lunes, 12 de mayo de 2014

Devenir en Hegel y Nietzsche

José Ramón Muñiz Álvarez
EN TORNO A LAS IMPRESIONES DE LA
IDEA DE SÍNTESIS DENTRO
DEL PLANO DE LO
HISTÓRICO”
(Pequeño artículo de carácter reflexivo en aras
de explicar el carácter
natural de los
ciclos)

http://jrma1987.blogspot.com

Hegel es uno de los filósofos más renombrados del pensamiento alemán. En su sitema filosófico, los hechos históricos ocupa un lugar central, como era de esperar en un hombre lleno de obsesiones románticas, algo tan propio de su tiempo y de su tierra. Al centrarse en lo histórico, parece considerar que el tiempo trae consigo una tendencia a la síntesis de tendencias opuestas: a una tesis se opondría una antítesis, de la que la resultaría una conclusión de ambas, por medio de un proceso sintetizante. Pero no es cierto que los hechos históricos se desencadenen de este modo, es más, al tomar un libro sobre temática histórica no se advierte que esto sea así. Tanto para los distintos pueblos como para los distintos fenómenos es válido hablar de una oposición beligerante, de conflicto, que solamente en las menos de las ocasiones se resuelve sintéticamente. Porque vivimos en un mundo de vencedores y vencidos, porque la victoria se da a costa de la derrota, porque, en suma, la síntesis está impedida por el carácter descentrado que tendría la posible síntesis que pudiera darse, por ejemplo, al finalizar una guerra.
Las guerras son el elemento vertebrador de los hechos históricos. Todos los pueblos han tenido aliento para llevar en alguna ocasión a otros pueblos a la guerra, y no siempre han salido bien parados en su empeño. Sin embargo, lo común ha sido la guerra como forma de adueñarse del vecino y someterlo. Parece que es imposible no ambicionar lo que tienen otros, naturalmente, y, desde sus orígenes, las distintas comunidades humanas han tenido conflictos, a veces bastante serios. La guerra siempre trae consecuencias, y las consecuencias pueden alcanzar millones de muertos, la destrucción de templos, ciudades, obras de arte, pero también una situación nueva: el final de la guerra. Existen dos modos de ver este final, que son el de los vencedores y el de los vencidos. El carácter triunfal que toma el bando vencedor es el de reivindicar el papel esencial de los caídos en el combate, un acto honorífico póstumo que sirve más al orgullo de los descendientes de los fallecidos o a la propaganda del poder vigente que a los mismos muertos. Por otro lado, los vencedores salen de la guerra en una posición de ventaja y les es fácil reconstruirlo todo, pero para los vencidos todo es distinto: han perdido la guerra, con la guerra la esperanza, tienen su nación destrozada y han quedado sometidos a la humillación de otro poder.
Cuando dos pueblos no hallan otra solución que la guerra, surgen diversos rencores, más intensos, por cierto, en el caso de una guerra civil, donde existe un odio profundo, pensando siempre en la crueldad del bando que mató a un antepasado o a un pariente de un antepasado. Esos resquemores pueden durar mucho tiempo, generaciones y generaciones, por ejemplo. Por otro lado, toda derrota es un fracaso que produce desesperación, indignación, humillación. El pueblo derrotado es un pueblo doliente y dejado a la buena de Dios, obligado a resignarse. Y las naciones nunca se resignan del todo, como los hombres no se resignan tampoco del todo: quien es sometido a la esclavitud siempre tiene, en el fondo, un punto de amor propio, ese punto de amor propio que aconseja al instinto del amo no fiarse del esclavo, no querer y no poder ser amigo de aquel al que somete.
Pero los hombres mueren y quedan otros y las heridas acaban por cerrarse: por ejemplo, los muertos que dejó la francesada (la guerra que los españoles tuvieron con los franceses hasta recuperar la libertad) no son algo que altere las relaciones entre España y Francia. Pero este olvido es más un abandono de la memoria, dado el paso de los siglos desde época napoleónica, que realmente un acto de perdón. De hecho el pueblo que se siente maltratado no perdona, puesto que otorgar el perdón es una e las cosas más difíciles. Por lo tanto, las heridas cierran a costa del olvido, pero todo lo que realmente nos duele es algo que tardamos siglos en olvidar. Y en un proceso de siglos, da tiempo para muchas cosas, por ejemplo, para la coexistencia descentrada donde una potencia dominadora reduce a unos vencidos, quienes, por la fuerza, de una manera más o menos evidente, tienen que ceder y tienen que renunciar a gran cantidad de sus valores y principios.
