José
Ramón Muñiz Álvarez
“ACERCAMIENTO
A LAS PERSPECTIVAS DE SUBSISTENCIA
QUE
OFRECE LA EXPERIENCIA LÍRICA
EN
ESTE
COMPLEJO
MUNDO EN QUE
VIVIMOS”
(Meditaciones
sobre el destino
del
arte poético en el marco
de
las
nuevas
sociedades
huérfanas)
http://jrma1987.blogspot.com
La
poesía lírica es expresión de lo más personal solamente en
apariencia. Quien escribe poemas líricos presenta unos contenidos
emocionales que solamente tienen como punto de partida lo que es su
propia subjetividad. Pero esto no quiere decir que el poema sea
confesión íntima de la interioridad del escritor, como supusieron
torpemente los románticos. No hay que perder la pista al carácter
falso y ficticio de todo lo literario, puesto que el poeta enmascara
en su creación lo que ha pensado escribir para un público. El
proceso expresivo es parte del proceso más amplio de la
comunicación, pero en la mera expresión no acaba la comunicación,
sino que la comunicación entraña la recepción. Haya estudiado o no
la semiología moderna, el escritor sabe bien cómo es ese proceso y,
al menos de una manera intuitiva, sabe que como escritor, lo que
escribe no lo escribe para sí, sino también para los demás,
especialmente para los demás.
El
escritor de novelas sabe que crea una ficción para un lector, que su
oficio es, precisamente, inventar un universo donde el lector pueda
solazarse. Puede ser que, de paso, aproveche para expresar parte de
su manera de entender el mundo. De hecho, incluso si no quiere
hacerlo, inevitablemente, de manera irremediable, acabará condenado
a dar a ver su posición y su visión ante la sociedad, sin poder
evitar que salga a relucir lo más particular de sí mismo, cuando se
vea, entre líneas, toda su filosofía de la vida. Sin embargo, es en
el caso de los poetas líricos donde uno imagina fácilmente, al
leerlos, que son dados a expresar vivencias personales. En cualquier
caso, el escritor lírico habla de sentimientos y de emociones que
nacen dentro de uno, pero que se reflejan de una manera distinta y
que se expresan de un modo como uno nunca lo expresaría ante sí
mismo.
La
razón por la que se escribe poesía lírica ha de tener,
necesariamente, dos motivaciones. La primera de ellas está fuera de
uno mismo, y tiene que ver con un público, porque no hay nada más
absurdo para nadie que escribir sin el objetivo de ser leído (ser
leído o no ser leído efectivamente es una cuestión distinta al
hecho de que el escritor, si es tal, siempre tiene como objetivo que
alguien lo lea). En suma, que el sujeto generador de lírica es un
ente que desea lectores, que no ignora que su escrito será
presentado a un público, por poco amplio que este sea. Por lo tanto,
de la misma manera que cualquiera es muy comedido cuando se viste
para una aparición pública (en estos casos nadie quiere llevar la
corbata mal anudada o procura ir limpio, más allá de las
necesidades higiénicas, por cuestiones sociales), el escritor que se
presenta ante un público para presentar lo más interior y lo más
personal de sí tendrá que arreglarlo, adornarlo, falsearlo, de cara
a un decoro y a una necesidad de conformar su imagen adecuadamente.
En
este sentido importa el hecho de que el escritor tiene una actitud,
si es autor lírico, que es la de expresar una emoción, pero no para
confesarse, sino para solazar a su posible público, un público que
no está presente cuando escribe, de manera que su manera de escribir
no está condicionada como la improvisación del juglar, que es
experiencia directa de la actuación ante su público. Debido a que
los autores líricos escriben para otros, entreteniendo sus afanes
como el novelista, que como ya hemos visto, inevitablemente, expresa
quién es sin quererlo, son conscientes de su público, un público
al que imaginan y no conocen. Por lo tanto, imaginan, mientras
escriben, cómo puede ser ese público, qué es lo que puede querer
leer, y, dentro de lo que puede querer leer, qué es lo que el autor
lírico está dispuesto a dar.
