lunes, 12 de mayo de 2014

Meditaciones

José Ramón Muñiz Álvarez
ACERCAMIENTO A LAS PERSPECTIVAS DE SUBSISTENCIA
QUE OFRECE LA EXPERIENCIA LÍRICA
EN ESTE
COMPLEJO MUNDO EN QUE
VIVIMOS”
(Meditaciones sobre el destino
del arte poético en el marco
de las
nuevas sociedades
huérfanas)

http://jrma1987.blogspot.com

La poesía lírica es expresión de lo más personal solamente en apariencia. Quien escribe poemas líricos presenta unos contenidos emocionales que solamente tienen como punto de partida lo que es su propia subjetividad. Pero esto no quiere decir que el poema sea confesión íntima de la interioridad del escritor, como supusieron torpemente los románticos. No hay que perder la pista al carácter falso y ficticio de todo lo literario, puesto que el poeta enmascara en su creación lo que ha pensado escribir para un público. El proceso expresivo es parte del proceso más amplio de la comunicación, pero en la mera expresión no acaba la comunicación, sino que la comunicación entraña la recepción. Haya estudiado o no la semiología moderna, el escritor sabe bien cómo es ese proceso y, al menos de una manera intuitiva, sabe que como escritor, lo que escribe no lo escribe para sí, sino también para los demás, especialmente para los demás.
El escritor de novelas sabe que crea una ficción para un lector, que su oficio es, precisamente, inventar un universo donde el lector pueda solazarse. Puede ser que, de paso, aproveche para expresar parte de su manera de entender el mundo. De hecho, incluso si no quiere hacerlo, inevitablemente, de manera irremediable, acabará condenado a dar a ver su posición y su visión ante la sociedad, sin poder evitar que salga a relucir lo más particular de sí mismo, cuando se vea, entre líneas, toda su filosofía de la vida. Sin embargo, es en el caso de los poetas líricos donde uno imagina fácilmente, al leerlos, que son dados a expresar vivencias personales. En cualquier caso, el escritor lírico habla de sentimientos y de emociones que nacen dentro de uno, pero que se reflejan de una manera distinta y que se expresan de un modo como uno nunca lo expresaría ante sí mismo.
La razón por la que se escribe poesía lírica ha de tener, necesariamente, dos motivaciones. La primera de ellas está fuera de uno mismo, y tiene que ver con un público, porque no hay nada más absurdo para nadie que escribir sin el objetivo de ser leído (ser leído o no ser leído efectivamente es una cuestión distinta al hecho de que el escritor, si es tal, siempre tiene como objetivo que alguien lo lea). En suma, que el sujeto generador de lírica es un ente que desea lectores, que no ignora que su escrito será presentado a un público, por poco amplio que este sea. Por lo tanto, de la misma manera que cualquiera es muy comedido cuando se viste para una aparición pública (en estos casos nadie quiere llevar la corbata mal anudada o procura ir limpio, más allá de las necesidades higiénicas, por cuestiones sociales), el escritor que se presenta ante un público para presentar lo más interior y lo más personal de sí tendrá que arreglarlo, adornarlo, falsearlo, de cara a un decoro y a una necesidad de conformar su imagen adecuadamente.
En este sentido importa el hecho de que el escritor tiene una actitud, si es autor lírico, que es la de expresar una emoción, pero no para confesarse, sino para solazar a su posible público, un público que no está presente cuando escribe, de manera que su manera de escribir no está condicionada como la improvisación del juglar, que es experiencia directa de la actuación ante su público. Debido a que los autores líricos escriben para otros, entreteniendo sus afanes como el novelista, que como ya hemos visto, inevitablemente, expresa quién es sin quererlo, son conscientes de su público, un público al que imaginan y no conocen. Por lo tanto, imaginan, mientras escriben, cómo puede ser ese público, qué es lo que puede querer leer, y, dentro de lo que puede querer leer, qué es lo que el autor lírico está dispuesto a dar.
