José
Ramón Muñiz Álvarez
“EN
TORNO A LAS IMPRESIONES DE LA
IDEA
DE SÍNTESIS DENTRO
DEL
PLANO DE LO
HISTÓRICO”
(Pequeño
artículo de carácter reflexivo en aras
de
explicar el carácter
natural
de los
ciclos)
http://jrma1987.blogspot.com
Hegel
es uno de los filósofos más renombrados del pensamiento alemán. En
su sitema filosófico, los hechos históricos ocupa un lugar central,
como era de esperar en un hombre lleno de obsesiones románticas,
algo tan propio de su tiempo y de su tierra. Al centrarse en lo
histórico, parece considerar que el tiempo trae consigo una
tendencia a la síntesis de tendencias opuestas: a una tesis se
opondría una antítesis, de la que la resultaría una conclusión de
ambas, por medio de un proceso sintetizante. Pero no es cierto que
los hechos históricos se desencadenen de este modo, es más, al
tomar un libro sobre temática histórica no se advierte que esto sea
así. Tanto para los distintos pueblos como para los distintos
fenómenos es válido hablar de una oposición beligerante, de
conflicto, que solamente en las menos de las ocasiones se resuelve
sintéticamente. Porque vivimos en un mundo de vencedores y vencidos,
porque la victoria se da a costa de la derrota, porque, en suma, la
síntesis está impedida por el carácter descentrado que tendría la
posible síntesis que pudiera darse, por ejemplo, al finalizar una
guerra.
Las
guerras son el elemento vertebrador de los hechos históricos. Todos
los pueblos han tenido aliento para llevar en alguna ocasión a otros
pueblos a la guerra, y no siempre han salido bien parados en su
empeño. Sin embargo, lo común ha sido la guerra como forma de
adueñarse del vecino y someterlo. Parece que es imposible no
ambicionar lo que tienen otros, naturalmente, y, desde sus orígenes,
las distintas comunidades humanas han tenido conflictos, a veces
bastante serios. La guerra siempre trae consecuencias, y las
consecuencias pueden alcanzar millones de muertos, la destrucción de
templos, ciudades, obras de arte, pero también una situación nueva:
el final de la guerra. Existen dos modos de ver este final, que son
el de los vencedores y el de los vencidos. El carácter triunfal que
toma el bando vencedor es el de reivindicar el papel esencial de los
caídos en el combate, un acto honorífico póstumo que sirve más al
orgullo de los descendientes de los fallecidos o a la propaganda del
poder vigente que a los mismos muertos. Por otro lado, los vencedores
salen de la guerra en una posición de ventaja y les es fácil
reconstruirlo todo, pero para los vencidos todo es distinto: han
perdido la guerra, con la guerra la esperanza, tienen su nación
destrozada y han quedado sometidos a la humillación de otro poder.
Cuando
dos pueblos no hallan otra solución que la guerra, surgen diversos
rencores, más intensos, por cierto, en el caso de una guerra civil,
donde existe un odio profundo, pensando siempre en la crueldad del
bando que mató a un antepasado o a un pariente de un antepasado.
Esos resquemores pueden durar mucho tiempo, generaciones y
generaciones, por ejemplo. Por otro lado, toda derrota es un fracaso
que produce desesperación, indignación, humillación. El pueblo
derrotado es un pueblo doliente y dejado a la buena de Dios, obligado
a resignarse. Y las naciones nunca se resignan del todo, como los
hombres no se resignan tampoco del todo: quien es sometido a la
esclavitud siempre tiene, en el fondo, un punto de amor propio, ese
punto de amor propio que aconseja al instinto del amo no fiarse del
esclavo, no querer y no poder ser amigo de aquel al que somete.
Pero
los hombres mueren y quedan otros y las heridas acaban por cerrarse:
por ejemplo, los muertos que dejó la francesada (la guerra que los
españoles tuvieron con los franceses hasta recuperar la libertad) no
son algo que altere las relaciones entre España y Francia. Pero este
olvido es más un abandono de la memoria, dado el paso de los siglos
desde época napoleónica, que realmente un acto de perdón. De hecho
el pueblo que se siente maltratado no perdona, puesto que otorgar el
perdón es una e las cosas más difíciles. Por lo tanto, las heridas
cierran a costa del olvido, pero todo lo que realmente nos duele es
algo que tardamos siglos en olvidar. Y en un proceso de siglos, da
tiempo para muchas cosas, por ejemplo, para la coexistencia
descentrada donde una potencia dominadora reduce a unos vencidos,
quienes, por la fuerza, de una manera más o menos evidente, tienen
que ceder y tienen que renunciar a gran cantidad de sus valores y
principios.