La
poesía lírica conjuga dos aspectos, que son la confesión y la
falsificación de una interioridad. Las dos se pueden ver en el poema
como el resultado inevitable de un proceso psicológico que no pudo
ser de otra manera para el autor en el momento de la creación. La
confesión es la ingenuidad y la falsificación es el histrionismo
más que el cinismo, una hipocresía convenida con el lector sin
estar pactada de antemano para su propia satisfacción y que es tan
legítima como el truco en el ilusionista que representa al mago.
Porque el poeta lírico es poeta más para hacer literatura que para
expresar un desahogo. Quien quiere confesarse busca un cura católico
y no un conjunto de lectores.
Hablando
de escritores, este rasgo de conjugar confesión personal y
fingimiento, en lugar de mostrar la candidez del feligrés ante su
párroco en el confesionario, no es exclusivo del escritor lírico,
pero en el escritor lírico es tal vez el rasgo más acusado. El
autor de ensayos no puede sustraerse a esto, pero el objeto de su
escrito no es su propia subjetividad, nunca lo es, si bien
transparenta de manera inevitable. De alguna forma, el autor de la
novela y el del drama, dado que ponen en el papel el alma de los
personajes que inventan, representan en estos personajes algo que no
les pertenece tal vez a ellos, pero que, en suma, es lo que entienden
ellos que podría ser lo que hay en personajes así. De esta manera,
quien escribe sobre asesinatos no es un potencial asesino, pero si
expresa lo que intuye de la mente del asesino. En la lírica es donde
más se acentúa este proceso creativo de falsificación de lo que se
confiesa.
En
este sentido, el poeta lírico, toda clase de escritor literario, el
ensayista, los artistas en general, ya sean del campo de la música o
de las artes plásticas, se inventan un poco a sí mismos antes de
mostrarse a los demás. Podría ser entendido este proceso como una
forma de maquillaje, una suerte de coquetería tal vez, un acto de
mera presunción. Y no se puede decir que no, pero tampoco se puede
decir que siempre, o, como mínimo, nunca de una manera total. En
cada persona que escribe se pronuncia una conciencia muy fuerte de
que uno es alguien que puede tomar la palabra para decir algo a
otros, lo cual no es precisamente un rasgo de discreción.
Sin
llegar a la soberbia, el escritor tiene una estima elevada de sí
mismo que no puede ocultar, pues será un fracaso ocultarlo. Una
inconveniencia de Cervantes es precisamente el prólogo del
“Quijote”, en que se muestra desmesuradamente modesto; un
ejercicio literario que suena demasiado a falsete, por cierto. Y no
es cierto que la literatura no deba tener contenidos ficticios
(falsos), que para eso precisamente no es una ciencia. Pero lo que
ficciona la literatura debe ficcionarse con verosimilitud, y no es
muy creíble la actitud humilde en un hombre que toma la pluma para
producir sus escritos y darlos al mundo. Quien, como Cervantes
afirma, cree que su creación es un “hijo seco y avellanado”, lo
entrega al fuego sin piedad.
Pero
por otro lado, quien escribe sabe que pone algo de su alma, algo de
sí, algo de su espíritu. No es tal vez lo que uno pretende, pues
nadie quiere decir a los demás, al menos del todo, quién es
realmente, y ello por mero pudor. Ningún escritor dirá sobre sí
mismo la verdad con una mezcla de coquetería, pues querrá tener
presencia ante el resto, y prudencia, dado que todos tenemos ese
fondo tímido que nos hace querer no sentirnos desnudos ante el resto
de los mortales.
Y
todo esto que venimos comentando tiene que ver con el hecho de que el
arte de escribir tiene un marcado elemento egótico, un carácter
fuertemente egocéntrico que busca proyectarse de una menra
responsable, teniendo en cuenta al lector, pero no como
responsabilidad para con el lector, sino, de una manera muy morosa y
hasta grotesca, con uno mismo. Porque el escritor es alguien que hace
con sus textos lo mismo que las señoras cuando quieren ir a la moda:
esconder su desnudez y crear una imagen rutilante de sí mismas. El
escritor, hombre que cuida innegablemente su imagen ante los demás,
cuida mucho de quedar al desnudo en sus escritos. Nadie realmente
quiere desenmascararse.