La poesía lírica conjuga dos aspectos, que son la confesión y la falsificación de una interioridad. Las dos se pueden ver en el poema como el resultado inevitable de un proceso psicológico que no pudo ser de otra manera para el autor en el momento de la creación. La confesión es la ingenuidad y la falsificación es el histrionismo más que el cinismo, una hipocresía convenida con el lector sin estar pactada de antemano para su propia satisfacción y que es tan legítima como el truco en el ilusionista que representa al mago. Porque el poeta lírico es poeta más para hacer literatura que para expresar un desahogo. Quien quiere confesarse busca un cura católico y no un conjunto de lectores.
Hablando de escritores, este rasgo de conjugar confesión personal y fingimiento, en lugar de mostrar la candidez del feligrés ante su párroco en el confesionario, no es exclusivo del escritor lírico, pero en el escritor lírico es tal vez el rasgo más acusado. El autor de ensayos no puede sustraerse a esto, pero el objeto de su escrito no es su propia subjetividad, nunca lo es, si bien transparenta de manera inevitable. De alguna forma, el autor de la novela y el del drama, dado que ponen en el papel el alma de los personajes que inventan, representan en estos personajes algo que no les pertenece tal vez a ellos, pero que, en suma, es lo que entienden ellos que podría ser lo que hay en personajes así. De esta manera, quien escribe sobre asesinatos no es un potencial asesino, pero si expresa lo que intuye de la mente del asesino. En la lírica es donde más se acentúa este proceso creativo de falsificación de lo que se confiesa.
En este sentido, el poeta lírico, toda clase de escritor literario, el ensayista, los artistas en general, ya sean del campo de la música o de las artes plásticas, se inventan un poco a sí mismos antes de mostrarse a los demás. Podría ser entendido este proceso como una forma de maquillaje, una suerte de coquetería tal vez, un acto de mera presunción. Y no se puede decir que no, pero tampoco se puede decir que siempre, o, como mínimo, nunca de una manera total. En cada persona que escribe se pronuncia una conciencia muy fuerte de que uno es alguien que puede tomar la palabra para decir algo a otros, lo cual no es precisamente un rasgo de discreción.
Sin llegar a la soberbia, el escritor tiene una estima elevada de sí mismo que no puede ocultar, pues será un fracaso ocultarlo. Una inconveniencia de Cervantes es precisamente el prólogo del “Quijote”, en que se muestra desmesuradamente modesto; un ejercicio literario que suena demasiado a falsete, por cierto. Y no es cierto que la literatura no deba tener contenidos ficticios (falsos), que para eso precisamente no es una ciencia. Pero lo que ficciona la literatura debe ficcionarse con verosimilitud, y no es muy creíble la actitud humilde en un hombre que toma la pluma para producir sus escritos y darlos al mundo. Quien, como Cervantes afirma, cree que su creación es un “hijo seco y avellanado”, lo entrega al fuego sin piedad.
Pero por otro lado, quien escribe sabe que pone algo de su alma, algo de sí, algo de su espíritu. No es tal vez lo que uno pretende, pues nadie quiere decir a los demás, al menos del todo, quién es realmente, y ello por mero pudor. Ningún escritor dirá sobre sí mismo la verdad con una mezcla de coquetería, pues querrá tener presencia ante el resto, y prudencia, dado que todos tenemos ese fondo tímido que nos hace querer no sentirnos desnudos ante el resto de los mortales.
Y todo esto que venimos comentando tiene que ver con el hecho de que el arte de escribir tiene un marcado elemento egótico, un carácter fuertemente egocéntrico que busca proyectarse de una menra responsable, teniendo en cuenta al lector, pero no como responsabilidad para con el lector, sino, de una manera muy morosa y hasta grotesca, con uno mismo. Porque el escritor es alguien que hace con sus textos lo mismo que las señoras cuando quieren ir a la moda: esconder su desnudez y crear una imagen rutilante de sí mismas. El escritor, hombre que cuida innegablemente su imagen ante los demás, cuida mucho de quedar al desnudo en sus escritos. Nadie realmente quiere desenmascararse.