Pongamos
un ejemplo: la ley romana se impuso por la fuerza de una manera
evidente, pero la invasión lingüística que supone implantar el
latín era algo más sutil. En todo proceso de este tipo, por tanto,
esa coexistencia no permite olvidar que hay en la relación un
dominante y un dominado, por lo que el odio sigue vigente. No es que
la síntesis venga por su propia naturaleza, dado que los valores y
las ideas, las lenguas y los aspectos culturales no se mezclan, sino
que hay una propensión a la imposición de los patrones de quienes
han vencido. En este sentido, el invasor no permite sintetizar
aquello que exporta al conquistado, porque lo impone de manera
rotunda, con cierta psicología (el Imperio Romano sabía respetar a
las jerarquías aborígenes de los lugares sometidos para que diera
la impresión de que nada estaba cambiando, si bien estaba cambiando
todo). Por otra parte, no es fácil desembarazarse de lo propio, y de
esta manera, en la colonia que tuvo España en América, nunca se
perdieron del todo las lenguas y las creencias de los aborígenes,
según cada zona.
El
proceso no es sintetizante, como se puede observar: hay un gran
desequilibrio cuando se trata de oponer los principios de los pueblos
vencedores y los de los vencidos. Podríamos decir que son estos los
que mueren, pero cabe explicar que no pueden morir porque son
abstractos y lo abstracto no puede fenecer. Sí que ocurre, por
ejemplo, que, tras una invasión, se abandonen sistemas, ideas,
lenguas, formas de expresión artísticas de una cultura determinada.
Estas no pueden desaparecer fácilmente, pero sí que es cierto que a
veces se pierden. Pero eso sí, lo normal es que no se pierdan, sino
que se conserven de manera invisible, en forma latente, haciéndose
lo subyacente, hasta que llega el momento de su repunte. Esto lo
podemos ver en las nuevas corrientes indigenistas con claridad, y son
un claro ejemplo de lo que Nietzsche, en su primer tratado de la
“Genealogía de la moral” llama inversión, transvaloración o
transmutación de los valores. En realidad es una corriente histórica
que evoluciona produciendo tendencias a la rotación, un regreso a
eso que se ha perdido, un volver a lo que se echa de menos y parecía
sepultado para siempre.
Porque
la historia es un relato ficticio, algo escrito por los vencedores,
en realidad un mero acto de propaganda. Cuando pensamos en Cayo Julio
César, entendemos pronto que la “Guerra de las Galias” es un
ejercicio literario tan interesante como dudoso para el historiador:
César inicia la guerra de las Galias en un momento dado en que esta
conviene a sus intereses (había sido desplazado por Pompeyo), y no
por las conductas de los helvecios tras la muerte de Orgetórix. De
este modo, la actitud del protagonista del relato “Yo, Claudio”
es bastante ingenua a nuestro ver: el emperador Claudio recibe una
revelación de la sibila: unos dos mil años después de su muerte,
podrá hablar a la posteridad con lengua clara y sin los problemas
que lo afectaban a la hora de expresarse (es decir, podría contar la
verdad a la posteridad). Pero ¿realmente le interesa a alguno saber
qué acontecía o qué no acontecía en la época del Imperio Romano?
Dicho de un modo más general, ¿qué utilidad tiene la historia?
Volviendo sobre la idea anterior, la historia la escriben los
vencedores, no los vencidos. Pero si los valores de los vencidos se
hacen subyacentes, si de una manera casi secreta, invisible o
clandestina logran sobrevivir, pueden repuntar luego, después del
primer encontronazo con los vencedores, tal vez más tardíamente,
cuando la potencia dominante declina y es posible recuperar la
independencia. Y este es un proceso lento, lentísimo, para
reivindicar lo que se había perdido.
¿Qué
significa entonces que Hegel quiera explicar la Historia como un
proceso de carácter sintetizante? Por lo que respecta a la gente del
ámbito de la filosofía, estos autores son poco fiables y muy
dependientes de la obtención de protección (el mecenazgo iniciado
al principio de la época moderna). En el caso de Hegel, le tocó
vivir en una Alemania desunida, feudal y rural donde no había
jubilación después de una vida de duro trabajo, y empezaba a ser
deseable, para el hombre entrado en años, un poquito de seguridad
económica en este mundo desordenado e inestable que le tocaba vivir.
Y una cátedra en la Universidad de Berlín (la misma que después se
le ofreció a Martin Heidegger) era una tentación irrenunciable,
pero hacía falta el consentimiento del monarca. Cabe pensar que
escribir una obra de filosofía explicando un proceso sintetizante
que se detiene cuando el rey prusiano sube al trono, porque este rey
es el mejor rey y los procesos históricos se frenan, a no haber
tesis y antítesis, pues ya todos viven bien, era regalar a Federico
algo así como un verdadero arco del triunfo. ¿Pero acaso el tiempo
puede detenerse? ¿Y es que desde aquellos tiempos hasta el presente
los conflictos no han sido abundantes? No cabe glorificar tanto al
soberano de Prusia ni fiarnos: el mundo no camina a una mayor
estabilidad.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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