Otro
aspecto a tocar es el infantilismo de los escritores, pues es siempre
un sueño para muchos ver su nombre en la portada de un libro. Son
muchos los que quieren publicar y no son tantos los que lo consiguen.
El nombre de uno al frente de un libro, colocado en letras mayores o
más discretas en la portada, antes que el título, acaba por regalar
a esa persona la no tan secreta satisfacción de sentirse importante,
para qué vamos a engañarnos. Y, siendo cosa de gente relamida que
se da importancia con disimulo, cuando alguien publica, levanta,
además de cierta admiración, numerosas críticas, muchas de las
cuales tiene que ver con la envidia, algo muy extendido en el
planeta, al menos entre los seres humanos.
Más
allá de todo esto, el afán de publicar no tiene más sentido para
los que pretenden la publicación en términos de beneficio
económico, que son los que escriben los llamados “best sellers”.
Es una literatura de escaso valor y con un carácter no muy perenne
que vende mucho en un momento dado para luego quedar enterrada en el
más inclemente de los olvidos. Pero puede generar beneficios muy
sustanciosos, por más que no aporte una literatura de mayor calidad.
En todo caso, cabe pensar que estas no son las aspiraciones de los
autores líricos que intentan, con sudor, la plasmación de una
emoción por medio de la palabra, más allá de lo que ordinariamente
el idioma comunica de nuestra subjetividad y de nosotros.
Pero
existen también los autores anónimos. La anonimia parece apuntar al
hecho de no querer ser conocido, de tener miedo a que lo conozcan a
uno, que puede ser una de las explicaciones de tantos textos
anónimos, como lo fueron muchos escritos de pícaros. Pero gran
cantidad de obras podrían haber sido firmadas por el autor sin que
este sufriera riesgo ni peligro alguno: porque ¿quién iba a
perseguir, por ejemplo, al autor del “Cantar de Mio Cid”, puestos
en el caso de que no sea, como algunos creen, el mismísimo Pedro
Abad? Muchos autores parecen anónimos sin razón, pues no es la suya
una literatura rebelde que se muestre en contra de las convicciones
de la sociedad, pero sus nombres han sido ocultados tal vez por ellos
mismos o por otros, y es de suponer que quizás no dieron importancia
a que su nombre se perpetuase.
Baste
pensar en las cosas que dice Menéndez Pidal cuando, hablando del
romance viejo y tradicional forja la expresión “autor legión”
para decir que son textos que se crean y recrean colectivamente y que
no tienen un autor. Pero esto es válido para expresar una forma de
difusión y no la motivación de un anonimato pretendido por el
primer creador del texto que llame, en cada caso, nuestro interés.
¿No es una contradicción crear un cuento, un romance, una leyenda y
darlo a la difusión para no obtener beneficio alguno y no recibir,
al menos, cierta admiración por parte de los demás?
Las
motivaciones del anonimato pueden ser simplemente que un texto haya
obtenido una difusión amplia, y que la intención con la que se
genera un texto hubiese sido en origen más discreta. Eso tiene
cabida para una época y una sociedad que responde a las
características en las que la literatura es esencialmente anónima:
la gente habitaba pequeñas aldeas en las que todos los vecinos se
conocían. Quien creaba una canción lírica o recreaba un suceso de
manera romanceada lo hacía sin esperar tal vez una compensación
material, que, por otra parte, siempre será poco para los esfuerzos
que una obra literaria, aunque sea oral, suele pedir.
¿Por
qué el autor de un romance o de una coplilla breve hacía sus
versos, teniendo en cuenta el sobreesfuerzo que esto pide y el riesgo
que entraña, que es precisamente el de hacer el ridículo ante los
primeros receptores de la obra? Lo hacía para prestigiarse y para
alcanzar el protagonismo que le da el libro en letra impresa al poeta
de hoy, que no solamente gana, al publicar, sino que, en verdad,
muchas veces pierde tiempo y dinero. Pero los alcances de quien
escribía aquellas pequeñas coplas en tiempos medievales e incluso
posteriores eran menores y menos exigentes. Porque esto se hacía en
el marco de una villa de escasos vecinos, una villa donde todos
sabían quién había creado y quién no había creado, como punto de
partida, esta canción o aquella otra.