Pongamos un ejemplo: la ley romana se impuso por la fuerza de una manera evidente, pero la invasión lingüística que supone implantar el latín era algo más sutil. En todo proceso de este tipo, por tanto, esa coexistencia no permite olvidar que hay en la relación un dominante y un dominado, por lo que el odio sigue vigente. No es que la síntesis venga por su propia naturaleza, dado que los valores y las ideas, las lenguas y los aspectos culturales no se mezclan, sino que hay una propensión a la imposición de los patrones de quienes han vencido. En este sentido, el invasor no permite sintetizar aquello que exporta al conquistado, porque lo impone de manera rotunda, con cierta psicología (el Imperio Romano sabía respetar a las jerarquías aborígenes de los lugares sometidos para que diera la impresión de que nada estaba cambiando, si bien estaba cambiando todo). Por otra parte, no es fácil desembarazarse de lo propio, y de esta manera, en la colonia que tuvo España en América, nunca se perdieron del todo las lenguas y las creencias de los aborígenes, según cada zona.
El proceso no es sintetizante, como se puede observar: hay un gran desequilibrio cuando se trata de oponer los principios de los pueblos vencedores y los de los vencidos. Podríamos decir que son estos los que mueren, pero cabe explicar que no pueden morir porque son abstractos y lo abstracto no puede fenecer. Sí que ocurre, por ejemplo, que, tras una invasión, se abandonen sistemas, ideas, lenguas, formas de expresión artísticas de una cultura determinada. Estas no pueden desaparecer fácilmente, pero sí que es cierto que a veces se pierden. Pero eso sí, lo normal es que no se pierdan, sino que se conserven de manera invisible, en forma latente, haciéndose lo subyacente, hasta que llega el momento de su repunte. Esto lo podemos ver en las nuevas corrientes indigenistas con claridad, y son un claro ejemplo de lo que Nietzsche, en su primer tratado de la “Genealogía de la moral” llama inversión, transvaloración o transmutación de los valores. En realidad es una corriente histórica que evoluciona produciendo tendencias a la rotación, un regreso a eso que se ha perdido, un volver a lo que se echa de menos y parecía sepultado para siempre.
Porque la historia es un relato ficticio, algo escrito por los vencedores, en realidad un mero acto de propaganda. Cuando pensamos en Cayo Julio César, entendemos pronto que la “Guerra de las Galias” es un ejercicio literario tan interesante como dudoso para el historiador: César inicia la guerra de las Galias en un momento dado en que esta conviene a sus intereses (había sido desplazado por Pompeyo), y no por las conductas de los helvecios tras la muerte de Orgetórix. De este modo, la actitud del protagonista del relato “Yo, Claudio” es bastante ingenua a nuestro ver: el emperador Claudio recibe una revelación de la sibila: unos dos mil años después de su muerte, podrá hablar a la posteridad con lengua clara y sin los problemas que lo afectaban a la hora de expresarse (es decir, podría contar la verdad a la posteridad). Pero ¿realmente le interesa a alguno saber qué acontecía o qué no acontecía en la época del Imperio Romano? Dicho de un modo más general, ¿qué utilidad tiene la historia? Volviendo sobre la idea anterior, la historia la escriben los vencedores, no los vencidos. Pero si los valores de los vencidos se hacen subyacentes, si de una manera casi secreta, invisible o clandestina logran sobrevivir, pueden repuntar luego, después del primer encontronazo con los vencedores, tal vez más tardíamente, cuando la potencia dominante declina y es posible recuperar la independencia. Y este es un proceso lento, lentísimo, para reivindicar lo que se había perdido.
¿Qué significa entonces que Hegel quiera explicar la Historia como un proceso de carácter sintetizante? Por lo que respecta a la gente del ámbito de la filosofía, estos autores son poco fiables y muy dependientes de la obtención de protección (el mecenazgo iniciado al principio de la época moderna). En el caso de Hegel, le tocó vivir en una Alemania desunida, feudal y rural donde no había jubilación después de una vida de duro trabajo, y empezaba a ser deseable, para el hombre entrado en años, un poquito de seguridad económica en este mundo desordenado e inestable que le tocaba vivir. Y una cátedra en la Universidad de Berlín (la misma que después se le ofreció a Martin Heidegger) era una tentación irrenunciable, pero hacía falta el consentimiento del monarca. Cabe pensar que escribir una obra de filosofía explicando un proceso sintetizante que se detiene cuando el rey prusiano sube al trono, porque este rey es el mejor rey y los procesos históricos se frenan, a no haber tesis y antítesis, pues ya todos viven bien, era regalar a Federico algo así como un verdadero arco del triunfo. ¿Pero acaso el tiempo puede detenerse? ¿Y es que desde aquellos tiempos hasta el presente los conflictos no han sido abundantes? No cabe glorificar tanto al soberano de Prusia ni fiarnos: el mundo no camina a una mayor estabilidad.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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