Otro aspecto a tocar es el infantilismo de los escritores, pues es siempre un sueño para muchos ver su nombre en la portada de un libro. Son muchos los que quieren publicar y no son tantos los que lo consiguen. El nombre de uno al frente de un libro, colocado en letras mayores o más discretas en la portada, antes que el título, acaba por regalar a esa persona la no tan secreta satisfacción de sentirse importante, para qué vamos a engañarnos. Y, siendo cosa de gente relamida que se da importancia con disimulo, cuando alguien publica, levanta, además de cierta admiración, numerosas críticas, muchas de las cuales tiene que ver con la envidia, algo muy extendido en el planeta, al menos entre los seres humanos.
Más allá de todo esto, el afán de publicar no tiene más sentido para los que pretenden la publicación en términos de beneficio económico, que son los que escriben los llamados “best sellers”. Es una literatura de escaso valor y con un carácter no muy perenne que vende mucho en un momento dado para luego quedar enterrada en el más inclemente de los olvidos. Pero puede generar beneficios muy sustanciosos, por más que no aporte una literatura de mayor calidad. En todo caso, cabe pensar que estas no son las aspiraciones de los autores líricos que intentan, con sudor, la plasmación de una emoción por medio de la palabra, más allá de lo que ordinariamente el idioma comunica de nuestra subjetividad y de nosotros.
Pero existen también los autores anónimos. La anonimia parece apuntar al hecho de no querer ser conocido, de tener miedo a que lo conozcan a uno, que puede ser una de las explicaciones de tantos textos anónimos, como lo fueron muchos escritos de pícaros. Pero gran cantidad de obras podrían haber sido firmadas por el autor sin que este sufriera riesgo ni peligro alguno: porque ¿quién iba a perseguir, por ejemplo, al autor del “Cantar de Mio Cid”, puestos en el caso de que no sea, como algunos creen, el mismísimo Pedro Abad? Muchos autores parecen anónimos sin razón, pues no es la suya una literatura rebelde que se muestre en contra de las convicciones de la sociedad, pero sus nombres han sido ocultados tal vez por ellos mismos o por otros, y es de suponer que quizás no dieron importancia a que su nombre se perpetuase.
Baste pensar en las cosas que dice Menéndez Pidal cuando, hablando del romance viejo y tradicional forja la expresión “autor legión” para decir que son textos que se crean y recrean colectivamente y que no tienen un autor. Pero esto es válido para expresar una forma de difusión y no la motivación de un anonimato pretendido por el primer creador del texto que llame, en cada caso, nuestro interés. ¿No es una contradicción crear un cuento, un romance, una leyenda y darlo a la difusión para no obtener beneficio alguno y no recibir, al menos, cierta admiración por parte de los demás?
Las motivaciones del anonimato pueden ser simplemente que un texto haya obtenido una difusión amplia, y que la intención con la que se genera un texto hubiese sido en origen más discreta. Eso tiene cabida para una época y una sociedad que responde a las características en las que la literatura es esencialmente anónima: la gente habitaba pequeñas aldeas en las que todos los vecinos se conocían. Quien creaba una canción lírica o recreaba un suceso de manera romanceada lo hacía sin esperar tal vez una compensación material, que, por otra parte, siempre será poco para los esfuerzos que una obra literaria, aunque sea oral, suele pedir.
¿Por qué el autor de un romance o de una coplilla breve hacía sus versos, teniendo en cuenta el sobreesfuerzo que esto pide y el riesgo que entraña, que es precisamente el de hacer el ridículo ante los primeros receptores de la obra? Lo hacía para prestigiarse y para alcanzar el protagonismo que le da el libro en letra impresa al poeta de hoy, que no solamente gana, al publicar, sino que, en verdad, muchas veces pierde tiempo y dinero. Pero los alcances de quien escribía aquellas pequeñas coplas en tiempos medievales e incluso posteriores eran menores y menos exigentes. Porque esto se hacía en el marco de una villa de escasos vecinos, una villa donde todos sabían quién había creado y quién no había creado, como punto de partida, esta canción o aquella otra.