La
oralidad pudo dar una pervivencia a la copla o composición poética
o cantar o lo que fuera en la dimensión espacial y temporal, porque,
tras la muerte del autor, la obra permanecería algunas veces, pero
no vinculada al nombre de un autor, que interesaría menos a los que
cantaban y difundían ese canto. En unos casos, se difundiría
llegando a muchos kilómetros y en otros casos se conservaría
durante años, durante decenios, quién sabe si varios siglos. Y el
autor no esperaba ser famoso fuera de su espacio y de su tiempo,
dándole igual lo que pudiera cantar gente desconocida en otro lugar
relativamente lejano de la geografía del mismo país, gente
desconocida, a fin de cuentas. Y tampoco le importaba mucho ser
estimado por las generaciones posteriores al momento de su muerte. El
marco del autor estaría reducido a familiares, amigos y vecinos en
el marco de una pequeña villa y eso era lo que bastaba.
De
este modo, vemos que siempre hay un cierto talante infantil y egótico
en la motivación de la creación literaria. Es extensible a las
demás artes (músicos, pintores, escultores y arquitectos), pero en
el caso de lo literario y el marco de los escritores científicos el
afán de ser conocido es un aliciente. Pero, por otra parte, cabe
decir, no tengamos ninguna duda, que es el literato y no el
científico, y que es el autor lírico antes que otros literatos, el
que más dado a ese egocentrismo resulta, por lo personal que hay en
sus escritos y por la forma en que ha desdibujado, tan pudorosa y
coquetamente, lo que es tan personal, para que sea lo suficientemente
impersonal, al menos para poder ser publicado. Porque escribir es una
forma de presunción más atrevida, aunque de manera solapada,
incluso que el alarde de quien sale a toda velocidad con su coche
nuevo y quiere exhibirse ante la gente del lugar donde habita. Por lo
que respecta a los que escribimos, tenemos, desde luego, unas
tendencias marcadamente vanidosas.
Algo
distinto y más extraño es lo que guía al lector de la poesía
lírica. La poesía lírica, culta o popular, gustó mucho en otras
épocas y empieza a desprestigiarse en la época en la que estamos
viviendo. Eso podría ser culpa de los autores, especialmente si
fueran malos, pero sabido es que toda época cuenta con escritores,
que muchos de ellos son malos, pero que no todos tienen que ser ni
pueden ser precisamente malos: siempre alguno será bueno. No es
necesario decir que el problema de que la literatura actual muera
antes de nacer tiene menos que ver con su calidad que con la
disposición del lector. A fin de cuentas, las mejores novelas y los
mejores poemarios, los dramas más encendidos mueren en un cajón o
se intentan hacer ver sin éxito en cualquier espacio de Internet.
La
motivación del lector depende mucho de lo que se le ofrece. Estamos
en una época en la que existen medios que superan con creces la
literatura, como por ejemplo el cine. El cine ha dado lugar a una
crisis del teatro, como era de esperar, y el avance del medio
televisivo ha dejado al margen toda clase de literatura. Cuando la
literatura era fuerte, la gente analfabeta se juntaba, como en cierto
capítulo del “Quijote”, pues siempre leían en voz alta los que
sí sabían leer, como el bueno del cura, que leía una novela a los
presentes en la venta de Juan Palomeque.
