considerando que este mundo caótico es algo transitorio, una forma de querer esquivar, teniendo a Dios como un soporte de su parte, todo aquello que alarma la sensibilidad del ateo: su felicidad radica en esa misma insignificancia, en este caso superable por la confianza en un agente divino y salvador del que no hay mayor constancia, claro está, que la mera necesidad de ser salvado.
Por otra parte, el agnóstico debe ser, en todo caso, un mar de dudas y de inquietudes, en su posición ambigua, carente de Dios y carente totalmente de su ausencia al mismo tiempo, porque el agnóstico vive en la conciencia de que Dios no se ha manifestado ante el hombre, si es que existe, y nada conduce a la creencia, puesto que pueda haber entidades divinas, de que dichas entidades divinas estén encaminadas a la intención de salvarnos del mundo o nuestro carácter mortal. En este caso, las grandes preguntas nuevamente han quedado sin una respuesta.
Hubo, claro está, un tiempo distinto, un tiempo en que sí se creía, un tiempo en que Dios presidía el mundo desde su altura y miraba desde arriba un mundo miserable en que serían premiados aquellos que supieran resignarse. Los revolucionarios franceses, superando ese mero carácter festivo que sobrevivía en el anticlericalismo medieval, culpaban a los curas de las desigualdades y conocían bien la codicia de los príncipes de la Iglesia de aquellos tiempos de hambre, negándose siempre a perder sus privilegios.
Pero Dios siguió sobre las alturas en la conciencia de las gentes sencillas, y, durante la centuria siguiente, ni la idea evolucionista de Charles Darwin ni el marxismo sirvieron para despertar conciencias. No obstante, de manera casi profética, se ha lanzado el mensaje de la muerte de Dios, y es cierto que Nietzsche se adelantó bastante, porque el nuestro es ya un Dios prejubilado y hospitalizado que intenta resistir, a pesar de la agonía eterna y dolorosa que se le impone: el destino de la religión no puede ser otro que el de perderse, dada su inutilidad.
La conciencia de finitud puede parecer angustiosa cuando leemos los versos de los poetas barrocos, por poner un ejemplo, pues fueron estos hijos de una sociedad cristiana, profundamente cristiana, desde luego, en un mundo convulso en que España perdía, retrocediendo en cada guerra y succionando los últimos y escasos cargamentos de oro que no interceptaban los pérfidos piratas de Francis Drake y la religión había quedado dividida por Lutero.
Esta conciencia de finitud se expresaba como tópico en el ideal de la caducidad, del carácter fugaz del tiempo de nuestra vida, en el “vanitas” existencial al que podemos sentirnos arrojados nosotros, que, a fin de cuentas, no somos muy distintos de aquellos hombres, cuando pensamos que llegará un momento en que habremos de morir y en la absurdidad de luchar por una vida que, de todos modos, inevitablemente, acabará en muerte.
Además, esta gente estaba totalmente dominada por las esperanzas ultraterrenas, la voluntad de salvarse por medio de unos rituales carnavalescos que formaban parte del buen morir: recordemos la extremaunción de don Quijote, que, finalmente, salva su alma, al entender cervantino. Y lo cierto es que las esperanzas ultraterrenas cada vez son menos interesantes a la mayoría de las personas de la época actual, que, carentes de la ingenuidad y candidez de los tiempos antañones, no pueden confiar su salvación a la idea de un Dios y un Cielo fabricado para niños pequeños.
Esta mayor madurez, esta mayor preparación para la aceptación de la muerte como condición negativa a la que no podemos sustraernos no impone plantearse si no sería una condena peor tener que existir siempre, pero, en cualquier caso, si arroja la comprensión de una finitud liberadora, porque, sin un más allá, todo lo que nos queda es este mundo terreno en que experimentar una libertad personal cada vez más difícil de arrancarnos.
De otra parte, este cambio se ha dado bien en el mundo industrializado y en los países de Occidente, pero lo cierto es que la religión sigue teniendo fuerza en muchos lugares: que el avance de la ciencia y del conocimiento resten posibilidades de supervivencia de una religión es algo que puede ocurrir en las sociedades que prosperan, pero no en aquellas que no prosperan.
En el caso del terrorismo islamita se aprecia con gran claridad todo: para las gentes islámicas nada de su religión se separa de su vida cotidiana, por lo que para ellos atacar su religión puede ser simplemente querer matizar su modo de vida en una época de occidentalización y globalización. En suma, ellos no pueden aceptar lo que entienden como un ataque abierto a su cultura, su modo de entender la vida y la existencia de unas tradiciones claramente medievales.
Sin embargo, somos occidentales y la organización de nuestro universo no se puede generar de espaldas a la conciencia de nuestra propia finitud, y esta sigue siendo fastidiosa, angustiosa: pese a todo, no queremos morirnos, por más que escuchemos decir a los ancianos achacosos que están cansados ya de este valle de lágrimas, de este mundo miserable.
El instinto de conservación pesa, del mismo modo, en todos, grandes y chicos, y, a la hora de la verdad, nadie quiere morir, y menos en la conciencia de que la muerte es desaparecer, pues no queda ya nada detrás de sus umbrales. Porque, en definitiva, tenemos conciencia de la nada, una noción que entraña más misterios que el ser y que se revela para los más sabios como el verdadero problema.
A fin de cuentas, el ser es una noción bien conocida, o sobre la que se ha hablado tanto que existen ya mil conceptos sobre el ser y sobre su relación con el devenir, pero no nos han explicado claramente qué es la nada. La nada es ese mar ignoto sobre el que los filósofos y los científicos no saben decir nada.
Pero lo curioso es que la nada no sea tema de conversación cuando se impone el nihilismo. Las sociedades en las que vivimos son sociedades absurdas en las que se consume sin criterio porque ya no existe el juicio de valor. Tienen razón algunos de los más ancianos cuando nos recuerdan, casi riñéndonos, al menos con afán de reprendernos, que hemos perdido la noción del valor de las cosas.
Y el verdadero problema es que ya nadie se plantea si realmente hay ese valor, es decir, que la gente, por no ser, ya ni siquiera es nihilista, irónicamente.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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