La oralidad pudo dar una pervivencia a la copla o composición poética o cantar o lo que fuera en la dimensión espacial y temporal, porque, tras la muerte del autor, la obra permanecería algunas veces, pero no vinculada al nombre de un autor, que interesaría menos a los que cantaban y difundían ese canto. En unos casos, se difundiría llegando a muchos kilómetros y en otros casos se conservaría durante años, durante decenios, quién sabe si varios siglos. Y el autor no esperaba ser famoso fuera de su espacio y de su tiempo, dándole igual lo que pudiera cantar gente desconocida en otro lugar relativamente lejano de la geografía del mismo país, gente desconocida, a fin de cuentas. Y tampoco le importaba mucho ser estimado por las generaciones posteriores al momento de su muerte. El marco del autor estaría reducido a familiares, amigos y vecinos en el marco de una pequeña villa y eso era lo que bastaba.
De este modo, vemos que siempre hay un cierto talante infantil y egótico en la motivación de la creación literaria. Es extensible a las demás artes (músicos, pintores, escultores y arquitectos), pero en el caso de lo literario y el marco de los escritores científicos el afán de ser conocido es un aliciente. Pero, por otra parte, cabe decir, no tengamos ninguna duda, que es el literato y no el científico, y que es el autor lírico antes que otros literatos, el que más dado a ese egocentrismo resulta, por lo personal que hay en sus escritos y por la forma en que ha desdibujado, tan pudorosa y coquetamente, lo que es tan personal, para que sea lo suficientemente impersonal, al menos para poder ser publicado. Porque escribir es una forma de presunción más atrevida, aunque de manera solapada, incluso que el alarde de quien sale a toda velocidad con su coche nuevo y quiere exhibirse ante la gente del lugar donde habita. Por lo que respecta a los que escribimos, tenemos, desde luego, unas tendencias marcadamente vanidosas.
Algo distinto y más extraño es lo que guía al lector de la poesía lírica. La poesía lírica, culta o popular, gustó mucho en otras épocas y empieza a desprestigiarse en la época en la que estamos viviendo. Eso podría ser culpa de los autores, especialmente si fueran malos, pero sabido es que toda época cuenta con escritores, que muchos de ellos son malos, pero que no todos tienen que ser ni pueden ser precisamente malos: siempre alguno será bueno. No es necesario decir que el problema de que la literatura actual muera antes de nacer tiene menos que ver con su calidad que con la disposición del lector. A fin de cuentas, las mejores novelas y los mejores poemarios, los dramas más encendidos mueren en un cajón o se intentan hacer ver sin éxito en cualquier espacio de Internet.
La motivación del lector depende mucho de lo que se le ofrece. Estamos en una época en la que existen medios que superan con creces la literatura, como por ejemplo el cine. El cine ha dado lugar a una crisis del teatro, como era de esperar, y el avance del medio televisivo ha dejado al margen toda clase de literatura. Cuando la literatura era fuerte, la gente analfabeta se juntaba, como en cierto capítulo del “Quijote”, pues siempre leían en voz alta los que sí sabían leer, como el bueno del cura, que leía una novela a los presentes en la venta de Juan Palomeque.