Pero
se ha perdido el gusto por la lectura en voz alta. Se ha perdido el
gusto por la lectura en voz alta e incluso por el espíritu de la
lírica, convirtiendo la expectativa del poema en algo absurdo: qué
le interesa al lector la interioridad subjetiva de un sujeto que se
da importancia y publica sus alegres pensamientos, que no son mejores
que los de otro cualquiera, en un lenguaje aparentemente muy bonito
que, por supuesto, en muchas ocasiones no se ha logrado… Pero lo
que más interesa en las naciones menos cultas es precisamente el
fenómeno particular y el inmiscuirse de manera morosa en las vidas
ajenas, esto es, en la experiencia personal de alguien conocido,
cuando ocurre un escándalo en su vida privada…
El
capricho del lector tiene mucho que ver con la decadencia de la
lírica como género en la actualidad y sería necesario un hondo
repaso de las causas que impulsan al abandono e incluso al rechazo
del género lírico. Pero, curiosamente, las tendencias no siempre
fueron así. La propensión al lirismo no iba sino creciendo en la
medida en la que nos acercamos al Siglo de Oro. En ese tiempo hubo,
desde luego, mucha producción literaria y se escribieron grandes
novelas, tanto en España como fuera, pero también mucha lírica. Es
una época que bebe de una literatura del siglo XV que ya tenía gran
solera con la “Celestina” y los grades poetas del XV (Santillana,
Manrique y Mena, entre otros, menos nombrados pero muy importantes).
El
Siglo de Oro es la época que produce, por poner un ejemplo, el
“Lazarillo”, “La pícara Justina”, “El Buscón”, “El
Quijote”, “El Amadís”, “La Diana” de Montemayor… Pero la
novela, por extraño que parezca, es un fenómeno mínimo, valorable
pero mínimo, porque la gran mayoría de aquella literatura se
repartía entre géneros tan opuestos como la lírica y la dramática.
Y las comedias tenían una fuerte tendencia a lo lírico y por eso se
redactaban en verso (“La vida es sueño”, a lo largo de sus 3000
versos aproximadamente, es obra dramática llena de lirismo, por
ejemplo). Entonces habría que considerar que el público era muy
dado a lo poético, sin excluir el carácter evidentemente poético
de las novelas pastoriles a lo Sannazaro, que hurgaban en los matices
del paisaje bucólico y en los amoríos de los pastores al modo de
las garcilasianas églogas.
En
todo caso ¿qué ha ocurrido con el hombre moderno que rechaza la
poesía? Pero la respuesta, a decir verdad, la tenemos ante nuestras
narices, y eso es lo evidente. Vivimos en el marco de una sociedad
que es de tipo post-industrial, y las sociedades post-industriales
son aquellas en las que, por haber concluido ya su proceso e
industrialización, han radicalizado sus características, tanto para
lo bueno como para lo malo. ¿Vivimos mejor? En un plano material,
quien en estas sociedades tiene un trabajo con una remuneración
decente vive francamente bien, no así los parados.
Es
una sociedad que permite muchas cosas y que deja mucho tiempo para el
ocio, proporcionando los medios para un disfrute por todo lo alto de
ese ocio. La literatura compite con medios más poderosos, desde
luego, pero esa no es la raíz del problema. El problema está en la
naturaleza misma del hombre, que se ha ido transformando, porque la
nuestra es una sociedad estresante, donde la gente, para defender su
pan, su parcela y sus cuartos, vive con apuro, lleva una vida
acelerada, una vida sin el reposo ancestral que hacía al hombre
meditabundo, apto para la efusión lírica.
Porque
se hizo muy popular pensar, en los años noventa, que las sociedades
post-industriales tenían una clara tendencia a la reconciliación
con el tiempo, con la naturaleza del tiempo y con la idea de que
había que volver a reconciliarse con la temporalidad. Una de las
falsedades que se creyeron (una mentira oficial más) era que los
capitalistas empezarían a considerar la necesidad de valorar, no ya
el dinero, sino el tiempo, y que la competencia iría en disminución
en aras de un mejor valorar la vida. Y esto no ha sido así, sino que
los ejecutivos se han visto forzados a llevar adelante campañas de
una competencia más salvaje que ha venido a secar los mercados,
trayendo como consecuencia, un mundo occidental nuevo que, siendo
básicamente el de antes, tiene como novedad haber acelerado las
prisas.
En
este sentido, para que la poesía nos vuelva a enamorar, quizás,
necesitamos no solo volver a aprender a leer, sino volver a aprender
a vivir.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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