Pero se ha perdido el gusto por la lectura en voz alta. Se ha perdido el gusto por la lectura en voz alta e incluso por el espíritu de la lírica, convirtiendo la expectativa del poema en algo absurdo: qué le interesa al lector la interioridad subjetiva de un sujeto que se da importancia y publica sus alegres pensamientos, que no son mejores que los de otro cualquiera, en un lenguaje aparentemente muy bonito que, por supuesto, en muchas ocasiones no se ha logrado… Pero lo que más interesa en las naciones menos cultas es precisamente el fenómeno particular y el inmiscuirse de manera morosa en las vidas ajenas, esto es, en la experiencia personal de alguien conocido, cuando ocurre un escándalo en su vida privada…
El capricho del lector tiene mucho que ver con la decadencia de la lírica como género en la actualidad y sería necesario un hondo repaso de las causas que impulsan al abandono e incluso al rechazo del género lírico. Pero, curiosamente, las tendencias no siempre fueron así. La propensión al lirismo no iba sino creciendo en la medida en la que nos acercamos al Siglo de Oro. En ese tiempo hubo, desde luego, mucha producción literaria y se escribieron grandes novelas, tanto en España como fuera, pero también mucha lírica. Es una época que bebe de una literatura del siglo XV que ya tenía gran solera con la “Celestina” y los grades poetas del XV (Santillana, Manrique y Mena, entre otros, menos nombrados pero muy importantes).
El Siglo de Oro es la época que produce, por poner un ejemplo, el “Lazarillo”, “La pícara Justina”, “El Buscón”, “El Quijote”, “El Amadís”, “La Diana” de Montemayor… Pero la novela, por extraño que parezca, es un fenómeno mínimo, valorable pero mínimo, porque la gran mayoría de aquella literatura se repartía entre géneros tan opuestos como la lírica y la dramática. Y las comedias tenían una fuerte tendencia a lo lírico y por eso se redactaban en verso (“La vida es sueño”, a lo largo de sus 3000 versos aproximadamente, es obra dramática llena de lirismo, por ejemplo). Entonces habría que considerar que el público era muy dado a lo poético, sin excluir el carácter evidentemente poético de las novelas pastoriles a lo Sannazaro, que hurgaban en los matices del paisaje bucólico y en los amoríos de los pastores al modo de las garcilasianas églogas.
En todo caso ¿qué ha ocurrido con el hombre moderno que rechaza la poesía? Pero la respuesta, a decir verdad, la tenemos ante nuestras narices, y eso es lo evidente. Vivimos en el marco de una sociedad que es de tipo post-industrial, y las sociedades post-industriales son aquellas en las que, por haber concluido ya su proceso e industrialización, han radicalizado sus características, tanto para lo bueno como para lo malo. ¿Vivimos mejor? En un plano material, quien en estas sociedades tiene un trabajo con una remuneración decente vive francamente bien, no así los parados.
Es una sociedad que permite muchas cosas y que deja mucho tiempo para el ocio, proporcionando los medios para un disfrute por todo lo alto de ese ocio. La literatura compite con medios más poderosos, desde luego, pero esa no es la raíz del problema. El problema está en la naturaleza misma del hombre, que se ha ido transformando, porque la nuestra es una sociedad estresante, donde la gente, para defender su pan, su parcela y sus cuartos, vive con apuro, lleva una vida acelerada, una vida sin el reposo ancestral que hacía al hombre meditabundo, apto para la efusión lírica.
Porque se hizo muy popular pensar, en los años noventa, que las sociedades post-industriales tenían una clara tendencia a la reconciliación con el tiempo, con la naturaleza del tiempo y con la idea de que había que volver a reconciliarse con la temporalidad. Una de las falsedades que se creyeron (una mentira oficial más) era que los capitalistas empezarían a considerar la necesidad de valorar, no ya el dinero, sino el tiempo, y que la competencia iría en disminución en aras de un mejor valorar la vida. Y esto no ha sido así, sino que los ejecutivos se han visto forzados a llevar adelante campañas de una competencia más salvaje que ha venido a secar los mercados, trayendo como consecuencia, un mundo occidental nuevo que, siendo básicamente el de antes, tiene como novedad haber acelerado las prisas.
En este sentido, para que la poesía nos vuelva a enamorar, quizás, necesitamos no solo volver a aprender a leer, sino volver a aprender a vivir.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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